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– ¿Adónde?

– No lo sé.

– ¿Pero no le vendió usted el billete?

– Sí. Yo le vendí el billete hasta Songkhla, pero después no sé.

Y se reía porque su pensamiento iba más lejos que el del extranjero. Carvalho volvió al taxi y le propuso que le acompañara hasta Songkhla. La gesticulación del taxista subió y bajó según la negociación económica. Por fin mil baths consiguieron su acuerdo y en la máquina registradora que Carvalho llevaba en su cabeza, cinco mil quinientas pesetas se restaron a los beneficios que iba a obtener con aquel caso. Antes de ponerse en marcha, Carvalho compró una botella de Mekong y se la metió entre pecho y espalda en los primeros cincuenta kilómetros de recorrido. Estaba harto del viaje, de Teresa, de Archit, de sí mismo, y el alcohol le ayudó a cantar "Alma, corazón y vida" como hacía veinte años que no la había cantado y luego a dormirse entre ronquidos que provocaron las carcajadas del taxista. Le despertó el ruido de los frenos y de voces airadas, una patrulla de soldados rodearon el coche y bajaron al taxista a empujones. Abrieron la portezuela trasera y Carvalho salió con el pasaporte por delante. Unos metros más allá proseguía la bronca al taxista a cargo de un evidente oficial. De pronto los gritos se aplacaron, el taxista saludó ceremoniosamente al oficial y los soldados invitaron a Carvalho a que recuperara su asiento. Una vez en marcha el taxista reunió el poco inglés que tenía para explicarle a Carvalho que estaban en las cercanías de Phattalung y que era una zona llena de bandidos y de comunistas.

– ¿Bandidos?

– Bandidos. Roban coches y autocares. Por eso haber soldados. Los bandidos estar siempre. Los comunistas de vez en cuando.

Según el mapa, estaban bordeando un mar interior situado más allá de la selva compacta como una noche, y Songkhla les esperaba mar abierto al terminar de orillar el mar interior. El taxista se volvía de vez en cuando para sonreírle y tratar de tararear la canción que Carvalho había cantado horas antes. Pero su viajero era otro hombre, con el estómago revuelto y un presentimiento de ataque de ácido úrico que trató de compensar rebuscando en los bolsillos de su cazadora unas tabletas de Ziloric, que llevaba como amuleto y como tardío auxilio para cuando sonaban los truenos.

No sólo era difícil llegar a Songkhla, sino también salir de aquella ciudad marinera, musulmana en sus minaretes blancos adornados por casquetes de azulejos. El sueño y la resaca daban a Carvalho un aspecto alucinado, con el que interrogaba a los taxistas de la estación de tren por si habían cogido como pasajeros a la extraña pareja. Todos le remitían a la calle Patalung donde podría hablar con la central del servicio de taxis. Sin duda era una compañía muy rica, a juzgar por la nobleza de la madera labrada de los portones y el empaque del evidente chino que estaba al frente del negocio. El hombre se llevó las manos gordezuelas a la cabeza como si Carvalho le estuviera pidiendo que recitara los nombres de todos los reyes de las dinastías chinas. Le mostraba el papeleo que tenía sobre la mesa, le abría cajones llenos de papeles, desataba carpetas llenas de papeles, invitando a Carvalho a que encontrara su aguja en aquel pajar.

– Pero no es tan difícil. Una pareja de extranjera y thailandés, que alquilan un taxi.

– ¿Adónde querían ir?

– A Malasya. Quedamos en encontrarnos en Penang, para hacer luego excursiones hacia las Cameron Highlands.

– ¡Las Cameron Highlands! Muy hermosas. Necesitan equipo de excursión y guías. Muy hermosas. Pero sus amigos no tenían por qué viajar en coche particular, podían ir en autobús. Hay autobuses hasta la frontera de Malasya y allí empalman con otros autobuses que llegan hasta Alor Star e incluso a Butterworth, el puerto desde el que se salta a Penang.

– ¿No hay otra ruta?

– La otra ruta es muy insegura, a través del país Pattani, son malos tiempos. Está todo esto muy revuelto.

– ¿Usted tiene aquí informes de todos los taxistas de Songkhla?

– No. Pero nuestra compañía es la más potente y es difícil que un servicio a larga distancia, fuera de la zona de la ciudad, se nos escape.

– ¿Y le es difícil encontrar, entre esos papeles, alguno que haga referencia a un viaje de hace poco más de veinticuatro horas?

– Vuelva dentro de cinco horas.

No tenía sentido la petición. Una vez en la calle, Carvalho sospechó que las cinco horas eran un período de tiempo suficiente para echarle encima a Charoen o a "Jungle Kid". De haber tenido información y la voluntad de informarle, el chino ya le habría dado una respuesta. Volvió a la estación de donde salían los autobuses hacia Sadao y enseñó la foto de Teresa al responsable del garaje, al cobrador de los tickets, al coro de empleados y conductores que se arremolinaron en torno de la fotografía. Uno de ellos picoteó la imagen con un dedo.

– Viajó con nosotros hasta Hadyai.

Previa consulta del mapa, Carvalho se desconcertó. ¿Por qué hasta Hadyai? ¿Por qué se habían detenido a una docena de kilómetros de la frontera?

– La mujer enferma. Estaba muy enferma.

– ¿Iba acompañada?

– Sí. Por un thailandés. Por un guía thailandés.

– ¿Bajaron los dos en Hadyai?

– Sí. Los dos.

Carvalho pareció desentenderse del asunto. Se refugió en un bazar situado a espaldas de la estación y allí esperó hasta la hora de partida del autobús. Un minuto antes de que arrancara fue el último pasajero en subir y el único occidental entre una humanidad de thais y malayos que viajaban con cestos de frutas, pollos y hornillos portátiles de carbón "made in Italy". Fue un viaje a la sombra de las heveas, en un país más oscuro que el que había recorrido hasta entonces, más oscuras las gentes, la jungla, la tierra y oscuros los presagios sobre el final del viaje, sintiendo en los talones el aliento de "Jungle Kid" más que el de Charoen, porque si Charoen fuera el que había llegado hasta Khao Chong o el hombre había aguantado heroicamente o Carvalho habría sido detenido en Ba Don o en Koh Samui. Y al llegar a Hadyai, le abrumó la sensación de estar perdido en el culo del mundo, sin nada aparente que hacer en una villa dedicada a vender látex, estaño, entradas para combates de toros o prospectos para comer la mejor sopa de aleta de tiburón de Asia en el restaurante Hañvathene que le tendía un niño entre maullidos supuestamente ingleses. Se sentó en la terraza de una casa de comidas y sorprendió desagradablemente al dueño pidiéndole una botella de agua mineral con la que engullir dos pastillas de Ziloric, porque empezaba a sentir la rodilla izquierda llena de cristales cortantes. La mala cara del dueño del restaurante no se debía sólo a la poquedad de Carvalho como consumidor, sino a manchas blancas que le componían un rostro bicolor en algún momento mordido por el ácido. Volvió a contar el caso de los amigos perdidos en Thailandia y no encontrados y sometió al reticente restaurador la posibilidad de un veredicto sobre qué se puede hacer en Hadyai, cuando se está enfermo y se ha llegado en un autobús. Ir al médico. Le contestó el fondista con un laconismo de agua mineral. Carvalho le pagó la consumición y le dio una propina que doblaba lo que le había pedido por la botella de agua. El rostro bicolor se relajó y algo parecido a una sonrisa anticipó la propuesta de que consultara con el médico más próximo a la parada del autobús. Tenía la consulta en el encuentro de carreteras entre Hadyai y Chana. El médico no estaba, pero la mujer que le había abierto la puerta de cristales enrejados se volcó hacia la fotografía que Carvalho le enseñaba y cabeceó afirmativamente.

– Pasó por aquí. Muy enferma.

– ¿Iba sola?

– No. Con un hombre. Muy enferma. El doctor dijo que estaba a punto de morir.

– ¿La metieron en el hospital? ¿Dónde está?

– No quisieron quedarse. Continuaron viaje.

– ¿Hacia Sadao?

– No. Yo les acompañé hasta la puerta. Se fueron hacia Chana.

Estaba completamente segura, a pesar de las dudas de Carvalho.

– Se marcharon. Iban en un coche.

– ¿Un taxi?

– No. No había taxista. Conducía el hombre. Y se marcharon hacia Chana. En Hadyai sólo hay taxis en dirección a Songkhla. Nadie se atreve a meterse en el país Pattani. El coche lo llevaban ellos. Era un coche verde.

– ¿Cómo puedo llegar a Chana?

– Autobús. Taxi difícil.

Fue difícil hasta los quinientos baths. Cuando Carvalho llegó a esta cantidad, el taxista le saludó como si fuera su capitán y puso en marcha un coche en el que a duras penas el chasis toleraba la carrocería y las ruedas no parecían dispuestas a rodar un kilómetro sin acabar de agrietarse. En Chana les dijeron que el coche verde había pasado por allí, pero que había proseguido en dirección a Thepha o Pattani. El taxista no estaba dispuesto a proseguir si Carvalho no añadía algún carburante a los quinientos baths iniciales. Otros quinientos baths le permitieron no sólo proseguir sino obligar a que el coche se detuviera ante cualquier villorrio y preguntar. Carvalho no había asimilado totalmente la posibilidad real de la enfermedad de Teresa y temía que fuera el resultado de algún encuentro sangriento con sus perseguidores. A la angustia mecánica por cumplir su cometido, se unía ahora una angustia emocional por la suerte de un ser humano al que conocía, y los rostros de Ernesto y su abuela se sobreponían en su imaginación memorizadora como una razón para proseguir la búsqueda y como presencias culpabilizadoras por el fracaso de esa búsqueda. Se detuvieron ante un grupo de cabañas pocos kilómetros después del desvío hacia Thepha y el taxista tuvo que hacer de intérprete entre Carvalho y los aldeanos. El taxista miró a Carvalho con los ojos tristes.

– Están aquí. La mujer ha muerto.

Los aldeanos señalaban hacia la jungla, donde aparecía un coche verde abandonado entre las heveas.

– La mujer muerta está al final de este camino. Hay que cruzar un pequeño río.

El taxista desembarcó el equipaje de un Carvalho paralizado, que ni siquiera reaccionó cuando el coche hizo la maniobra de encararse nuevamente en dirección a Hadyai y le dejó apeado junto a los aldeanos parlanchines que trataban de ampliarle a Carvalho una información que él no entendía, ni quizá escuchaba. Era evidente que el taxi se había marchado, que aquél era el coche verde del que le habían hablado y que al final del sendero le esperaba quizá el final del sentido de su largo e inútil viaje.

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