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Desde más arriba, desde las ventanas circulares del último piso, Jacinto Solana había contemplado la plaza en el invierno de 1947, la noche quieta como un pozo en la que sólo estaba encendida la luz insomne del refugio que Manuel le había preparado y que no le bastó para concluir su libro ni para escapar a la persecución de sus verdugos. La cama de hierro con el somier desnudo, vio Minaya, la mesa junto a la ventana donde estuvo la máquina de escribir, los cajones vacíos que alguna vez contuvieron la pluma y las hojas en blanco o escritas con la misma letra avariciosa y casi indescifrable que trazó en el reverso del retrato de Mariana las palabras veladas y precisas como un augurio de su Invitación. Al otro lado de las ventanas circulares y de los balcones con celosía estaba la misma ciudad que miraron sus ojos y que había permanecido en su memoria como un paraíso vengativo durante los dos últimos años de la guerra y los ocho años que pasó en la cárcel esperando primero la muerte y luego la libertad tan remota que ya no sabía imaginarla. Mágina, detenida y alta en la proa de una colina demasiado lejos del Guadalquivir, tan hermosa como una cualquiera de sus estatuas de mármol, como las cariátides de color de arena, con un pecho desnudo, que sostienen en las fachadas de los palacios los escudos de quienes las legaron a la ciudad como una herencia inútil, inmerecida y pagana. Disuelta en la ciudad, contenida en ella como un delgado caudal que transcurría invisible y casi nunca llegaba a rozar del todo su conciencia, estaba la vida primera de Minaya, pero había una zona de bruma más allá de los territorios finales de su memoria que sin solución de continuidad se iba confundiendo con la de Jacinto Solana. Lo sentía en la casa, igual que llegó a sentir la cercanía de Inés antes de que su oído o sus ojos se la anunciaran, lo adivinaba atento al otro lado de las cosas, presenciándolo todo con la misma indolencia renegada o irónica que había en su mirada la mañana que le hicieron la foto de la biblioteca. Porque estaba en la ciudad y en la casa y en los paisajes de tejados o colinas azules que las circundaban, pero sobre todo en la biblioteca, en las dedicatorias de los libros que enviaba a Manuel desde Madrid y que a veces surgían ante Minaya como una advertencia de que él. Solana, seguía presente allí, no sólo en el recuerdo o en la imaginación de los vivos, sino también en el espacio y la materia que lo habían sobrevivido, tan perdurable y tenue como la huella fosilizada de un animal o de la hoja de un árbol que ya no existen en el mundo.

– Si vieras -dijo Manuel- la expresión de sus ojos cuando entró por primera vez en la biblioteca. Mi madre había ido a pasar unos días en «La Isla de Cuba» y mi padre estaba en Madrid, en el Congreso de los Diputados, y durante una semana la casa entera fue para nosotros. Teníamos once o doce años, y Solana, al entrar en el patio, se quedó muy quieto y callado, como si le diera miedo seguir avanzando. Esto es como una iglesia, me dijo, pero en realidad no era la casa lo que le interesaba, sino el lugar de donde salían los libros que yo le dejaba a escondidas de mi madre, y que él leía con una rapidez que a mí siempre me desconcertó, porque lo hacía de noche y a la luz de una vela, cuando sus padres se acostaban. En su casa había un solo libro. Se llamaba, me acuerdo, Rosa María o la Flor de los amores, un folletín en tres volúmenes que Solana leyó a los diez años y por el que guardó siempre una especie de gratitud. «Qué más quisiera yo que escribir algo parecido a esas dos mil páginas de infortunios» me decía. Entró en la biblioteca como si se internara en la cueva de un tesoro, y no se atrevía a tocar los libros, sólo los miraba, o les pasaba la mano delicadamente, como si acariciara a un animal.

Los labios apretados, la rabia oscura y el odio lúcido y precoz contra la vida que le negaba esa casa y esa biblioteca, la voluntad de rebelarse contra todo y huir de Mágina y de su padre y de las dos hectáreas de tierra y del porvenir en que su padre quería confinarlo. No era el amor a los libros lo que le hizo apretar los puños y emboscarse en el silencio en medio del salón que olía a cuero y a madera barnizada, sino la conciencia de la sucia escasez en que había nacido y de la fatiga animal del trabajo al que se sabía condenado. Los libros, como el brillo opaco de los muebles y las lámparas doradas y la cofia blanca y el delantal almidonado de la mujer que les sirvió el chocolate de la merienda en tazones de porcelana con dibujos de paisajes azules, eran sólo la medida o el signo de su deseo de huir para calcular muy lejos su futura venganza, apetecida y tramada cuando leía en los libros el regreso del conde de Montecristo. Manuel, alarmado por su silencio, le propuso que subiera con él a las habitaciones de arriba, pero en aquel instante Solana se había convertido en un extraño. Subió corriendo, para incitarlo a que lo siguiera, pero desde la baranda de la galería vio que Jacinto Solana estaba mirándose en el espejo del primer rellano, ajeno a él y a su voz y a todo lo que tan ansiosamente deseaba ofrecerle para no perder la amistad que por primera vez sentía en peligro desde que se conocieron. Solana miraba en el espejo su cabeza rapada y sus alpargatas de cáñamo y la chaqueta gris que había sido de su padre, señales de la afrenta contra la que sólo podía defenderse imaginando con obstinado fervor un futuro en el que sería viajero rico y misterioso e implacable con sus enemigos o corresponsal y héroe en una guerra de la que regresaría para humillar a sus pies a todos los que ahora se confabulaban contra su talento y su orgullo. Manuel no vio sus lágrimas ante el espejo ni entendió su silencio, pero medio siglo después recordaba aún con qué hostil resolución Jacinto Solana le había dicho que alguna vez también estarían en esa biblioteca los libros que él iba a escribir.

Beatus Ille, pensó Minaya, qué alta vida y oficio deseó hasta su muerte y no tuvo nunca. No estaban sus libros, pero sí, como arañazos de sombra, sus palabras y sus ojos contemplando obsesivamente desde la repisa de la chimenea el espacio de serena penumbra y volúmenes alineados que no llegó a alcanzar. Tachones o arañazos de su mala letra aparecidos de pronto en los márgenes de una novela que Minaya hojeaba por el solo placer de tocar las páginas y mirar los grabados románticos que a veces las interrumpían. Estaba catalogando los hermosos volúmenes de la primera edición francesa de los Viajes extraordinarios -el padre de Manuel, muy devoto de Verne, debió comprarlos en París hacia principios de siglo- cuando advirtió que faltaba La isla misteriosa. Inútilmente buscó el libro en todos los anaqueles y preguntó a Manuel, que no recordaba haberlo visto. Una mañana, cuando entró en la biblioteca, Inés ya estaba allí, limpiando el polvo de las estanterías y los muebles y renovando las botellas de la licorera. La isla misteriosa estaba sobre la mesa de Minaya.

– Lo he traído yo -dijo Inés-. Anoche terminé de leerlo.

– Pero está en francés -dijo Minaya, y en seguida se arrepintió de haberlo dicho, porque ella dejó a un lado el plumero y se lo quedó mirando con una expresión de burla impasible en sus ojos castaños. -Ya lo sé.

Para eludir su vergüenza, Minaya fingió un súbito interés por el trabajo y no dejó de escribir en las tarjetas del fichero hasta que Inés se marceó de la biblioteca. Así lo dejaría siempre, tantas veces, sumido en el estupor, parado al filo de una revelación que nunca lograba y asediado por el deseo no sólo de su cuerpo, sino sobre todo de lo que su cuerpo y su mirada encubrían, porque en ella las caricias y los sedientos besos y la quietud fatigada y final eran el antifaz y el cebo que la ocultaban a Minaya, de tal modo que cada límite del deseo que traspasaba con ella no era su consumación apaciguadora, sino un impulso para avanzar todavía más hondo y arrancar los velos de silencio o palabras que se imponían inagotablemente Sobre la conciencia de Inés. Pero la sensación de avanzar era del todo ilusoria, pues no se trataba de veladuras sucesivas que alguna vez terminarían en el rostro verdadero y desconocido de Inés, sino de una sola, reiterada, inmóvil, los ojos y la boca y los delgados labios que apretaba para disculparse o sonreír, la voz y el rostro que Minaya nunca lograba fijar perdurablemente en la memoria. Pasó despacio las anchas hojas amarillas de La isla misteriosa y se detuvo en el último grabado: cuando los náufragos acaban de abandonar el Nautilus, huyendo de la erupción que arrasará la isla, el capitán Nemo agoniza solo en el esplendor de su biblioteca sumergida. Había una nota manuscrita al pie del grabado, y a Minaya le costó descifrarla, porque la tinta azul estaba casi desvanecida. «11-3-47. Quién hubiera tenido el coraje de ser el capitán Nemo. Mi nombre es nadie, dice Ulises, y eso lo salva del Cíclope. JS.»

Pero entre él y las palabras escritas por Jacinto Solana, que tenían siempre la cualidad de una voz, estaba ahora Inés, burlándose de su torpeza, y el libro que ella había traído era la prueba de su ironía y su ausencia, pues Minaya se encontraba aún en ese trance en que el deseo, no revelado todavía en su tramposa plenitud, avanza como un enemigo nocturno y hace cómplices suyos a todas las cosas, que ya se convierten en emisarios o signos de la criatura que las ha tocado o a la que pertenecen. El caserón en la plaza de los Caídos, una camisa de Inés en los tendedores del jardín, su abrigo, su pañuelo rosa en el perchero, la cama y el vaso de agua en la mesa de noche de la habitación donde dormía cuando se quedaba en la casa, el sofá de cuero donde la besó por primera vez a principios de marzo, el dibujo de Orlando que cayó al suelo, interrumpiendo la fiebre mutua del abrazo con su estrépito de cristales rotos, cuando ella lo empujó con sus caderas contra la pared y lo besó en la boca con los ojos cerrados. Como si el ruido del cristal lo hubiera despertado de un sueño, Minaya abrió los ojos y vio ante sí los párpados entornados y las aletas ansiosas de la nariz de Inés, que no dejaba de besarlo. Por un momento temió que alguien hubiera entrado en la biblioteca, y se apartó de la muchacha, que aún gimió en una blanda protesta y luego abrió los ojos sonriéndole con sus labios húmedos y encendidos por el beso.

– No te preocupes. Le diré a don Manuel que el dibujo se cayó al suelo cuando lo estaba limpiando.

Al recogerlo, Minaya vio que había algo escrito en el reverso. Invitación, leyó, y era otra vez la letra minúscula, reconocida, furiosa, que unas semanas antes había encontrado en la novela de Julio Verne y que muy pronto habría de perseguir clandestinamente por los cajones más escondidos de la casa, delgado hilo de tinta y caudal no escuchado por nadie que sólo a él lo conducía, y no hacia la clave del laberinto que por entonces ya empezaba a imaginar, sino hacia la trampa que él mismo estaba tendiéndose con su indagación. Vio la mesa, el espejo, las manos sobre el papel, la pluma que iba trazando sin vacilación ni sosiego los últimos versos que escribió Jacinto Solana sin darse cuenta hasta el final de que la hoja que había usado era la misma donde dibujó Orlando el retrato de Mariana. Esa noche, cuando Minaya entró en la biblioteca después de cenar, el dibujo estaba otra vez en su sitio y tenía un cristal nuevo. Sentado frente a él, meditativo y plácido, Medina lo examinaba con el aire atento de quien sospecha una falsificación.

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