– ?"Body body"¿
Preguntó el recepcionista al tiempo que echaba a volar dos dedos para que se juntaran en el aire, como había hecho Charoen cuando le preguntó si era amante de Teresa Marsé. Carvalho le dijo que quería lo mejor y más completo y el intermediario le pidió dos mil baths. Carvalho recorría los números colgados sobre las pecheras de las muchachas que le reclamaban con grititos y gestos y cuando encontró el número cuarenta y dos le dijo a su introductor que le habían recomendado a una tal Thida. La cuarenta y dos, ratificó el celestino. A Carvalho le parecían todas iguales, porque iguales eran sus cejas arqueadas, los pómulos rosados y el maquillaje base que acentuaba la blancura de la piel de aquellas muchachas del norte, de origen chino la mayoría, de Pasang o Lamphun las más solicitadas, según había leído en un folleto de propaganda del Chiang Mai. Carvalho señaló la cuarenta y dos e inició un regateo del precio con el celestino, pero a medio regateo sintió una cierta sensación de vergüenza y se dio por contento y estafado en relación con el poder adquisitivo thailandés y mucho más en relación con el producto nacional bruto. La muchacha salió de la pecera y a carvalho le pareció más menuda al natural, como si el cristal que hasta entonces los separara fuera de aumento y las luces falsificaran las redondeces de aquella muchacha portátil. Los prolegómenos no fueron muy estimulantes. La muchacha escogió uno de los colchones de plástico hinchables que había apilados en el pasillo y lo metió en una suite venida a menos, la mitad dedicada a cama y la otra mitad a bañera. Dejó la muchacha el colchón hinchable junto a la bañera y le preguntó a Carvalho, otra vez con los dedos, si había pagado masaje con derecho a polvo o sin derecho a polvo.
– "Fucking? Fucking"¿
Apoyó la muchacha con una vocecilla de colegiala constipada. Carvalho contestó con un gruñido que la muchacha interpretó como una corroboración. Con una filosofía asiática de la sexualidad mercenaria, la muchacha puso cara de geisha callista y sobre el desnudo Carvalho aplicó un supuesto masaje thai consistente en clavar dedos de acero en puntos estratégicos del cuerpo humano que se quejaron en su desesperada mudez y en tratar de comprobar la elasticidad de las extremidades inferiores en una gama de actos que iban de la caricia al intento de desgajamiento. Las piernas de Carvalho se resistieron con éxito al intento de separarlas del cuerpo, sin que el rostro de la muchacha tradujera el menor odio, sino una simple voluntad de quedar bien ante un extranjero que venía recomendado por un cliente anterior. A todo esto la brevedad de sus pechos se correspondía armoniosamente con la brevedad de sus caderas, la fragilidad de sus brazos con la delgadez de sus piernas, sin que nada hubiera que oponer a la bella inocencia de sus facciones de colegiala precozmente pintada. Los dedos de la muchacha dieron por terminado el tratamiento del cuerpo y se lanzaron hacia el cuello y las sienes de Carvalho en un intento de transmitir la energía que Thida trataba de generar con las vibraciones de todo su cuerpo. A continuación cogió una mano de Carvalho y le hizo levantarse para conducirle a la bañera que, mientras tanto, se había llenado de agua caliente. En aquel Jordán fue sumergido el hombre y la masajista escogió una de las cinco o seis pastillas de jabón apiladas en el suelo, poderosas pastillas que a Carvalho le recordaron el legendario jabón Lagarto al que las ropas españolas debieron su posibilidad de limpieza durante más de un siglo. En contraste con su cúbica rotundidez, el jabón era suave y Carvalho fue enjabonado desde la punta de los pies hasta la cabeza, con especial atención hacia el pene que desapareció bajo una cúpula de espuma, de donde fue rescatado por los dedos fuertes de la muchacha que lo retorcieron, estiraron, desprepuciaron para que no quedara rincón sin jabón para luego dejarlo caer como una fruta censada y mustia. Con la ayuda de un pote, Carvalho fue desenjabonado y luego instado a salir de la bañera y a tumbarse sobre el colchón de plástico hinchable sobre el que previamente Thida derramó abundante espuma jabonosa y caliente. Empanado en espuma por la espalda, Carvalho fue empanado de espuma por delante y la propia masajista se cubrió de espuma antes de deslizarse con todo su cuerpo sobre el de Carvalho, adhiriéndose en su brevedad a todos los rincones y esquinas del cliente y consiguiendo con perfección de trineo no salir del territorio del cuerpo, aunque en ocasiones la rapidez del deslizamiento hiciera temer a Carvalho que la muchacha no pudiera frenar a tiempo y saliera despedida contra la bañera. En su modestia, la cuarenta y dos se señaló dos o tres veces los breves pechos y opinó:
– Pequeños. No bueno. No bueno.
A Carvalho no le salió la voz para desmentirla aunque ésa era su intención, pero notaba que las frotaciones de los pechos y la vaguada púbica de la muchacha habían despertado el interés por la vida de su pene que empezaba a desperezarse y a ir al encuentro de aquella pastilla de jabón humana. La muchacha actuaba según un ritmo temporal personal e intransferible hasta que se detuvo, se levantó y empezó a secar a Carvalho para luego proponerle que volviera a la cama. Allí se instaló el detective con su hijo predilecto en posición vertical, intrigado y expectante tras los frotamientos de que había sido objeto. Thida le miró el pene y le preguntó si quería que se lo chupara, al tiempo que hacía muecas de asco. Le estaba diciendo que le daba asco chupárselo, pero que a cambio de un regalo personal lo haría antes del polvo al que le daba derecho lo que había pagado. Sin que Carvalho supiera por qué, fue el momento que escogió para llamarla por su nombre y preguntarle:
– ¿Sabes dónde está Archit? Necesito encontrarle. Soy un buen amigo.
Thida había empezado a avanzar a cuatro patas sobre la cama con los labios adelantados en busca del pene de Carvalho y, de repente, se convirtió en un gato erizado, con el horror en los ojos y una mueca crispada en todo el rostro de niña. Ahora miraba a Carvalho como a un peligro mortal que se había metido en su cama y empezó a retroceder hasta poder dar un salto hacia atrás y quedar a una distancia suficiente del detective incorporado.
– No conozco a Archit. No sé quién es Archit.
Carvalho se encontró a sí mismo tan desnudo como ridículo, de pie, con los brazos tendidos hacia Thida en una muda imploración de tranquilidad e información. Consideró que era preferible recuperar el papel de cliente y ordenó a Thida que se sentara en la cama. Lo hizo avanzando despacito, pero con los ojos puestos en la puerta, como si de ella esperara el socorro liberador. Carvalho se sentó junto a ella.
– Estoy buscando a Archit para ayudarle, para ayudarle a salir del país. Tú fuiste su novia.
– Ya no. Que se quede con esa mujer que le ha metido en líos. Yo no quiero saber nada de él.
– Quiero que recuerdes esto. Si quieres ayudar a Archit ponle en contacto conmigo. Estoy en el hotel Dusit Thani.
Carvalho buscó en sus pantalones un papel y un billete de cien baths. Sobre el papel escribió su nombre, el del hotel, el número de su habitación y el billete de cien baths se lo dio a Thida, que no lo rechazó, pero la simple visión del papel ponía en movimiento su cabeza hacia el signo de la negación. Se vistieron después de que ella le preguntara si quería que terminaran el servicio y carvalho le dijera que no, que tenía reuma y los baños de espuma le sentaban fatal. Antes de salir, Carvalho le metió el papel con las señas en el bolsillo del kimono y luego le dio la espalda para meterse en la penumbra del pasillo donde se habían concentrado indolentes mirones que rieron ante la aparición del extranjero y comentaron el acontecimiento entre el general regocijo. Thida salió tras él cargada con el colchón hinchable y lo apiló sobre los demás. Luego se fue hacia el escaparate donde las mujeres peces semidesnudas hablaban de sus cosas, sin ningún cliente más allá del cristal. Carvalho volvió a su habitación a tiempo de ver por el canal de video una película de Walter Matthau y Glenda Jackson sobre las peripecias de un ex agente del FBI. Uno de los canales normales daba un concurso que tenía el aspecto de ser tan aburrido como los de televisión española y el otro ofrecía una serie de producción nacional sobre una virgen guerrera temible con la espada. Volvió a Occidente y se durmió con el rostro inacabado de Glenda Jackson en la retina, para despertarse al amanecer con el zumbido del televisor como presencia enigmática que tardó en identificar. Charoen había dicho que vendría a buscarle temprano y a juzgar por lo que madrugaba aquella gente, temprano debía ser entre las siete y las ocho de la mañana. La perspectiva del "american breakfast" le ponía alegre, le proponía la ilusión de un animal depredador ante las bandejas de la abundancia, aunque luego ante ellas se contuviera por el congénito temor español al qué dirán, en el que no participaban los clientes norteamericanos y mucho menos los franceses, en la creencia de que Asia aún les debía el desastre de Dien Bien Phu, y el mundo, Waterloo. El "american breakfast" en un país subdesarrollado reúne el complejo del colonizador y el del colonizado, el complejo de la avidez y el del hambre, el instinto del depredador y la superación de la sicosis de depredado, por eso los buffets libres de los hoteles de los países tercermundistas son espléndidos. Carvalho recordaba el buffet del Siam en una noche de fin de año. Las langostas fingían trepar por columnas de orquídeas y un tanto por ciento elevado de los mariscos del golfo de Siam convertían la mesa aparador en un museo ubérrimo de piscicultura, alternada con kilómetros de "roastbeef", concentraciones parcelarias de ensaladilla de cangrejo y parques nacionales de frutos tropicales. Se sirvió frutas, huevos con jamón, pescados en salazón y medio litro de café americano. Salió del comedor con una sonrisa y un puro en los labios. Charoen estaba junto al teléfono llamándole a su habitación y colgó el aparato con un gesto de reconocimiento hacia el feliz Carvalho. Le mostró un camino abierto entre el bosque de occidentales disfrazados de turistas a la espera de sus guías niñeras y, en cuanto las puertas automáticas se abrieron, el calor se pegó a la piel de Carvalho y le recordó que volvía al trópico. El coche de la policía se sumergió en la maraña del tráfico y buscó la salida de la ciudad respetando menos las reglas del juego que los restantes conductores. Charoen se había sentado junto al chófer, semivuelto hacia Carvalho como único pasajero del asiento de atrás.