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– Así que no le hagas caso a Utrera -dijo Manuel, con esa ironía triste que usaba siempre para hablarle a Minaya de su familia- cuando te cuenta los méritos de nuestros antepasados. Todos esos cuadros del patio y de la galería se los compraba mi abuelo, tu bisabuelo, a los mismos aristócratas tronados que le vendían sus fincas.

Como avergonzándose de haber nacido donde nació y de llevar el nombre que llevaba, pero sin atreverse a descubrir del todo la vergüenza o a cultivar abiertamente el desdén, pues no ignoraba que sólo la casa y el nombre vinculado a ella lo habían salvado del fusilamiento y de la obligación del coraje, exigiéndole a cambio una pasiva lealtad que, según envejecía, dejaba de ser el límite nunca derribado y la medida exacta de la resignación y el fracaso para convertirse en una de sus costumbres. Quién era entonces el hombre de apostura altiva y casi heroica de la fotografía nupcial, el que fue ascendido a teniente por méritos de guerra después de saltar a pecho desnudo sobre una trinchera enemiga sin más auxilio que una pistola arrebatada a un cadáver y un grupo de milicianos asustados para matar a tiros a quienes disparaban contra ellos una ametralladora italiana, dónde buscó y obtuvo el valor necesario para casarse con Mariana abandonando sin el menor escrúpulo a la muchacha en cuya lánguida compañía había pasado seis años de noviazgo con la complacencia siempre en guardia de doña Elvira, que entendió como una injuria personal ese arrebato de su hijo y no se lo perdonó nunca.

– Y no sólo eso -recordaba Medina-, sino que también fue capaz de buscarse un empleo en la embajada española en París, supongo que por mediación de Solana, y lo tenía todo preparado para marcharse allí al día siguiente de su boda, imagínese, él, que se había vuelto de Granada sin terminar la carrera por no contrariar a su madre. Así que si Mariana no llega a morir como murió ahora su tío de usted sería miembro del gobierno republicano en el exilio, o algo parecido.

Muchas veces, a lo largo de los años que le fue dado sobrevivir a la lenta rendición de su voluntad, Manuel miró la fotografía de su boda sintiendo que no era él el hombre que aparecía en ella, no porque no creyera haber poseído alguna vez el brío o la locura precisos para enfrentarse a su madre y vencer el miedo que le hacía vomitar antes de un ataque en el frente, sino porque nunca había creído merecer la ciega ternura y el cuerpo ofrecido de Mariana, y miraba sus fotos y el dibujo de Orlando con la misma devoción ilimitada e incrédula y el mismo asombro con que la miró a ella y se vio a sí mismo en los espejos del dormitorio cuando al final la tuvo blanca y desnuda entre sus brazos. Fue ese Solana, declaró Mágina o esa parte de Mágina donde sobrevivía el orgullo no vencido, fue él quien lo hizo rojo y quien lo animó a enredarse con esa golfa, dijeron voces agraviadas en el salón donde aún estaban expuestas las mantelerías bordadas y la vajilla de plata que iban a ser la dote de la novia tan bruscamente abandonada, reliquias ya de su melancólico destino. Y sin decirle nada, a pesar de que ella estaba preparando el vestido de novia y mi primo lo sabía, contaba muchos años después el padre de Minaya, porque Mariana estaba muerta y la guerra que la trajo a Mágina había terminado, pero el orgullo y la imperiosa capacidad de desprecio seguían intactos, tal vez incluso ennoblecidos, como la estatua del general Orduña, por las señales del heroísmo y el oprobio.

– Y no vayas a pensar que aquella muchacha era una estantigua porque perteneciera a una de las mejores familias de Mágina, casi tan respetable como la nuestra. Pregúntale a tu madre, que la conoció bien. Claro que al final tuvo suerte y pudo resarcirse de la traición de mi primo. Casó, y muy provechosamente, con un capitán de Regulares.

Inagotable e intacto, inútil, como la luz y las estatuas de perfil griego de Mágina, el rencor es lo único que ellos salvan o que los salva del olvido y cimienta sobre la nada la pervivencia del orgullo. Cada mañana, asistida por Teresa y Amalia, que sube las escaleras muy despacio rozando los pasamanos y las paredes y llega sin aliento al último piso de la casa, doña Elvira se viste ceremoniosamente ante un espejo y se peina el pelo blanco y ondulado según la norma ya borrosa de 1930, permitiéndose a veces una gota de perfume en las muñecas y en el cuello y una leve sombra de polvos rosa en las mejillas. Cómo está mi hijo, pregunta sin mirar a nadie ni esperar que le respondan, levantando los ojos por encima de las dos mujeres que se mueven en torno suyo, porque así le enseñaron que debe dirigirse una dama a los sirvientes, recordadle a Inés que hoy es jueves y que me tiene que traer las revistas. ¿Ha llamado el administrador? Que alguien vaya a avisarle. Quiero ajustar con él las cuentas de la aceituna, antes de que se me olviden y me engañe. Vestida y perfumada como para salir a la calle, que sólo pisa en la madrugada de los viernes santos, doña Elvira contempla su propia figura tiesa en el espejo y se alisa con el dedo índice la línea borrada de las cejas.

– Teresa, cuando hayas hecho la cama riegas los geranios. ¿No te das cuenta de que se están poniendo mustios?

Frente al espejo todavía, sin volverse ni alzar la voz, doña Elvira ve a Teresa retirando las sábanas y la colcha de la gran cama conyugal en la que sigue durmiendo cuarenta años después de quedarse viuda y advierte de pronto, con secreta satisfacción, cómo ha envejecido la criada que era una niña cuando entró a su servicio. El sol amarillo y frío de febrero entra oblicuamente por el ventanal de la terraza, dejando sobre las baldosas una mancha húmeda de luz, cernida como polen, que envuelve las cosas sin llegar a tocarlas y se desliza hasta el umbral donde Amalia, que casi no lo ve, está parada y esperando.

– ¿Desea alguna cosa la señora? -Nada, Amalia. Dile a Inés que ya me puede subir el periódico y el desayuno.

Antes de que le fuera permitido conocerla, doña Elvira se imponía en la conciencia de Minaya como una gran sombra ausente, dibujada, con severa precisión, como en el miedo con que la imaginaba Jacinto Solana muchos años atrás, en ciertas costumbres y palabras que ambiguamente la aludían, casi nunca nombrándola, sin explicar su retiro o su vida, sólo sugiriendo que ella estaba allí, en las habitaciones más altas, asomada al balcón del invernadero o mirando el jardín desde la ventana donde a veces se perfilaba su figura. Una bandeja con la tetera de plata y una sola taza dispuesta a media tarde en el aparador de la cocina, el ABC doblado y sin abrir, las revistas ilustradas que cada jueves compraba Inés en el quiosco de la plaza del general Orduña, los libros de contabilidad junto al abrigo y el sombrero del administrador, que conversa con Amalia en el patio esperando a que doña Elvira quiera recibirlo, el sonido del televisor y del piano borrándose entre sí y confundidos en la distancia con el aleteo de las palomas contra los vidrios de la cúpula. Había aprendido a catalogar y descubrir los signos de la presencia de doña Elvira y a temerla siempre cuando caminaba a solas por los corredores, y un día, sin que nada lo anunciara, Inés le dijo que la señora lo invitaba esa tarde a tomar el té en sus habitaciones. El camino para llegar a ellas se iniciaba en una puerta al fondo de la galería y cruzaba una oscura región de salones tal vez no habitados nunca con cuadros religiosos en las paredes y santos de porcelana encerrados en urnas de cristal. Figuras solas sobre los aparadores mirando el vacío con ojos extraviados y vidriosos, mirando a Minaya como guardianes inmóviles de la tierra de nadie cuando cruza la penumbra desierta tras los pasos de Inés y el tintineo amortiguado de las cucharillas y las tazas sobre la bandeja de plata que ella sostiene tan gravemente como objetos de culto.

«Adelante», oyó primero la dura voz al otro lado de la puerta, y en seguida, cuando entraba, el leve olor de Inés se perdió en un perfume desconocido y denso que lo ocupaba todo, como si también formara parte de la presencia no visible, de la encerrada soledad y las ropas y muebles de otro tiempo que envolvían a dona Elvira. «No es el olor de una mujer», pensó, sino el de un siglo: así olían las tosas y el aire hace cincuenta años. Sin levantar los ojos, Inés hizo una vaga reverencia y dejó la bandeja en una mesa próxima al ventanal. «Márchate», dijo doña Elvira, y no la miró, porque había estado observando a Minaya desde que entró y aun cuando él la ayudaba a sentarse junto a la mesa del té siguió mirándolo en el espejo del armario, torpe, solícito, inclinado sobre ella, consciente del silencio que no sabía cómo romper y de los ojos fríos y sabios que ya lo habían juzgado.

– Te pareces a tu madre -dijo, contemplándolo despacio detrás del humo y de la taza de té-. Los mismos ojos y la boca, pero la manera de sonreír es de tu padre. Así sonreía mi marido y todos los hombres de su familia, y hasta tu abuela Cristina, que era tan guapa como tú. ¿No has visto el retrato suyo que tiene mi hijo en su dormitorio? Sonreís para disculpar vuestras mentiras, ni siquiera para ocultarlas, porque habéis carecido siempre del sentido moral necesario para distinguir lo que es justo de lo que no lo es, o para que eso os importe. Por eso mi pobre marido se disculpaba antes de cometer un error o de decir una mentira, nunca después. No había nada para él que no le pudiera ser perdonado. Nunca fue su sonrisa más candida ni más encantadora que cuando me informó de que había vendido una finca de mil olivos para comprarse uno de esos automóviles italianos, Bugattis, les decían. Se fue con él y con una golfa a Montecarlo y volvió al cabo de un mes sin automóvil ni golfa, y por supuesto sin un céntimo, pero vino con un smoking correctísimo y un ramo de gladiolos y sonrió como si hubiera viajado hasta la Costa Azul exclusivamente para comprarme las flores. Mi hijo, en cambio, ni siquiera ha sabido nunca sonreír como su padre, o como el tuyo, que también era un embustero peligrosísimo. Se ha equivocado tanto como cualquiera de ellos, pero con toda la seriedad del mundo, como si comulgara. Se fue voluntario a ese ejército de hambrientos que nos habían quitado la mitad de nuestra tierra para repartírsela y por poco pierde la vida peleando contra los que de verdad eran los suyos, y por si fuera poco se casó con aquella mujer que ya era plato de segunda o de tercera mesa, tú me entiendes, y hasta quería irse a Francia con ella. Pero estoy segura de que tú no eres del todo como ellos, como mi marido y mi hijo y el loco de tu padre, o como tu bisabuelo, don Apolonio, que les contagió a todos su trapacería y su locura, pero no su capacidad de ganar dinero. Todos embusteros, todos bárbaros o inútiles, o las dos cosas al mismo tiempo, como mi marido, que ojalá Dios lo tenga en su gloria, pero que si tarda algunos años más en morirse nos deja en la miseria, con esa manía que le entró por coleccionar primero caballos de pura sangre y luego mujeres y automóviles. Por eso hizo tantas amistades con Alfonso XIII cuando era diputado. Tenía las mismas aficiones y ninguno de los dos se molestaba en ocultarlas. A lo mejor tu padre te contó que cuando el rey vino a Mágina el año veinticuatro estuvo una tarde tomando el té con nosotros, en esta casa. Pálidos de envidia se quedaron los títulos viendo la familiaridad con que trataba el rey a mi marido, que al fin y al cabo era el hijo de un indiano sin más blasones que los que le inventaba tu abuelo José Emilio Minaya, el poeta, que yo creo que fue el único que lo pudo engañar, con lo candido que parecía, porque le sacó quinientas pesetas para editar aquel libro de versos y se llevó a su hija, aunque no su herencia. La última noche de su visita a Mágina, Alfonso XIII desapareció, cosa que al parecer tenía por costumbre, y nadie, ni la reina ni don Miguel Primo de Rivera, que había venido con él, ni los militares de la escolta sabían dónde encontrarlo. A las dos de la madrugada me despertó el teléfono. Era Primo, tan nervioso que no parecía borracho. «Elvira, ¿se encuentra Su Majestad en tu casa?» «Pero don Miguel», le dije, «¿cree vuecencia que si el rey estuviera aquí yo me habría acostado?» ¿Y sabes dónde estaba? En «La Isla de Cuba», que ya entonces era el único cortijo que nos quedaba, invitando a champán a dos golfas de lujo que le había buscado mi marido, que yo creo que disfrutaba más haciendo de tercero para sus amigos que de gallo de pelea. Volvió al amanecer, se desnudó con la misma naturalidad que si viniera de la Ópera y me dijo antes de dormirse: «Verdaderamente, querida, Su Majestad es un sportman.-»

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