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Qué extraña lógica de la memoria y del dolor conspira silenciosamente para volver paraíso la cárcel de otro tiempo: temblaba de gratitud y ternura cuando dobló la esquina de la plaza y vio los álamos y los portales reconocidos, leales al recuerdo, y el aire iluminado que empezaba a ser azul sobre la espadaña de San Lorenzo, alta y trepada por la hiedra. Por un momento, mientras caminaba hacia la casa reconociendo hasta las irregularidades del suelo, pensó que toda su vida había sido una larga equivocación, y que no debiera haber abandonado nunca el espacio de esa serena luz que ahora lo recibía como a un extranjero. Era el tiempo de recoger la aceituna, y un hombre a quien tardó en reconocer cargaba sacos vacíos y largas varas de brezo para sacudir los olivos en un mulo atado a la reja de la ventana.

– Cómo no me voy a acordar de él, si nos criamos juntos -dice el hombre a Minaya, y se ahoga y tose sin quitarse de la boca el cigarro empapado de saliva, sentado al sol en un sillón de mimbre que cruje bajo su cuerpo grande y derribado-. Pero él se fue a Matío enfermo o paralítico al fondo de un patio de vecindad desde cuya ventana más alta el hombre inmóvil aguarda todas las noches a que ella vuelva.

Porque no sabe renunciar a la costumbre de esperarla, Minaya se demora en la plaza de los Caídos, mirando alguna vez, como un espía celoso, la puerta y los balcones cerrados donde es posible que ella surja. El monumento de Utrera relumbra en la media tarde como un gran bloque de mármol contra el telón umbrío de los cipreses. «Un año entero de trabajo, muchacho, mis manos, estas manos, acababan ensangrentadas cada noche, de pelear con el granito. Fue como la lucha de Jacob contra el Ángel, pero dígame si el Arte, el gran Arte, no consiste siempre en eso.» Como agobiado bajo sus alas minerales, el Ángel se inclina hacia el Caído y hace ademán de levantarlo del altar de piedra donde yace su espada, pero el blanco cuerpo desnudo se le derrama entre los brazos y tiene el rostro vuelto hacia la pared, hacia la alta lápida donde está esculpida la cruz con los nombres de los caídos de Mágina, de tal modo que es muy difícil ver sus rasgos. «Porque Utrera quiso que nadie o casi nadie los viera», escribió Minaya en su cuaderno de notas, «porque quería que sólo un número muy limitado de espectadores, o acaso ninguno, pudiera llegar a descubrir su obra más perfecta, y mantenerla así públicamente secreta, tesoro de una extraña avaricia».

Una noche en que se había apostado en la plaza de los Caídos para buscar a Inés, porque hacía una semana que ella no iba a la casa, Minaya escuchó tras él el rumor de un cuerpo que se movía entre los jardines y vio la luz de una pequeña linterna manejada por alguien que parecía esconderse al otro lado de las estatuas. Me está siguiendo, pensó, recobrando de golpe el miedo de sus últimos días en Madrid, pero Utrera estaba demasiado borracho para reconocerlo en la oscuridad y ni siquiera lo había visto. Buscaba algo entre el pedestal y los cipreses, maldiciendo en voz baja, y cuando oyó a Minaya y se volvió para alumbrarlo no supo qué decir, y se quedó parado frente a él, con la linterna en la mano y la boca abierta y una somnolencia de alcohol que le enturbiaba los ojos.

– Se me cayó el reloj. Tropecé con un árbol y se me cayó el reloj en ese jardín. Un recuerdo de familia. Gracias a Dios, ya lo he encontrado. ¿Será usted tan amable de acompañarme a casa?

Minaya tuvo la intolerable certeza de que tampoco vería a Inés esa noche, ni mañana, tal vez, y de que seguir esperándola no era un modo de acuciar al destino para que ella apareciera.

– Amigo mío, mi joven amigo y lazarillo -dijo Utrera, que aceptaba su propia torpeza de borracho y el brazo firme de Minaya como un aristócrata que se resignara a la ruina sin perder por eso el orgullo de su linaje-. A usted no hay forma de engañarlo. ¿Se ha fijado bien en mi monumento? Ahí está la firma, espere que la alumbre con la linterna: E. Utrera, 1954. ¿Ha visto ya todas mis obras en las iglesias de Mágina? Pues hágame el favor de no ir a verlas. A ver si viene otra guerra y las queman todas y empiezan luego a hacerme encargos otra vez. ¿Usted cree que esos estudiantes que andan armando motines en Madrid quemarán alguna iglesia?

Pero tal vez Minaya no habría averiguado nunca lo que Utrera estaba buscando esa noche con la linterna encendida si Inés no llega a descubrírselo. Era domingo por la tarde y él la esperaba en la plaza, atento al reloj y a los minutos lentísimos que faltaban para que ella viniera con el pelo suelto y perfumado y los zapatos azules y el vestido blanco o amarillo que sólo se ponía los domingos para salir con él y que era para Minaya, como la luz de la tarde y el olor de las acacias, un atributo de la felicidad. Como un adolescente que acude a su primera cita se miraba en los cristales de los coches aparcados para comprobar que la raya en el pelo permanecía intacta y fumaba sin sosiego mirando la puerta de la casa donde ella iba a surgir como un regalo inmerecido, caminando luego hacia él entre los cipreses con una leve sonrisa en la mirada y en los labios. Pero esa tarde no la vio venir, y cuando oyó su voz Inés ya estaba a su lado, rozándole la mano con un gesto casual y preciso como una contraseña, la misma que algunas noches usaba en el comedor para decirle secretamente que cuando todos se acostaran ella estaría esperándolo, desnuda y clara en la oscuridad de su dormitorio y atenta a oír en el silencio sus pasos cautelosos. «¿Te gusta?» le preguntó Inés, señalándole el monumento de Utrera. Minaya se encogió de hombros y quiso besarla, pero ella eludió sus labios y tomándolo de la mano le hizo dar la vuelta al pedestal de la estatua.

– Quiero enseñarte una cosa -dijo, sonriendo, como si lo invitara a un juego misterioso, y le pidió que se fijara en el rostro del Caído, que estaba oculto entre las piernas del Ángel-. Me di cuenta una vez que me oculté aquí jugando al escondite.

El héroe caído tiene un cuerpo de duras aristas muy poco cinceladas, pero su rostro, que no se puede ver de frente, que sólo puede descubrirse desde un punto de vista único y muy difícil, situado tras el pedestal, muestra los rasgos indudables de una mujer, y parece esculpido por otra mano. La nariz recta, los delicados pómulos con lisura de mármol, los labios entreabiertos, los ojos rasgados que están a punto de cerrarse y la gracia como dormida del pelo deslizándose sobre un lado de la cara.

– Es como si acabara de dormirse -dijo Minaya, siguiendo con el dedo índice la línea de los labios, que sugería una sonrisa no del todo desconocida para su memoria-, como si se hubiera caído en sueños para dormir de cara a la pared.

Fue entonces cuando Inés le señaló el círculo más oscuro y levemente rehundido que la muchacha tenía en la mitad de la frente.

– No está dormida. Le han pegado un tiro en la cabeza y está muerta.

Fascinación de las puertas entornadas o cerradas, como los ojos de esa estatua que tiene el cuerpo de un hombre y el rostro secreto de una mujer, como el cuerpo de Inés antes de los primeros besos, siempre, cuando se vuelve otra y ya es inalcanzable para las palabras o las caricias que la rozan como si rozaran la tersura inerte de una estatua, inmune a la silenciosa súplica y a la silenciosa desesperación. Hay en la casa hospitalarias puertas entornadas que invitan a adentrarse en las estancias sucesivas de la memoria, pero hay también, y Minaya lo sabe, cobarde o ávidamente lo adivina, puertas cerradas que no le está permitido vulnerar y cuya existencia se le esconde o niega, como a un hombre que cruza los salones vacíos de un palacio barroco y descubre que la puerta que pretendía cruzar está pintada en el muro o repetida en un espejo. La casa es tan grande que sus habitantes, también Minaya, se pierden o son borrados por ella, y si cada uno se recluye en un espacio preciso y casi nunca abandonado no es porque deseen o hayan elegido la soledad, sino porque se han rendido a su presencia poderosa y vacía, que va ocupando una por una todas las habitaciones y la longitud de todos los pasillos. Anota cada noche Minaya, enumera en su bloc: Utrera tallando improbables santos románicos en su taller, al fondo de la casa, tras el jardín; Amalia y Teresa en la cocina o en el lavadero, en las habitaciones oscuras de lo que en otro tiempo se llamó zona de servicio; Manuel encerrado durante toda la mañana en el palomar, fumando silenciosamente junto al fuego, en la biblioteca, cuando Minaya no está; doña Elvira inclinada con su lupa sobre las páginas sal ¡nadas de una revista del corazón corno sobre una caja con insectos, o tocando el piano ante el televisor que nunca mira. Náufragos, escribe Minaya, en una ciudad que ya es en sí misma y desde hace tres siglos un naufragio inmóvil, como un galeón de alta arboladura barroca arrojado a la cima de su colina por alguna antigua catástrofe del mar. Dice Medina, incrédulo erudito local, que Mágina fue primero el nombre de una apacible ciudad de mercaderes y umbrosas villas romanas tendidas en la llanura del Guadalquivir, y alguna vez el arado o el pico de los arqueólogos destierra en aquella rivera cenagosa una piedra de molino o la estatua decapitada de una divinidad púnica o íbera, pero la otra Mágina, la amurallada y alta, no fue edificada para la felicidad o la vida que fecundaban las aguas del río y la diosa sin advocación ni rostro, sino para defender una frontera militar, primero de los ejércitos cristianos y luego de los árabes que subieron desde el sur para reconquistarla y fueron vencidos junto a la muralla que ellos mismos levantaron y en una de cuyas torres más altas está ahora el reloj que mide los días de Mágina y la duración de su decadencia y su orgullo. Pues fue el orgullo, y no la prosperidad, quien edificó las iglesias con bajorrelieves de dioses paganos y combates de centauros y los palacios con patios de columnas blancas traídas de Italia, como sus arquitectos, en los tiempos ya mitológicos en que un hombre de Mágina era secretario del emperador Carlos V. Dictamen de Orlando en la plaza de Santa María, ante el palacio de aquel Vázquez de Molina que administró la hacienda de Felipe II: «Lo que más me gusta de esta ciudad es que su belleza es absolutamente inexplicable e inútil, como la de un cuerpo que uno encuentra al doblar una calle.» Ahora aquellos palacios están abandonados; son casas de vecinos, y algunas quedan, como un telón pintado, la alta fachada y las ventanas vacías que descubren un solar de escombros y columnas caídas entre los jaramagos, pero la casa blanca en la plaza de San Pedro no se parece a ninguno de ellos, porque fue levantada más de doscientos años después de que el antiguo orgullo de Mágina se extinguiera para siempre. La balaustrada de mármol que corona su fachada y los muros del jardín y las guirnaldas esculpidas en estuco blanco sobre los blancos de los balcones le dan un aire entre francés y colonial, como una serena extravagancia. En 1884, el abuelo de Manuel, don Apolonio Santos, que había sido, dicen, en su juventud, dorador de retablos, y se había marchado de la ciudad sin despedirse de nadie después de ganar doscientos duros de plata en el Casino, volvió de Cuba cargado de una fortuna tan bárbara como los medios que durante veinte años había. usado para conseguirla y se hizo construir la casa junto a un panteón neogótico en el cementerio de Mágina. Diez años después de su regreso, don Apolonio poseía el mejor palacio de la ciudad y había comprado ocho o diez mil olivos en su término, pero apenas le alcanzó la vida para disfrutar de su fortuna, porque unas fiebres mal curadas -y también, dijeron, el disgusto de ver casada a su hija menor con un escribiente sin porvenir- se lo llevaron a su tumba neogótica en el primer invierno del siglo.

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