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Un año antes de la desaparición de Luzmila vino a vivir con la portera una sobrinilla del pueblo, hija de una hermana menor, llamada Rosa, que había fallecido de un tantarantán que le dio un mulo (o el marido, la cosa nunca estuvo clara). La sobrina acababa de cumplir veinte años, aunque representaba dieciséis. Se llamaba Dorita, como la portera, y parecía un chico listo. Precisamente por ser lista y parecer un chico listo consiguió en el pueblo el empleo de las incubadoras. La mujer del encargado nunca hubiera dejado que una hembra de más porte se acercara al marido, pero Dorita era tan poquita cosa que se coló a la primera. Colarse en los sitios empezó ese día a ser parte de la figura de Dorita. Lo de las incubadoras era un trabajo fácil (aunque de poco dormir), y entre Dorita (que tenia algo de larva en la figura) y las vicisitudes higrométricas de los huevos alineados por millares en bandejas, se estableció inmediatamente una como afinidad natural. Todo fue bien hasta que apareció en escena el representante de productos agrícolas, un sujeto de media edad, algo gordo y baboso, que le dio veinte duros y un paquete de Chester por dejar Dorita que se la lamiera. A partir de ahí -nunca entendió nadie bien por qué- todo empezó a ir de mazo en calabazo y Dorita, cuando la madre murió del patadón del mulo o del marido, se vino a Madrid a casa de la tía.

Dorita callejeó por Madrid un poco pensando en colocarse y un mucho pensando en no colocarse y ver en cambio lo bonita que es la capital. Hasta que un día dio en un cine de la calle de Carretas con uno parecido al representante de productos agrícolas y se ganó allí mismo los segundos veinte duros. Y de cine en cine y de maña en maña se propagó la homología por toda la vida de Dorita hasta no dejarle tiempo apenas para pensar un poco en colocarse. Eran siempre figuras parecidas de señores suaves, fondones, paternales, que no se entendían del todo a sí mismos y que invariablemente se avergonzaban de sí mismos cuando aquello terminaba. Siempre parecían asustados o solitarios. Siempre decían «no te puedo dar mucho», pero siempre pagaban muy de prisa lo poco que prometían al principio. Al final se deshacían sin dejar rastro. Por eso, entre otras cosas, era tan bueno aquel empleo de Dorita. «Me pasan a mí unos casos -pensaba regocijada- que ni "El Caso".» Y todas las semanas leía, de hecho, Dorita, «El Caso», en busca de uno parecido al suyo sin acabar de encontrarlo. Dorita y sus acompañantes coinciden en sólo poder percibirse mutuamente como invencible realidad.

En este segundo Madrid irreal, de picaresca revenida, que como una segunda naturaleza cubre el Madrid real, se le iba a Dorita el dinero, en todo, como agua. En cosas raras que se venden en las calles, en esmaltes de las uñas llegó a coleccionar cientos de frascos. Seguía pareciendo la misma Dorita en guardapolvo de las incubadoras, sólo que ahora no llevaba guardapolvo sino una especie de blusón largo y pantalones. Cuando llevaba pantalones, todavía parecía más un chico listo y hasta hubo equívocos de maricas que la seguían por eso. Y lo que decía su tía: que era poco mirada. Lo cual era verdad, pero no sólo en el sentido monetario en que lo decía su tía, sino también en el sentido de que a Dorita apenas se la veía ir y venir. Este carácter lábil de la figura de Dorita impregnará su existencia entera. Según la portera, era una ventaja tenerla en casa porque «ésta es lista como el hambre y tira para casa». Y la verdad es que en casa dejaba Dorita un tanto semanal para la comida y la cama. Y lo que decía la portera a las que preguntaban: «Que es que se tiene a alguien con una por las noches.» Dorita, pues, se estableció firmemente con su tía e iba -según todas las apariencias- aprendiendo de peluquera en una peluquería de la calle de Atarazanas. Esta precisa y cuidadosa mentira, como Dorita esperaba, había tranquilizado a su tía por completo.

Dorita y Luzmila se encontraron una noche en la puerta del retrete. Fue pura casualidad porque podían no haberse encontrado jamás y este relato no depende de ese encuentro en nada que no sea accidental.

El retrete da a un descansillo dos escalones más abajo que la buhardilla de Luzmila y tres más alto que la cocina de la portera. Es un lugar angosto, alto, con un ventanillo arriba a ras de techo y una bombilla, cagada de moscas, balanceándose, y como mirándose en el tazón mortuorio. Luzmila estaba dentro del retrete cuando giró, movido desde afuera, el picaporte. Luzmila se apresuró a salir en seguida. «Usted perdone», dijo sin mirar al salir, y pasó de largo, alta y hueca, con el abrigo puesto encima del camisón largo. Pero Dorita, que era sociable por naturaleza (y que había ya tratado sin éxito de abordar a Luzmila por pura curiosidad en otras ocasiones), se agarró esta vez al brazo de Luzmila y dijo: «Perdone las prisas, pero no sé qué he comido que estoy que me voy sola.» Luzmila subió a su habitación agitada y contenta. La noche siguiente Dorita se coló en la habitación y dijo: «Me vengo aquí de palique porque estoy de mi tía hasta el gorro.» Luego se hizo la costumbre de que Dorita viniera cada noche. Y Luzmila se acostumbró a esa costumbre y la costumbre, como siempre pasa, la entrampó miserablemente. Dorita charlaba sentada a los pies de la cama e intercalaba trozos de sus aventuras en la charla y se divertía viendo volvérsele la vida, al hablar de ella; un caso. «A mí follar, no creas, no me gusta -contaba-. Algunos lo primero te maman y sobarte y luego los hay los que te cuentan, a los tacaños les da por el novelón, y uno, oye, me dio suavecín todo por el culo como un supositorio y me dijo que no lo sabía hacer de otra manera; si es que la vida es, vamos, de película de miedo.»

Dorita contaba aquellas historias con el tono de voz con que se cuentan curiosidades o chismes y Luzmila llegó a acostumbrarse a ellas sin entenderlas muy bien, como nos acostumbramos a los vecinos sin llegar a entenderlos nunca.

Por aquel entonces tuvo Luzmila un tropiezo que clausuró aún más, si cabe, su vida y la llevó a depender del todo de la compañía infirme de Dorita. A don Antonio el Comulguero le llamaban el Comulguero porque daba la comunión cada diez minutos durante toda la mañana en la capilla de la Virgen del Perpetuo Socorro. Decía misa temprano y luego ya se quedaba en el reclinatorio del altar mayor con la estola puesta y una media casulla sin planchar que le marcaba la cargazón de espaldas. Había siempre, pues, en esa iglesia una fila india, como la cola de la carne, de comulgantes a la espera de don Antonio el Comulguero. Con la práctica había adquirido don Antonio una manera abreviada de decir el Corpus Domini Nostri de un tirón, en una sola palabra, y un sistema de reflejos condicionados que le hacían saltar a dar la comunión tan pronto como veía un bulto arrodillándose ante el altar de la Virgen del Perpetuo Socorro. Así es que, como iba don Antonio al bulto más que a otra cosa, le era fácil a Luzmila comulgar como todo el mundo con la comunión de la misa y luego otra vez u otras dos veces en las comuniones de don Antonio el Comulguero. Pero a don Antonio el Comulguero le llegó el retiro y vino a sustituirle un cura en pompa, fisgón y estudioso, que preparaba la oposición de canonjías y que aprovechaba los espacios entre misas, bendiciones, confesiones, novenas y rosarios para preparar los temas. Solía sentarse en un confesionario céntrico con un bombillón encendido cuya luz iluminaba la garita como un escenario de títeres, y entre tema y tema y ficha y ficha observaba a los devotos y devotas. Llegó a conocerlos a todos, uno por uno, y como era memorioso por naturaleza, además de fijón, llegó un momento en que tenía que hacer exámenes especiales de conciencia, como purgas, para olvidarse de las infimitas necedades en que se había ido fijando sin fijarse, junto con los artículos de la Suma Teológica, y que ahora no se le iban de la cabeza. El caballero del pelo cano con pinta de ordenanza del Banco de Vizcaya, la dama esponjosa que viene a misa sin pintar (Dios la bendiga) y que reza tres rosarios en lo que va del lavabo al último evangelio, la viuda que se pasa la misa buscando la misa en el misal, la niña con las botitas de agua, un chico guapito como San Estanislao que viene piadosísimo todas las mañanas menos los viernes y se arrodilla siempre debajo de la Séptima Estación. Y esa mujer alta, encorvada, que comulga dos veces. La primera vez lo dejó pasar creyendo haberse confundido. La segunda vez saltó como un diablo encima de Luzmila, que se tragó su segundo Niño Jesús del susto y que salió de la iglesia al poco rato con terror indecible y si haber entendido una palabra. Nadie ha visto a Luzmila dos veces seguidas ni una sola vez detenidamente. Cuando nunca más se sepa de ella, no será mucho más invisible, o mucho menos, que antes.

Una tarde Luzmila llegó a casa temprano. Al intentar abrir la puerta y descubrir que estaba corrido el pestillo por dentro, empezó a gritos. Aporreaba la puerta y gritaba. Dorita abrió desde dentro. Luzmila al entrar vio al hombre vistiéndose precipitadamente, escapando envuelto en el lío de la chaqueta y la gabardina echadas sobre los hombros. Dorita salió corriendo detrás. Luzmila se sentó en la cama sin quitarse el abrigo. Llegaba hasta la habitación el rumor de la atardecida urbana, el fosco invierno amarillento, castellano. Se veían las tejas verdosas del tejado muy cerca de la cabecera de la cama, como un despeñadero. Dorita estuvo dos semanas sin venir. Y Luzmila anduvo desparramada y confusa como un hormiguero

Enflaqueció y parecía más ensimismada cada vez o más gris. Es difícil decir si era color lo que Luzmila visiblemente iba perdiendo o corporeidad o entidad o bulto. Quizá ni siquiera sufría porque quizá el dolor tiene para Luzmila la misma estructura tenaz de los objetos materiales a cuya gravedad insoslayables nos acostumbramos al nacer y ya no son ni siquiera obstáculos.

Al cabo de dos semanas volvió Dorita llorosa, contando que algo era un apuro horrible y lo que yo te quiero Luzmila y esto ha sido la primera vez. Dorita se creía hasta tal punto su propia mentira, que lloraba a lágrima viva y decía: «Luzmila, mira como lloro», queriendo hacer notar a Luzmila que siempre hay algo bueno en quien llora. Un esfuerzo en realidad en vano: Dorita y el Niño Jesús de Praga aparecían en la conciencia de Luzmila más allá o más acá del momento judicativo (al fin y al cabo nuestras creencias son estructuras judicativas acerca de objetos reales, posibles o imposibles). Los dos eran parte de la última brizna de identidad que le quedaba a Luzmila. Por lo demás, Luzmila no tuvo ni siquiera ocasión de enjuiciar la historia porque apenas había prestado atención a ella. Lo único que de hecho vio y oyó fue que Dorita pedía perdón, aunque Luzmila no sabía por qué (puesto que el incidente de dos semanas atrás no se conectaba causalmente en la imaginación de Luzmila con el incidente que ahora presenciaba). A Luzmila le había desconcertado terriblemente la ausencia de Dorita; con desconcierto puro; no como aquello que trastorna un plan o un proyecto determinado, sino como aquello que desconcierta pura y simplemente. Este puro desconcierto se cancelaba automáticamente ahora con la pura alegría sin objeto de la vuelta de Dorita, como dos cosas cuantitativa y cualitativamente iguales se cancelan entre sí. «Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» Esta frase había sorprendido siempre a Luzmila porque Luzmila nunca había llegado a descubrir del todo quiénes podían ser en este mundo sus deudores. Luzmila pensaba que nadie le debía nada. Ni los deudores ni los enemigos entran en la verdadera soledad. Ahí sólo entra la enemistad sin enemigos y la falta sin culpables. No hizo falta, pues, que Luzmila perdonara a Dorita. Y le regaló en esa ocasión trescientas pesetas y Dorita vio el sobre de billetes de banco de Luzmila. Se asombró tantísimo Dorita al verlo, que pudo verse la espalda del silencio encorvándose y los claros de las arboledas del polvo del cuarto de Luzmila brillando como nevadas de alfileres fantasmas.

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