– Le contaré algo si me promete que va a guardar el secreto. A mí nunca me pareció que la pobre Mariana fuera tan atractiva como decían. Como decían ellos, Manuel y Solana, desde luego, aunque Solana se cuidaba mucho de decirlo en voz alta. ¿Y sabe lo que tenían los dos? Un exceso de humores seminales y de literatura, y perdóneme la crudeza. Supongo que ya le han contado que Solana también estaba enamorado de ella. Desesperadamente, y desde mucho antes que Manuel, pero con la desventaja de que ya estaba casado cuando la conoció. Píamente casado por lo civil, como buen comunista que era, cristianamente remordido por la tentación de engañar al mismo tiempo a su esposa y a su mejor amigo. ¿De verdad que su padre nunca le habló de eso?
El tiempo en Mágina gira en torno a un reloj y a una estatua. El reloj en la torre de la muralla levantada por los árabes y la estatua de bronce del general Orduña, que tiene los hombros amarillos de herrumbre y huellas de palomas y nueve agujeros de bala en la cabeza y en el pecho. Cuando Minaya no ha conciliado el sueño y se revuelve en la ardua duración del insomnio, viene a rescatarlo el gran reloj de la torre que da las tres en la plaza vacía del general Orduña, donde los taxistas se adormecen tendidos en los asientos traseros de sus automóviles y un guardia sentado en el zaguán de la comisaría vigila aburridamente la puerta con los codos en las rodillas y la gorra de plato caída sobre la cara, y tal vez se sobresalta, incorporándose, cuando oye sobre su cabeza las campanadas que luego, como una resonancia más lejana y metálica, se repiten en la torre del Salvador, cuya cúpula bulbosa y de color de plomo se divisa sobre los tejados de la plaza de los Caídos, donde vive Inés. Hay entonces casi medio minuto de silencio y tiempo suspendido que concluye cuando dan las tres ya dentro de la casa, pero muy remotas todavía, en el reloj de la biblioteca, y en seguida, como si la hora fuera acercándose a Mina-ya, subiendo con pasos inaudibles las escaleras desiertas y deslizándose por el corredor ajedrezado de la galería, las tres campanadas suenan a un paso de su dormitorio, en el reloj del gabinete, y así toda la ciudad y la casa entera y la conciencia de quien no puede dormir terminan por confundirse en una única trama sumergida y bifronte, tiempo y espacio o pasado y futuro enlazados por un presente vacío, y sin embargo mesurable: ocupa, exactamente, los segundos que transcurren entre la primera campanada de la torre del general Orduña y la última que ha sonado en el gabinete.
Anchas torres coronadas de maleza, agigantadas por la soledad y la sombra, como cíclopes cuyo único ojo es el reloj que nunca duerme, vigía que avisa a todos los condenados a la lucidez sin tregua y los une en una oscura fraternidad. Enfermos socavados por el dolor, enamorados que no duermen para no desertar de una mutua memoria, asesinos que sueñan o recuerdan un crimen, amantes que han abandonado el lecho donde duerme otro cuerpo y fuman desnudos junto a los visillos estremecidos por el aire de la noche. Pero éste puede ser el último de todos los insomnios y desemboca en la muerte, y soportarlo es como caminar de noche por la última calle de una ciudad sin luz y descubrir de pronto que se ha llegado a la llanura baldía más allá de las casas.
Los frascos alineados sobre la mesa de noche, al alcance de la mano, como el vaso de agua y los cigarrillos, las cápsulas rosas y blancas, azules y blancas, azules y amarillas, delicados tonos pastel para suministrar la mínima muerte metódica que contiene cada una de ellas. Desleídos azules, amarillos, rosas, como en los últimos bocetos de Orlando, aquellas acuarelas de Mágina vista desde el sur, desde la explanada de «La Isla de Cuba», en las que la sensación de lejanía -un largo perfil de tejados y torres y casas blancas tendido sobre la cima del cerro hacia el que ascienden las hiladas grises de los olivos y el verde pálido de los trigales- era también el indicio de su distancia en el tiempo, pues no fueron pintadas la víspera de la boda, sino en el último invierno de la guerra y en una casa de Madrid medio derribada por las bombas en cuyos corredores y habitaciones con las ventanas tapiadas nunca entró una luz como la que Orlando había presenciado en Mágina en la primavera de 1937.
Entonces la plaza del general Orduña había perdido no sólo la estatua de bronce sino también el nombre escrito en las lápidas de las esquinas. Durante tres años, y hasta el día en que el general regresó de los muladares oscilando como un auriga impávido y borracho sobre la caja de un camión y custodiado por una doble fila de guardias civiles y soldados moros a caballo, se llamó plaza de la República, pero nadie usó nunca ese nombre para referirse a ella, y menos aún el del general Orduña. Era, para los habitantes de Mágina, la plaza vieja o simplemente la Plaza, y la estatua del general pertenecía a ella porque había ingresado en el orden natural de las cosas, igual que la torre del reloj y las palomas grises y los soportales donde los hombres se agrupan en las mañanas invernales de lluvia o en los atardeceres de domingo con las manos en los bolsillos de sus anchos trajes oscuros, el pelo crespo húmedo de brillantina y los cigarrillos colgados de la boca. Los grandes taxis negros como carrozas funerales se alinean bajo los árboles a un costado de la glorieta central, frente a la torre del reloj y el edificio de la comisaría. Los taxistas conversan o fuman apoyándose en los capós abombados, como acogiéndose en el tedio a la protección de la estatua del general, que los ignora, quieto y alerta en el centro de la plaza. «Uno de los hijos más preclaros de Mágina, familia nuestra, me parece», recuerda Minaya que lo decía su padre, llevándolo de la mano en cualquier domingo del olvido, después de la misa de once en el Salvador y la visita a la confitería donde con gesto magnánimo le dio una moneda para que sacara un caramelo de la gran esfera de cristal que relucía en la penumbra, manchada por la luz de la calle. Una bandada de palomas levanta bruscamente el vuelo a los pies de Minaya y va a posarse en la cabeza y en los hombros del general, y una de ellas picotea el agujero que una bala vengativa y precisa le abrió en el ojo izquierdo. Al excelentísimo señor don Juan Manuel Orduña y León de Salazar, héroe de la playa de Ixdain, Mágina, agradecida, MCMXXV, leía en voz alta su padre, y Minaya recuerda que le daba miedo contemplar la altura de la estatua y los agujeros de las balas que se habían hincado en su cabeza y su pecho y le otorgaban la apariencia de los muertos vivientes de las películas de terror. Rígido, como ellos, invulnerable a los disparos y mirando con un solo ojo no más obstinado y temible que la otra cuenca vacía, el general oscilaba sobre su peana de mármol y todo su tamaño de golem parecía que gravitara sobre Minaya. Tiene en la mano derecha unos prismáticos de bronce, y en la izquierda, adherida a la alta caña de las botas con espuelas, una fusta o un sable que hace ademán de levantar;. Indiferente a las palomas y al olvido, el general tiene su único ojo clavado en el sur, en la calle recta que baja desde la plaza, costeando las ruinas de la muralla, hasta los terraplenes de los vertederos y las huertas y el lejano azul de Sierra Mágina, como si allí, en ese alzado horizonte que tiene en los días de lluvia la bruma cárdena del Guadarrama de Velázquez, vislumbrara un objetivo militar ya inalcanzable, una columna de humo blanco que descifrará con los prismáticos antes de levantar la fusta o el sable y de gritar una temeraria orden de heroísmo.
– Son balazos, hijo mío -dijo su padre, solemne y pedagógico-. Como no podían fusilar al general Orduña, porque ya estaba muerto, fusilaron la estatua, los muy imbéciles.
Llegaron en desordenada formación de monos azules y alpargatas, con guerreras sin abrochar sobre las camisas blancas, con pantalones militares atados con una cuerda a la cintura y gorros de miliciano y cascos ladeados o caídos sobre la nuca. Traían viejos mosquetones de la guerra de Cuba y máuseres robados en el asalto al cuartel de la guardia civil, y algunos, sobre todo las mujeres, no agitaban otras armas que sus puños alzados y sus voces que repetían un himno libertario. Alguien gritó silencio y los hombres mejor armados se alinearon frente a la estatua, echándose a la cara los mosquetones. Había caído sobre la plaza entera y sobre la multitud que aguardaba en los soportales un silencio como de ejecución. El primer disparo acertó al general Orduña en la frente, y su estampido hizo huir a todas las palomas, que volaron despavoridas hacia los aleros y se extraviaban en el aire cada vez que sonaba una descarga recibida por la multitud con un vasto y único grito. Cuando callaron los fusiles, un hombre que llevaba una larga soga de cáñamo se abrió paso entre el pelotón y lanzó un dogal certero a la cabeza nueve veces horadada de la estatua, reclamando la ayuda de los otros que se terciaron los fusiles y se unieron a su esfuerzo para derribar la efigie del general. Tensa la soga, cerrado el nudo áspero alrededor del torso hueco, que había retumbado al recibir las balas como una gran campana herida, el general Orduña se balanceó muy despacio, todavía vertical y no del todo humillado, y luego osciló y rodó por fin con estruendo de bronce arrastrando en su lenta caída el pedestal de mármol qué se deshizo en esquirlas sobre las losas de la plaza. Ajustaron el nudo corredizo al cuello de la estatua y la arrastraron rebotando sobre los adoquines de la ciudad hasta despeñarla en el precipicio de los muladares. Tres años después, una brigada municipal anduvo una semana entera buscándola entre la basura y los escombros, y antes de levantar al general Orduña sobre una nueva peana, hombres de bata blanca venidos desde Madrid -en Mágina los llamaron en seguida médicos de estatuas- corrigieron las abolladuras y limpiaron el bronce, pero a nadie se le ocurrió tapar los agujeros que salpicaban como cicatrices la frente, los ojos, la boca firme, el cuello altivo y el pecho blindado de medallas del general. El mismo día en que volvió a erigirse su estatua sobre el basamento vacío durante tres años sonaron de nuevo las campanas en el reloj de la torre, porque los hombres que derribaron al general habían disparado también contra su esfera blanca, cuyas agujas inmóviles marcaron así la hora justa en que rodó la estatua y en que Mágina ingresó en el tiempo exaltado y voraz de la guerra.
«Eso fue lo primero que debió advertir cuando llegó a la ciudad después de diez años», piensa Minaya en la plaza, escribe luego, esa noche, en el cuaderno de notas que Inés puntualmente abre y examina cada mañana, cuando entra a limpiar su dormitorio, «y lo que le dio la medida de la derrota y de su condena, que no había terminado al salir de la cárcel: no sólo la bandera roja y amarilla que colgaba ahora en el balcón de la comisaría, sino también la estatua regresada y el reloj que únicamente volvió a señalar las horas cuando la ciudad fue vencida». Como Solana, imaginando lo que él hizo o temió, rehuye las calles transitadas y baja hacia la muralla del sur por callejones empedrados y de tapias blancas que conducen a plazas íntimas con palacios abandonados del siglo XVI y altos álamos estremecidos por los pájaros, a esa oculta plaza de San Lorenzo donde está la casa en la que nació y vivió Jacinto Solana y ante cuya puerta se detuvo en un amanecer de enero de 1947. Desde las puertas entornadas, desde las ventanas abiertas por las que llega a la plaza la música de una novela de la radio, mujeres atentas miran a Minaya, se interrogan entre sí señalando al extranjero, que está parado bajo los álamos y mira uno por uno todos los portales, como si buscara a alguien o anduviera perdido en la ciudad. Así lo miraron a él cuando llegó, y tal vez no lo reconocieron porque estaba enfermo y envejecido y habían pasado diez años desde la última vez que lo vieron en Mágina. Así, lento el paso y la cabeza baja, llegó a la casa de su padre y vio la puerta y los balcones cerrados que nadie abrió cuando sonaron sus golpes en el llamador. El número tres, dijo Manuel, la casa del rincón, la que tiene sobre el dintel un escudo con la cruz de Santiago y una media luna. La casa de hondos corrales y graneros donde él se escondía tras los sacos de trigo para leer los libros que le dejaba Manuel, que tenían, como la biblioteca, ese olor profundo a tiempo sosegado y a dinero que lo aislaba de su propia vida y de los gritos de su padre llamándolo desde el portal para que bajara a limpiar la cuadra o a echar el pienso a los animales. En su casa no existía el dorado prodigio de la luz eléctrica, y cuando sus padres subían a acostarse llevaban consigo el quinqué cuya claridad amarilla y grasienta oscilaba entre sus voces dormidas y prolongaba sus sombras en el hueco de la escalera, y él se quedaba solo en la cocina, alumbrado por las ascuas del fuego y la vela que encendía para seguir leyendo las aventuras del capitán Grant o de Henry Morton Stanley o los viajes de Burton y Speke a las fuentes del Nilo hasta que sus ojos se cerraban. A tientas subía a su habitación y desde la cama escuchaba la tos y los ronquidos de su padre, que caía en el sueño con la misma resolución brutal con que se entregaba al trabajo, y apenas se había dormido hundiéndose en el colchón de hojas de maíz como en un lecho de arena, cuando ya su padre golpeaba la puerta y lo llamaba porque iba a amanecer y era preciso levantarse y aparejar a la yegua blanca y llevarla a la huerta por el camino que se iniciaba en la puerta gótica de la muralla. Se ataba a la espalda la cartera y ya era pleno día cuando regresaba a la ciudad corriendo por las veredas de los terraplenes para llegar a tiempo a la escuela, donde Manuel, rubio y limpio y recién levantado, lo esperaba para copiar los deberes de composición y aritmética de su cuaderno.