– Se ha dormido -dijo Teresa, volviendo a cerrarla con extrema cautela. Minaya y Medina fumaban junto a las cristaleras oscurecidas de la galería, hablando en ese amortiguado tono de voz que se usa en las iglesias y en la proximidad de los enfermos.
– Lo peor que le ocurre a su tío, muchacho, no es que beba y fume y haga esfuerzos excesivos para la fragilidad de su corazón, sino que no desea vivir. Entiéndame: cuando se llega a una edad como la que Manuel y yo tenemos, vivir va siendo un acto de la voluntad.
Inés pasó junto a ellos con la bandeja intocada de doña Elvira y miró un segundo a Minaya con un gesto tan rápido que se le antojó irreal. La vio alejarse con su tintineo de porcelana y plata, como un perfume o una música que fueran tras ella y la anunciaran.
– Usted habla de voluntad, pero mi tío tiene una lesión cardiaca desde que aquella bala le rozó el corazón.
– Amigo mío… -Medina, sonriendo, tomó del suelo su maletín, dispuesto a marcharse-. Manuel me ha dicho que usted es una especie de literato, así que quizás entenderá lo que voy a decirle. En mi oficio uno se vuelve muy escéptico con los años, y descubre que en ciertos casos el corazón y sus dolencias son una metáfora. El primer ataque serio lo tuvo Manuel al día siguiente de la muerte de Mariana. Fue entonces cuando empezó su verdadera enfermedad, y no se la produjo la bala que usted dice, sino la misma que la mató a ella.
Bajaron en silencio, procurando que sus pasos no resonaran en el mármol, no tanto para respetar el sueño de Manuel como para no incurrir en una incierta profanación. En el patio, Medina estrechó ceremoniosamente las manos de Teresa y Amalia y aceptó el sombrero y el abrigo que Minaya le tendía con la sosegada gravedad de un sacerdote que se inviste de su capa litúrgica en la puerta de la sacristía. Estaban solos, en el zaguán, y únicamente entonces se atrevió Minaya a hacer la pregunta que lo había estado inquietando desde que bajaron de la galería. Quién la mató, dijo, arrepintiéndose en seguida, pero no había reprobación en la mirada de Medina, sí una tranquila extrañeza, como si lo sorprendiera descubrir que al cabo de tantos años aún quedaba alguien que seguía haciendo esa misma pregunta.
– Había un tiroteo en los tejados, al otro lado de la casa, sobre los callejones a donde da el palomar. Una patrulla de milicianos andaba persiguiendo a un faccioso, al que por cierto no llegaron a detener. Mariana, que estaba en el palomar, se asomó a la ventana cuando oyó los disparos. Uno de ellos vino a darle en la frente. Nunca supimos nada más.
Pensaba en Medina mientras subía a tientas los últimos peldaños hacia el palomar, sin atreverse todavía a encender la linterna, en Medina, en sus tardos ojos, que habían visto a Mariana tapada apenas por el camisón bajo cuyos pliegues de seda se traslucía la leve sombra del pubis, en su manera de limpiar tan despacio los cristales de sus gafas o de buscar en su chaleco el reloj que usaba para administrar con igual mesura el tiempo de sus visitas y el tránsito de su vida hacia una vejez tan irreparable y mediocre como la tiranía que alguna vez combatió y ahora toleraba -sin aceptar la sumisión, pero tampoco la vana certeza de que presenciaría su caída- como se tolera una enfermedad incurable. Algunas noches, después de la partida de cartas en el gabinete, cuando los demás se habían retirado, Medina se demoraba en apurar su última copita de anís y permanecía sentado en silencio frente a Manuel, que recogía la baraja contando los naipes sobre el tapete con aquel aire suyo de ausencia, como si contara monedas. Al principio, desde su dormitorio, Minaya escuchaba el silencio, acaso la tos de Medina o unas palabras en voz baja que casi nunca llegaban a ser una conversación, preguntándose por qué los dos hombres seguían allí sin hacer nada, el uno frente al otro, fumando bajo la luz de la lámpara que los encerraba en una campana cónica de silencio y humo. Pasada la medianoche, Medina preguntaba algo a Manuel, que asentía, y luego se escuchaba un rumor como de pitidos y papeles rasgados, de voces que se interrumpían o eran anegadas por una babel remota de palabras en idiomas extraños. «Es inútil», dijo Manuel, «hay muchas interferencias esta noche, y no puedo encontrarla». Y entonces, cuando ya estaba a punto de dormirse, despertó a Minaya la música del himno de Riego, y supo lo que mucho antes debió haber adivinado: que Manuel y Medina permanecían hasta esa hora en el gabinete para escuchar Radio Pirenaica. «Desengáñate, Manuel», le oyó decir una noche a Medina, «ni tú ni yo veremos la Tercera República. Estamos condenados a Franco del mismo modo que a envejecer y a morir». «Entonces, ¿por qué vienes todas las noches a oír la Pirenaica?» Medina se echó a reír: tenía una risa sonora y episcopal. «Porque me gusta el himno de Riego. Lo rejuvenece a uno. La marcha esa de Franco es para entierros de tercera.»
Después de arrodillarse junto a Mariana y comprobar que no le latía el pulso, Medina se incorporó, limpiándose las rodilleras de su pantalón militar. La muerte ha sido instantánea, dijo, pero nadie prestó atención a sus palabras. Junto a la puerta, imaginó Minaya mientras deslizaba por las paredes el círculo de la linterna, estarían los otros, doña Elvira, de luto, Manuel, Amalia, tal vez Teresa, si es que entonces ya trabajaba en la casa. Utrera, Jacinto Solana, mordiéndose los labios, deseando ciegamente morir. Al llegar a la ventana sin cristal ni postigos la luz de la linterna se dispersa en un pozo de noche, y luego, muy débil, su círculo alumbra el tejado del otro lado del callejón. Acodado en el alféizar, Medina vio a dos guardias de Asalto que gateaban difícilmente por el alero próximo, con los fusiles al hombro, examinando las tejas rotas. «Aquí hay un rastro de sangre, mi capitán», le dijo uno de ellos. «Los milicianos dicen que el fascista se parapetó detrás de la chimenea y que hizo fuego desde aquí.» En la oscuridad, Minaya, que había apagado la linterna porque su luz desasosegaba a las palomas, creyó oír pasos, imaginó que crujían los peldaños de la escalera y que alguien iba a descubrir su inútil indagación, pero los pasos y el miedo no eran sino la forma que cobraba en su conciencia la culpa, la invencible y secreta vergüenza de ser un impostor que lo había perseguido durante toda su vida y que ahora, en la casa, en los lugares del tiempo donde clandestinamente se atrevía a internarse, lo acuciaba más que nunca. Duermen ahora, pensó, mientras yo subo como un ladrón a este lugar que no me pertenece y alumbro con la linterna un espacio vacío, duermen o a lo mejor no duermen nunca y están con los ojos abiertos en la oscuridad escuchando mis pasos sobre sus cabezas. Por un momento, los murmullos de las palomas dormidas y el rumor de la sangre en sus sienes le parecieron la respiración unánime de todos los que dormían o no dormían en las habitaciones de la casa. Sobre los tejados, en el centro de la ventana, había una media luna precisa y frágil como la ilustración de un cuento. Minaya cerró la puerta del palomar y bajó a tientas la empinada escalera. Sólo uno de los faroles de la galería estaba encendido, y su luz proyectaba ante Minaya su propia sombra larguísima. La conversación de la tarde con doña Elvira, la recaída de Manuel, el tiempo pasado a oscuras en el palomar, lo habían sumido en un estado de singular fatiga y excitación nerviosa que le negaban de antemano la posibilidad del sueño. Su imagen súbita era la de un sonámbulo en los altos espejos de la escalera. Pero cuando llegó al patio supo que no iba a estar solo en la biblioteca. Bajo la puerta se deslizaba una raya de luz, y en un sillón, junto al fuego, con los labios pintados, con el pelo suelto sobre los hombros y un cigarrillo y un libro en las manos, estaba Inés, que lo miró sin sorpresa, sonriendo, como si hubiera estado esperándolo, sabiendo que vendría.
Orlando debiera haber sobrevivido para dibujar a Inés igual que había dibujado a Mariana. Él, que nunca deseó a las mujeres, pero que tampoco fue indiferente nunca a la hermosura de un cuerpo, habría sabido dibujar en exacto equilibrio las líneas frías de su perfil y de su figura y la pasión que incitaban: el lápiz trazando con distante ternura la nariz y la barbilla de Inés, sus labios, sobre el papel blanco, la moldura de sus manos y de sus tobillos, la sonrisa invisible que a veces le iluminaba los ojos y que nunca la cámara más atenta hubiera logrado fijar en una fotografía, porque era una sonrisa interior, como la que provoca muy levemente el coletazo de un pez en la superficie de un lago. Pero aquella noche, cuando Minaya la encontró en la biblioteca, ni tampoco los días y madrugadas que la precedieron, no hubiera bastado la línea del lápiz sobre el blanco intacto para dibujar a Inés, deseada por dos hombres que situaban su cuerpo en el fiel de una simetría oscura. Un trazo rojo y único en la sonrisa, una mancha roja o rosa en sus labios, la misma que dejaba el carmín en las toallas de su habitación de criada, cuando se encerraba con llave para maquillarse frente a un espejo colgado en la pared, como en un ensayo secreto o una breve representación que sólo destinaba a sí misma, pues al final, cuando había logrado peinarse y pintar sus labios de un modo que la satisfacía, volvía a recogerse el pelo y se borraba el carmín con una toalla húmeda para regresar silenciosamente a su primera y hermética simulación.
Muy pronto el juego adquirió nuevos atributos: le gustaba pintarse, y también mirarse desnuda en los espejos de los armarios, y bajar a la biblioteca cuando estaba segura de que nadie iba a sorprenderla para repetir una escena que había envidiado en ciertas revistas de modas. Sentada junto al fuego, con una copa que nunca llegaba a apurar y un cigarrillo hurtado de la pitillera de Manuel, leía a la oblicua luz de una lámpara baja, absorta en las aventuras que le ofrecía el libro, pero consciente al mismo tiempo de cada uno de sus propios gestos, como si pudiera verse en un espejo. Al oír la puerta cerró el libro, señalando la página en que se había detenido con un peculiar deslizamiento de los dedos que Minaya no dejó de advertir, porque tenía la cualidad de una caricia, y contempló con ironía y ternura la sorpresa del recién llegado. Era preciso que sucediera allí, en la biblioteca, y en ningún otro lugar, a esa hora y con esa luz que invitaba y parecía acentuar los rasgos de Inés y el perfume inédito que distinguió Minaya entre los olores usuales de la madera y de los libros. Era fácil, esa noche, imaginar lo que estaba sucediendo, calcular los pormenores de la escena y las palabras con que la contaría luego Inés, interrumpiendo los besos para añadir un detalle menor: el modo en que Minaya se sentó frente a ella, sin mirarla aún, buscando el tabaco, su transitoria fuga, preguntándole por el libro que leía, anegado por el pavor y el vértigo de saber que Inés se había pintado los labios y peinado de aquella manera nueva y deslumbrante su pelo castaño para esperarlo únicamente a él, a las dos de la madrugada. Sentada en el sillón, con las piernas extendidas para que los talones se apoyaran en el lugar preciso donde él tenía que sentarse, con aquel cigarrillo inexplicable en los labios, pues no sabía fumar y cada vez que expulsaba el humo le venía esa tos de los catorce años y los cigarrillos clandestinos.