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Bienaventurados aquellos que caminan

por inmaculados caminos

que caminan a lo largo de la ley del Señor.

Haz que entienda tus mandamientos

Haz, Señor, que sea yo capaz

de pensar en tus maravillas.

De mi alma que encorva la tristeza,

levántame con tu palabra.

Apártame de las sendas de las mentiras

y enséñame cosas dulcemente.

Porque yo elegí el camino de la verdad,

Señor, yo elegí la verdad a todo trance.

Hice mías tus leyes y tus fuerzas.

Estoy perdido estoy atado a tus mandamientos.

Oh Señor, no permitas que se confunda tu siervo.

Tu inútil inútil inútil siervo.

Don Gerardo se acuesta y se duerme de un tirón esa noche. Ahora es el día siguiente. Este es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre. Y cada vez que hagáis esto hacedlo sencillamente en memoria mía. No te recuerdo, Señor. Lo he olvidado todo. Las monjitas vienen de dos en dos. Veladas. Y se arrodillan. Quizá en estos diecisiete años han cambiado, se han odiado, se han enamorado o se han muerto. Siempre parece que hay las mismas treinta y cinco. Rezan a coro todas las mañanitas y, porque no fueron nunca monjas místicas sino de la enseñanza, todas las mañanitas suena su coro al coro de la tabla de multiplicar. Nunca ha tenido don Gerardo nada que ver con ellas. Sirve el Pan de Vida por las mañanas y permanece al margen hasta la bendición y el rosario de la tarde. Parece que fue ayer cuando llegaron don Gerardo y su madre. Parece que fue ayer cuando era niño y se quería ir del pueblo al seminario porque en el seminario se era al menos un poco más que el hijo gordo de un labriego pobre y flaco. A veces el cielo se vuelve de menta muy clara como un árbol. Hoy es uno de esos días. Don Gerardo se sienta a desayunar.

– Estamos sin agua, Gerardo -dice su madre al ponerle delante la taza de café solo. Sin agua. Siempre es lo mismo. Ellos y los jardineros reciben el agua del depósito de las monjas. La llave de paso está en la cocina de los jardineros. En realidad no hay motivo alguno para cerrar nunca esa llave, pero como se trata de una instalación anticuada y el suministro de agua es relativamente limitado en esa región y Matilde es indeciblemente amiga de baños y fregados; «a mí me gusta oírla al agua a chorros -dice-, que corra como loca y no esta miseria de aquí de esas tacañas…» (porque Matilde mantiene a todo trance que las monjitas son de puño en rostro, y que millones tienen y las joyas de las arcas), por eso Matilde ha hecho que se instale un tanque en la cocina, que tiene siempre lleno «para tener un extra en previsión», y con frecuencia se olvida o hace que se olvida, una vez lleno el tanquecillo, de volver a abrir la llave de paso que conduce el agua al piso del cura y de su madre.

– Ahora le diré al bajar, madre.

¡Qué extraña humillación es ésta! -piensa don Gerardo casi animándose, divirtiéndose casi al pensarlo, este tener que pedir por favor a Matilde que no se olvide abrir la llave de paso de nuestra agua y qué extraña es, sobre todo, la humillación de saber que pueda ella, si le da la gana, cerrarla y esperarse a que baje el cura, más distante que nunca al acercarse, a pedir por favor que abra ella el agua para que suba al segundo piso de la casa. Es tan compleja la humillación que casi no parece ya serlo. Parece casi un ejercicio oscuro, abstracto, literario, en humillaciones, paciencias y virtudes. Parece un juego casi, un modo irreal de ser y estar a prueba justo en la medida en que es tan vigorosamente real como las lágrimas de picar cebolla. Al bajar se acerca a la puerta de Matilde y sacude una vez, con cierta firmeza, la aldabilla. Como era de esperar tiene que esperarse un buen rato. Relee la placa de la puerta. «Remigio Velarde. Jardinero-Técnico Horticultor.» Vuelve por fin a llamar otra vez y dice, sintiéndose, como mil veces antes que ésta, ridículo al decirlo en voz alta: «Soy don Gerardo.» Matilde se oye adentro.

– Ya voy, ya voy -vocea. Se oye el chancleteo hembra de la Matilde. Abre la puerta. Tufo de jabón de tocador o lo que sea. Se ve la cabeza de Matilde envuelta en una toalla, el tinte corrido de la cara blanca que los ojos negros pesadamente perturban.

– Haría usted el favor… -empieza don Gerardo, como otras veces de abrir la llave de paso que estamos sin agua.

Matilde no contesta en seguida. Siempre se calla lo primero en esas ocasiones y mira muy despacio a quien le habla. Es un buen truco, y Matilde lo sabe de sobra. Es el truco de sus días de mal norte, cuando el tedio se le encarama tripa arriba como una gran rata.

– ¿El agua? ¿Qué agua? ¿Que se ha cortao el agua? ¡Pues bien!.

– La llave de paso, que a lo mejor se olvidó usted de abrirla como la otra vez.

– ¡Ah, la llave de paso! ¡Haberlo dicho! ¡Será que se me olvidó con las prisas!

Don Gerardo sale a la calle y piensa: «Esta tarde iré de paseo al pinar.» Laureles del mediodía marítimo imitan la levedad del cielo. Pero esta tarde don Gerardo se queda en casa hasta que pasa, como un malestar, la hora de su paseo. Y cuando por fin sale -pasear es, entre otras cosas, para don Gerardo «prescripción facultativa»- no va hacia el pinar, hacia el verdor rumoreante, oscuro, de las dunas, sino hacia el otro lado que es sin fisonomía porque los sitios de playa cobran fisonomía en función de la playa.

Atardecer del día siguiente. Don Gerardo paseando hacia el pinar. «Por poco tiempo aún está la luz en medio de vosotros. Caminad mientras tenéis luz para que no os sorprendan las tinieblas, porque el que camina en tinieblas no sabe dónde va. Mientras tenéis luz creed en la luz para que seáis hijos de la luz.» Camina lentamente. El abultado bulto de su sombra se le adelanta. Todas las cosas se vuelven hacia el fin. La arena del sendero, entre las dunas, se ha vuelto secreta entre la hierba. Don Gerardo tropieza con algo en el suelo y se detiene. Piensa: ya es tarde para volver. El pinar se alza no mucho más de doscientos metros frente a él, y los troncos delgados entrecruzándose tejen -por un instante- una red en el aire nocturno. Don Gerardo aspira profundamente el aire salitroso. El viento, peces o pájaros vespertinos surcan aéreos ojos de las agujas secas. Todo el pinar a intervalos se estremece y varía. Ahora la red sumiéndose en las aguas nocturnas. El mar no dice nada, no significa nada, no recuerda nada. Todo deshaciéndose para siempre en su incontable pérdida. Don Gerardo recorre los doscientos metros restantes y entra en el bosquecillo. El pinar se alza sobre un lomo saliente que por un lado se inclina hacia el convento y la vivienda de don Gerardo y por otro, bruscamente, clareándose a corros, hacia la playa. Ahí suelen venir de merienda en los veranos los cochecillos de Valerna. Don Gerardo no suele llegar en su paseo vespertino hasta tan lejos. Se ve la garita de los carabineros. Don Gerardo recuerda ahora la última visita que hizo a esa garita. Había cagadas recientes y olor a mierda seca y a ortigas. El suelo de terrazo roto a corros, una ventana era sólo un boquete y la otra, la que da al poniente, tenía todos sus cristales. La ventana que da al poniente tiene ahora un reflejo rojo. Por dentro era un cuarto grande. Justo al lado de la puerta había un ortigal grande. Hay una cocina con dos placas y él se sentó ahí en medio, de media anqueta, sobre la cocina derruida a fumar un pitillo y se le hizo un roto la sotana.

– Hola.

Don Gerardo se vuelve asustado. Uno de los muchachos, pero no el de la víspera, se le ha venido encima por la espalda. Lleva una especie de saco al hombro. Otra figura justo detrás de él.

– Buenas… tardes. Me dieron ustedes un susto.

– Y usted a nosotros.

– Es el que me cogió el otro día -dice la segunda figura.

– Vine dando un paseo.

Al decir esto don Gerardo tiene la sensación de estar inventando una disculpa. Queda sólo un gajo de sol al fondo. Transparencia del aire. Don Gerardo se tranquiliza de pronto. Entran los tres en la garita. Uno de los muchachos enciende una vela.

– Siéntese usted, está usted en su casa.

Don Gerardo se sienta. Ya no hay gajo de sol. La noche es tierna como una melodía difícil de construir, alegre como una enorme melodía que no se oye bien porque las voces tapan la luz del fondo de ese ritmo. Los pinos tapan lo poco que queda de la luz de la tarde. No pasa nada. Durante una hora o cosa así se están los tres sentados en el suelo de la garita. Y yo supongo que hablarán o no hablarán. Algo se dice, yo supongo. Pero no hace falta consignarlo. El caso es que al cabo de una hora don Gerardo les deja. Y vuelve casi a brincos a casa. Todo está apagado. Los jardineros tienen la tele puesta. La madre de don Gerardo estará en la cocina. Don Gerardo sube a su piso. Besa en la frente a su madre como todas las noches. Y se acuesta. Antes de dormirse sostiene el breviario sin leerlo con las dos manos sobre el pecho, como muerto. Y dice: Dios mío, Dios mío. O una frase parecida. A la mañana siguiente don Gerardo dice misa. Y después de leer el Evangelio, antes del Credo, sin ser costumbre, ni venir a cuento, predica lo siguiente:

«Hermanitas: Nosotros somos como niños y niñas al pecho de su madre. Aunque seamos viejos no somos nunca viejos, porque el dolor ajeno y la alegría ajena es cosa nuestra. Y será nuestra hasta la muerte. Conmigo, alegraos conmigo dulcemente, porque el pecho de Dios y el templo de Dios es infinito. Alegraos conmigo, porque el secreto de la Cruz se comadrea en todo el universo. Alegraos conmigo, porque el secreto de la Cruz es el secreto de la libertad del hombre. Porque la libertad y la cruz son uno y lo mismo. Hermanitas; alegraos conmigo con el júbilo de vuestras más secretas lágrimas.»

La madre superiora es una madre de media edad, y hecha a rarezas, viniendo como viene de una ilustre familia guipuzcoana. Sería de sobra a estas alturas madre provincial si no se hubiera decidido que trabaja demasiado y le conviene un poco de descanso. Superiora ahora meramente de estas ancianitas. Pero las rarezas a que ella está hecha son rarezas todas de gente de su clase, extravagancias finas y pudientes. Y laicas todas. En la iglesia, a la madre Superiora le gustan las cosas algo sosas y muy muertas, como el color de los trajes de sus primas que exactamente saben que negro o verde oscuro es lo elegante por la tarde. Así es que semejante sermón de sopetón la volcaniza un tanto y la irrita. ¿Quién se creerá éste que es, fray Luis de Granada? A las monjitas ancianas -por lo menos a dos que son amigas y tienen latas secretas de bizcochos escondidas debajo de las camas- el sermoncillo, en cambio, les divierte. Y aunque por puro sacrificio y disciplina se arrodillan separadas a opuestos extremos del primer banco de la primera fila, ahora se miran de reojo, y sin hablarse deciden las dos hacerle un feo al director espiritual, un cursi, un ordinario y un pelma, que invariablemente las confiesa, y confesar las dos de hoy en adelante con don Gerardo, el capellán. La madre superiora, por su parte, decide hablarle a don Gerardo esa misma mañana acerca de fondos y de formas en sermones de misas de las ocho. Pero justo esa mañana tiene ella que salir a una cosa del señor obispo. Y don Gerardo vuelve a casa a desayunar intacto. Su madre le mira fijamente, mientras pela la pera y bebe, haciendo, como todos los días, una mueca de asco al tragarse el café negro sin azúcar.

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