Por un ventanuco penetraba un rayo de sol oxidado por la humedad, un rayo de sol diríase que mojado por tanta lluvia y obligado a detenerse al pie de un camastro improvisado. Sobre el camastro, una figura humana inmóvil y, sentado en el suelo o en cuclillas, un hombre con los brazos cruzados sobre las rodillas y la cabeza vencida sobre los brazos. Carvalho avanzó hacia la cama y cuando se inclinaba para poder ver el rostro del cuerpo yaciente, el hombre sentado sobre sus talones se desplegó y apareció un rostro pelirrojo, barbado, dos ojos turbios, primero sorprendidos luego sonrientes cuando los labios dijeron:
– ¿El doctor Livingstone, supongo?
Carvalho le sostuvo la mirada y no le contestó la pregunta. Volvió a mirar la cara de la mujer muerta. No era Teresa, pero merecía piedad aquel rostro de niña envejecida, con el cabello dividido desde las raíces canosas que ganaban ya definitivamente terreno al teñido rubio expulsado hacia las puntas. Tenía los ojos pequeños y redondos cerrados, los agujeros de la pequeña naricilla taponados con trapos blancos que parecían proceder de la sucia camisa del hombre. El cuerpo desaparecía bajo una sábana de tejido tosco de un blanco amarillento.
– ¿La conocía usted?
– No. ¿Y usted?
– La he visto morir de la misma manera que otros la debieron ver nacer. Estoy aquí por racismo. Porque era blanca y se estaba muriendo en un poblado lleno de asiáticos.
– ¿Cómo llegó hasta aquí?
– Conmigo. La traje en un coche, pero el coche lo había alquilado ella.
Se echó a reír.
– Se estaba muriendo y le asustaba conducir en Thailandia. Decía que estos thais conducen como locos.
Volvió a reír voluntariosamente y luego se pasó la mano por la cara para borrar la sonrisa que le había quedado y recuperar la sensación de frío y de sueño.
– Es alemana, creo. Hablaba el francés como una alemana o como una holandesa o como una flamenca belga con prejuicios antifrancófonos. Yo soy francés. ¿Lo había adivinado por el acento? Dígamelo en serio. ¿Verdad que hablo un inglés impecable? Es que soy normalien. ¿Sabe usted lo que es un normalien? ¿Sí? En cambio tiene usted un acento yanqui. ¿Es usted norteamericano? ¿No? Yo era economista antes de irme a Afganistán para estirar las piernas.
Se levantó con dificultades y se le cayó una botella de Mekong que sostenía sobre las rodillas. La botella aprovechó el desnivel del suelo para irse rodando hasta la puerta de salida y desaparecer. El francés dijo adiós a la botella con una mano y se acercó a la yacija.
– Adiós, amiga mía. Juntos hemos tratado de llegar a alguna parte.
La borrachera le movía el cuerpo como si fuera un animal invertebrado. Manoteó ante Carvalho como si le estuviera dirigiendo una reprimenda.
– No sabía donde ir, la pobre y yo le dije: cuando uno no sabe a dónde ir, ha de escoger entre la ruta del nacimiento o la ruta de la muerte del sol. No falla. Las mujeres siempre escogen la ruta del nacimiento. Son madres. Aún están condicionadas por el instinto de ser madres y prefieren que el sol nazca.
Se rió a borbotones.
– ¡Qué burras!
Bajó el tono de la voz como molesto consigo mismo por haber violado el silencio de la muerte.
– La vi tan blanca, tan desvalida, tan triste que me dije, François, por fin vas a comer carne blanca. Yo no había comido carne blanca desde que estuve en Goa, hace ya casi un año, casi un año que me arrastro por Birmania y Thailandia. Mi nombre es François Pelletier Lussac. ¿Y el suyo?
– Pepe Carvalho.
– ¿Pepe? ¿Mexicano? ¿Argentino? ¿Chileno?
– Español.
– "Mon Dieu"¡ ¡Un español! "Avez vous un ch1teau en Espagne"¿
La cara del francés había penetrado en un campo cinematográfico de primer plano en relación con la de Carvalho, es decir sus labios estaban próximos y el aliento alcoholizado vaporizaba el rostro de Carvalho. Apartó primero la cara y luego el cuerpo. Pelletier dudaba entre conceder su atención a la muerta o a Carvalho y, finalmente, se fue hacia la puerta caminando con las rodillas dobladas. Se apoyó en el marco, respiró profundamente el aire fresco recién lavado.
– ¿Qué haces aquí, François Pelletier Lussac?
Lo repitió en distintos tonos de voz. Tono de recepción diplomática, de teatro de Racine, de pregunta de Brigitte Bardot, de impertinencia de gendarme especializado en Quartier Latin, de niño perdido en el bosque, de esposa malhumorada, de novia derretida, de Dios. Y cuando encontró el tono justo en el que Dios le preguntaría:
"Qu’est-ce que tu fais ici, François Pelletier Lussac"?
Lo repitió con toda la fuerza de sus pulmones, comunicando a los thais repartidos por la campiña que, por fin, alguien importante se preocupaba por su suerte. Luego se volvió a Carvalho y le dijo:
– Sólo hay una cosa más inútil que ser francés y es ser español.
Esperó la respuesta de Carvalho un tiempo prudencial y, cuando dedujo que no iba a llegarle, dio dos pasos en su dirección fingiendo la entereza de un provocador.
– ¿No habla nunca? ¿No tiene sangre? ¿No se ofende cuando denigran el sagrado nombre de su patria? ¡Firmes! ¡Póngase firmes!
Como Carvalho no le hizo caso, Pelletier se puso firmes, fingió ser portador de un fusil y desfiló a lo largo y lo ancho de la habitación.
– ¡Presenten armas!
Ofreció su fusil a la muerta y, como si una fuerza invisible le expulsara de la cama, salió despedido con los brazos en cruz, dio con la espalda contra la pared y el cuerpo fue descendiendo hasta quedar sentado en el suelo con las piernas abiertas, el cuerpo entregado al desmayo o al sueño. Carvalho se inclinó hacia él, le abrió los párpados con cuidado y el francés sonrió:
– Estoy vivo, no se asuste. Déjeme dormir. Hace cinco días que no duermo. La pobre tardó demasiado en morir.
Se fue Carvalho hacia la yacija, examinó meticulosamente los alrededores, luego comprobó que la muerta estaba desnuda bajo algo que se parecía a una sábana de lienzo. Nada que la identificara. De pronto pensó en el coche y salió precipitadamente de la estancia. Cruzó el improvisado puente sobre el canalillo por el que bajaba el agua con pretensiones de torrente. El coche seguía allí junto a la empalizada de los cerdos oscuros. En la guantera estaba el resguardo del alquiler a nombre de Olga Schiller Bulowa, natural de Frankfurt, nacida el 27 de octubre de 1936, residencia habitual, Bonn. Carvalho apuntó los datos en el reverso de una tarjeta. Luego destinó otra tarjeta a escribir una escueta nota sobre la defunción de Olga Schiller y su entierro en aquel villorrio, a quince kilómetros de Pattani. Conservaba un pequeño sobre de tarjeta en un compartimiento del billetero y escribió sobre él el nombre del destinatario: la embajada alemana en Bangkok. Introdujo la tarjeta en el sobre y se lo metió en el bolsillo. Si dejaban pasar más tiempo el cuerpo empezaría a descomponerse y todos los insectos de Thailandia, unidos a los de Birmania, Malasya y toda Indochina se cernerían sobre la cabaña en busca de tan suculenta carroña. Cazó a un thai en el momento en que se metía o se escondía velozmente en su cabaña y le preguntó quién era la máxima autoridad en la aldea. No entendía el inglés y Carvalho le dibujó algo que se parecía a un soldado o a un policía. El thai le dedicó un largo discurso del que entendió los gestos. No había policía allí. Estaban más lejos y señaló en dirección hacia el oeste. ¿Cómo podía preguntarle por el poder? ¿Cómo se puede convertir el poder en lenguaje gestual y sobre todo graduar el lenguaje gestual del poder? Un rey o un emperador es fácil. Pero un alcalde de aldea, ¿cómo se hace? Recordó Carvalho que el elemento lingüístico básico en Oriente es la sonrisa y sonrió no sin esfuerzo, no sin que dejara de percibir el ruido de las oxidadas junturas de los músculos de la sonrisa. Con un rosario de sonrisas y ofrecimientos de acompañamiento, consiguió que el thai le siguiera y le llevó hasta la cabaña fúnebre. El thai entró recelosamente y no avanzó más de un metro dentro de la estancia. Miraba a los tres componentes de la escena, el francés dormido, la muerta, Carvalho. Éste le hizo señas de que la mujer estaba muerta y de que había que enterrarla. No parecía entenderle el thai y Carvalho salió fuera de la choza, con un palo abrió un pequeño hoyo en la tierra y señaló hacia el interior de la cabaña, llevando de nuevo el dedo al hoyo y cubriéndolo de tierra a continuación. El thai cabeceó afirmativamente, repitió algo varias veces y se marchó sobre sus ágiles piernas y sus pétreos pies descalzos. Todo podía ocurrir. Incluso nada. Al fin y al cabo, con la muerta sólo tenía una vinculación cultural y, como en toda vinculación cultural, había algo de culpabilización en aquel vínculo. Había que enterrarla. Que se ocupara el francés cuando despertara de la borrachera o las gentes del lugar cuando las escuadras de mosquitos se lanzaran sobre la aldea. Volvió a entrar en la cabaña para contemplar por última vez aquella muestra de Europa vencida pero el ruido de gentes aproximándose le hizo volver a salir. Su interlocutor volvía acompañado de un viejo al que hablaba respetuosamente y le seguían cuatro o cinco hombres. Saludaron a Carvalho ceremoniosamente y luego volvieron a saludarle cuando les franqueó la entrada de la cabaña. El viejo se acercó en actitud pía a la muerta y los demás rodearon al francés e intercambiaron comentarios ruidosos y divertidos sobre su sueño etílico. El francés se despertó, se hizo cargo de la situación, se frotó los ojos con una mano y, ya limpios de adormilamientos, los abrió para sonreír a la gente. El viejo se esforzaba en preguntarle algo a Carvalho. Entendía que le estaba preguntando por las causas de la muerte, pero no sabía qué contestarle. La voz del francés les llegó desde su incómoda postura. Hablaba en thai, lo suficiente al menos para que el grupo que le rodeaba se abriera y el viejo le dedicara toda su atención. Cabeceó el viejo afirmativamente y dio una serie de explicaciones. El francés meditó un instante, se puso en pie y se dirigió a Carvalho.
– ¿Qué le parece? ¿La enterramos o la quemamos? Está pudriéndose.
– ¿De qué ha muerto?
– Tenía un cáncer que le llegaba de la cabeza a los pies.
– ¿Alguien puede reclamar en el futuro una investigación sobre el cuerpo?
– Tiene un hijo estudiando en Alemania. El marido se le suicidó hace dos años.
– El hijo.
– La enterraremos entonces.
Habló con el viejo y se le reprodujeron saludos, sonrisas, promesas.