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– Como supongo que no entiende nuestros letreros le informaré que vamos en dirección a la vez hacia el sur y hacia el oeste. Bordearemos el golfo a partir de Samut Sakhon y en Samut Songkhran subiremos hacia Damnerm Saduak. Allí hay otro mercado flotante que también visitan los turistas, pero menos que el de Dao Kanong, dentro de Bangkok. Cerca de Damnerm Saduak cogeremos una canoa e iremos a casa de los padres de Archit. Viven en uno de los canales laterales. Le advierto que buena parte de lo que va a ver no le gustará.

El agua terrosa, invadida por la vegetación, madre de los poderosos búfalos de agua grises y brillantes, no los abandonó durante su recorrido por una llanura arrocera, salpicada por molinillos de agua, quebradizos como los esqueletos de las gentes menudas y oscuras. Tras una hora de viaje llegaron a un embarcadero de madera donde los esperaba una piragua armada en su popa con un motor fuera borda, prolongado en un largo tubo a cuyo final estaba la pequeña hélice. El conductor manejaba el tubo como timón, en una conducción sin contemplaciones que escupía el agua hacia las embarcaciones cargadas de frutas y verduras de los campesinos que acudían al mercado flotante o de las embarcaciones cocina con su fogón de carbón de tamarindo, sus perolas, los cazos y cucharas de las cocineras barqueras, viejas vestidas de negro que manejaban el remo o el cazo indiferentes a la prepotencia de las canoas motorizadas, entregadas a sus recorridos cotidianos por los canales de márgenes apuntalados por piedras negras y troncos, a donde iban a parar todos los desperdicios de las viviendas lacustres construidas sobre delgados soportes de madera emergentes de las aguas como las patas de un palmípedo. Carvalho le preguntó a Charoen cómo se llamaban aquellas embarcaciones de una estabilidad milagrosa y él le escribió en un papel "hang yao"…

– Suena más o menos así.

La canoa de la policía se desvió del canal transitado y se abrió camino por un canalillo, donde había más hojarasca y basura que agua, para detenerse al pie de una casa llena de remiendos. Fue necesaria la ayuda de Charoen y del conductor para que Carvalho pudiera saltar de la canoa sin perder la estabilidad, y se encontró al pie de una escalera de mellados escalones de tablas. Charoen se descalzó e invitó a Carvalho a que hiciera lo mismo. La escalera los llevó hasta una entrada sin puerta, abierta al espacio único del interior de la casa dividido en tres niveles. Un primer nivel que un interiorista occidental habría calificado de "zona húmeda", donde se lavaban los cacharros y las personas, donde se cocinaba, se comía y se guardaba todo lo que servía para cocinar y comer. Una segunda zona en la que se dormía sobre el suelo, sin otro "attrezzo" que las fotos de los antepasados inmediatos y colgadores donde pendía la ropa de uso a la vista. Finalmente un rincón dedicado a altarcillo, con su Buda y sus flores, complemento del templete de juguete situado en el exterior de las casas con el que se pretende alejar a los malos espíritus. Pero Carvalho no tuvo tiempo de fijarse en la zona religiosa de la estancia, porque a la vista estaba el cuerpo carbónico de un hombre viejo que abría la boca y los ojos a espasmos, como si fuera un ser oceánico tratando inútilmente de respirar el aire de la tierra. El esqueleto viviente reposaba en el suelo sobre una manta de borra gris y a su lado estaba sentada en cuclillas una vieja que apenas levantó los ojos ante la llegada de Charoen y Carvalho. Diríase que la vieja miraba dentro de sí misma, porque se desentendió de los recién llegados y tampoco dedicó la menor atención a su compañero de ruina. Charoen le saludó con un reducido saludo tradicional y en seguida empezó a hablarle en tono enérgico señalando a Carvalho de vez en cuando. A Carvalho le molestó aquel tono de voz. Temía que el cuerpo del viejo se rompiera por las vibraciones de las palabras de Charoen. El policía se apartó y ofreció a Carvalho la posibilidad de hablar con ellos.

– ¿Entienden el inglés?

– No creo. Yo le traduciré.

Carvalho repitió que era amigo de la mujer que estaba con Archit y que podía ayudarlos, que necesitaba encontrarlos. La vieja escuchó la traducción de Charoen y no contestó. Charoen le puso una mano como una garra en el hombro y ladró más que habló. La vieja entonces dijo algo que irritó a Charoen y le incitó a apretar más la garra sobre el hombro. Carvalho cogió el brazo agresivo de Charoen y el policía pasó de la indignación a la comprensión.

– Lo hago por su bien y para que usted se dé cuenta de su tozudez. El marido ya no se entera de nada, es un pedazo de madera al que no conseguiría resucitar ni toda la heroína de Bangkok. Es un "yonqui" repugnante. Pero ella es consciente y se niega a colaborar. Lo he probado todo.

Carvalho se estremeció imaginando todo lo que habría probado Charoen. El policía se encogió de hombros, dio media vuelta y dijo mientras avanzaba hacia la puerta:

– Pruebe usted. Quizá a usted le digan lo que no me han dicho a mí.

Charoen saltó el escalón, ganó la puerta y se fue escaleras abajo. No dio tiempo a que Carvalho contestara. Se quedó ante la mujer como abandonado en una casa donde se es mal recibido y en la que no se tiene nada que decir a sus propietarios. Los retratos en las paredes transmitían un pasado de soldados, bodas, nacimientos, como los retratos que sus padres le dejaron al morir, retratos llenos de desconocidos para él, de personajes cuya vida se habían llevado los viejos a la tumba. Se sintió observado por la mujer. En aquella cara diezmada por el tiempo y el sufrimiento ya no había indiferencia, sino una cierta curiosidad. Aquellos ojos le estaban diciendo que podían entenderse, que tal vez podrían entenderse.

– ¿Entiende usted el inglés, verdad?

– Un poco.

– Soy amigo de la mujer que está con su hijo. He venido de un país muy lejano, más lejano que la India o que América. ¿Entiende?

Carvalho hablaba y gesticulaba como los viejos rapsodas, como el señor Daurella. Sus manos se iban en pos de España y volvían a Thailandia para que la vieja pudiera entender la distancia que había recorrido en busca de Teresa.

– Me envían los padres de Teresa. Padres como usted.

Ni por un momento la imagen del viejo Marsé relativizó la carga emocional de las palabras de Carvalho.

– He de encontrarlos antes que ellos.

Y señaló más allá de la puerta.

– He de encontrarlos antes que Charoen.

– Es malo. Es un hombre malo.

Dijo la vieja con una vocecilla quebrada.

– Es un policía.

– ¿Usted es policía?

– No. Si sabe algo, dígamelo. Le juro que no le diré nada a Charoen.

La vieja volvió a concentrarse, como si se olvidara de la presencia de Carvalho. El esqueleto de su marido empezó a temblar y de la garganta salió el eco de una queja que había nacido en algún rincón de aquella armadura de huesos y piel. Carvalho inclinó la cabeza y les dio la espalda. A los dos pasos notó que una mano se posaba en su brazo. La mujer se había levantado con una agilidad impensable y le instó a que se retirara en busca del rincón del altar.

– En Tam Krabok hay un hombre santo que se llama Chin Ramsun.

La mujer juntó las manos y las echó a volar, como si invitara a Carvalho a un viaje.

– ¿Dónde está Tam Krabok?

– Es un lugar santo y allí está el hombre santo.

La vieja abandonó a Carvalho y volvió a sentarse junto al agonizante. Carvalho pasó a su lado y no se volvió para no quedar convertido en una estatua de sal.

Nada más aparecer en la cumbre de la escalera, Carvalho cabeceó negativamente y abrió los brazos abarcando toda la impotencia que cabía entre ellos. Charoen asintió como diciéndole: ¿lo ve usted? Carvalho recuperó sus zapatos. Charoen escupió al canal un hilo de saliva prodigiosamente largo, como una meada lánguida y viscosa.

– Ya he llegado a creer que no saben nada. Está dejando morir a su marido antes que delatar a su hijo. La última vez casi la ahogué ahí mismo, en este mismo canal, para que dijera lo que sabe. Y nada. No debe saber nada. Es imposible.

Carvalho era la estampa misma de la desolación.

– No sé por dónde empezar.

Charoen se rió.

– Ya se lo dije. Ha hecho un viaje inútil. Se lo dije al embajador en persona. Lo que no consigamos nosotros no lo consigue nadie.

La canoa los devolvió al embarcadero y Charoen ofreció comer en un merendero de la carretera: "Estamos cerca del mar y podremos comer bien". El arroz blanco sirvió de paisaje a platillos de calamares, gambas, verduras al dente con el aderezo posible de una vinagreta picante hasta la hinchazón de los labios, una salsa de tomate que recordaba el catsup y la salsa de pescado, la sal de Thailandia. Charoen y su acompañante comían con mayor lentitud para dejar que Carvalho se beneficiara de las mejores partes. Seguía citando obsesivamente la torpe resistencia de la madre de Archit y contó a Carvalho la historia del matrimonio. Habían sido campesinos en la zona del noreste, la zona más pobre de Thailandia, y cuando Archit era pequeño se habían trasladado a Bangkok, donde el padre ejerció como amaestrador de gallos de pelea y la madre había sido empleada de la limpieza en distintos establecimientos públicos. De pronto el padre empezó a aficionarse a la heroína y toda la familia se vino abajo.

– Cuando Archit empezó a trabajar…

Charoen se interrumpió para reírse de buena gana.

– En fin. Archit conoció a gente influyente y trató de ayudar a su padre, pero el viejo iba de mal en peor y ha llegado a donde ha llegado. Le quedan días de vida.

Se encogió de hombros.

– La basura cuanto antes se queme mejor.

– Ayer estuve con Thida, la ex novia de Archit.

Charoen puso cara de póquer y Carvalho dedujo que ya lo sabía.

– ¿Sacó algo en claro?

– No. Y estoy obligado a hacer balance. Si "Jungle Kid" y la china no saben nada y esperan a que yo sepa algo, quiere decir que están como usted y como yo. Si ni los allegados de Archit ni sus padres saben nada o no quieren decir nada, ¿qué puedo hacer? Por otra parte no puedo darme por vencido a los pocos días de haber empezado. No se recorren miles de kilómetros y se recoge la esperanza de tanta gente para volver días después con las manos vacías. Amigo Charoen, aconséjeme.

Carvalho no sólo había puesto una cierta ternura al decir amigo Charoen, sino que además dejó caer una mano sobre el brazo del policía. Temió haberse pasado, porque Charoen miró el brazo invasor de Carvalho con perplejidad y luego alzó la vista para encontrar los ojos del detective, en los que su propietario había procurado reunir toda la ingenuidad que sin duda le quedaba en el alma.

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