– Por una vez en la vida no quiero perdérmelo.
Decía un hombre rubio y embigotado, con un hilo de voz que se le ablandaba por momentos.
– Yo tampoco.
Le respaldó su acompañante femenina.
Carvalho los siguió y vio como se metían en un caserón iluminado por el mínimo de watios indispensables para que no hubiera oscuridad. Las dos parejas seguían a dos muchachos thais y Carvalho los rebasó en el momento en que se introducían en una habitación con la misma promesa de sordidez que el resto del edificio. Prosiguió por el pasillo bañado por una penumbra amarilla y le costó descubrir cuerpos de hombres y mujeres sentados en el suelo, en su mayor parte silenciosos, sin apenas capacidad de atención hacia el intruso que los convertía en un espectáculo. Ropas sucias y viejas subrayaban la oscuridad de las pieles, la ambigua vejez de unos cuerpos aparentemente jóvenes, breves acercamientos de la mirada asomaban a Carvalho al fondo enrojecido a glauco de ojos enfermos. Cansancio de drogadictos "yonquis" en aquellos cuerpos mercenarios, que ofrecían la miseria de sus músculos al extranjero tolerante con la corrupción subdesarrollada. Un hombre salió de una habitación con un fardo de sábanas amarillentas sobre los brazos. Carvalho le preguntó por Archit.
– Trabajaba aquí al lado, en el Apolo.
La impenetrabilidad atribuida a los rostros orientales no impidió que el miedo se asomara a aquellos ojos que se negaron a aguantar la mirada de Carvalho y el hombre se marchó sin contestarle. carvalho repitió la pregunta a una vieja que daba órdenes a unas desganadas camareras con aspecto de estar a punto de morir de hambre. La vieja le contestó con el mismo miedo impenetrable y el mismo silencio, para finalmente proponerle que si Archit trabajaba en el Apolo preguntara en el Apolo. Le pareció una respuesta lógica y volvió sobre sus pasos. Al llegar ante la puerta de la habitación donde se habían metido los españoles vio que estaba entreabierta y que a través de la hendidura el hombre rubio embigotado espiaba sus pasos.
– Oiga, por favor, usted. Me parece que ya ha estado otras veces aquí y nos sucede algo extraño. Pase. Pase.
Carvalho entró en la habitación. Las dos mujeres ocupaban las dos únicas sillas, en su rostro había expectación y tensión. Los dos hombres permanecían en pie, pero movían el cuerpo nervioso en un palmo cuadrado de suelo. Sobre la cama, dos muchachos oscuros se acariciaban mutuamente el pene.
– No se les pone tiesa y nos dicen algo raro que no entendemos. Hablan un inglés rarísimo.
Los muchachos contemplaban a Carvalho desde la más total de las indiferencias y seguían acariciando sus penes muertos. Carvalho les preguntó qué pasaba. Se abrió una boca desdentada, cavernosa, negra, para decir que no se sentían con ganas, y que si alguna de las mujeres allí presentes se metía en la cama, la cosa cambiaría. Carvalho trasladó la petición.
– ¿Nosotras?
– ¿Con ellos?
Los dos españoles apretaron las mandíbulas y cerraron los puños para lanzar a continuación una risita contenida.
– Tiene cojones el asunto.
El más decidido se acercó a la cama, señaló el pene de un indígena y luego el culo del otro.
– Tú meter esto allí dentro.
El indígena penado le sonrió con una cierta tristeza.
– Ya me los conozco.
Aseguró el español intrépido.
– Les hemos pagado por adelantado y ahora no quieren currar.
– Vámonos, Eduardo.
Opinó la mujer más nerviosa.
– Yo he pagado por el espectáculo y o me devuelven los cuartos o se dan por culo, vaya si se dan por culo, bueno soy yo para que me tomen el pelo.
El indígena decía algo y Carvalho se acercó a la cama para escucharle.
– Dice que si las señoras no les quieren hacer el honor de meterse en la cama con ellos, que les permitan contratar a una mujer de las que están en el pasillo.
– Por el mismo dinero, desde luego.
El indígena opinó que un cuerpo más valía doscientos baths más.
– Ciento cincuenta.
Opuso el español decidido, obediente a la consigna turística de que hay que regatear en todo. El indígena se encogió de hombros, cogió los ciento cincuenta baths, se puso unos calzoncillos y salió al pasillo para volver con una vieja mujer joven, cubierta de harapos y perteneciente como él a la comunidad desdentada del sudeste asiático. La mujer se desnudó y a Carvalho le pareció un apetecible ejemplar para una lección sobre la composición del esqueleto humano en cualquier facultad de Medicina. La mujer no sólo no excitó a los muchachos, sino que puso una cierta mueca de asco en los rostros occidentales.
– Y ahora qué pasa.
– Que tampoco se les levanta.
– Pero bueno, esto es una estafa. ¡Una estafa!
El español gritaba y acompañaba de gesticulación y tacos su crispado intento de ser compensado por todo lo que había pagado. La puerta se abrió poco a poco y mostró el grupo de nativos que se habían acumulado al eco de los gritos. Las dos mujeres blancas se levantaron y se adhirieron a sus maridos, en busca de la protección prometida por la epístola de san Pablo. También los dos presuntos enculados se habían enfadado y contestaban cosas rotundas al español, antes airado y ahora demudado ante el coro que se había formado en la puerta.
– ¿Cuánto han pagado?
Preguntó Carvalho.
– En total unos quinientos baths.
– No llega a tres mil pesetas. ¿A ustedes nunca les han estafado tres mil pesetas?
– En España, sí.
– Pues denlas por perdidas y salgan de aquí sonrientes, porque esto se está poniendo feo.
Carvalho predicó con el ejemplo, sonrió a los dos muchachos y al esqueleto femenino y les dio la mano en una abierta despedida. Luego se abrió paso entre el runruneante coro agolpado en la puerta y fue seguido por las dos parejas, que recuperaron la respiración y el habla en cuanto salieron a la calle. El español percherón recobró las agallas y empezó a gritar que era la última vez que le tomaban el pelo esos monos. Pero se interrumpió ante el ataque de risa que afectaba a una de las mujeres. La mujer trataba de justificar su risa recordando lo pequeñita que tenía la cosa uno de los muchachos o el aspecto de flor muerta del ombligo de la mujer cadáver. Carvalho les dejó dándose justificaciones mutuamente y recuperó Silom Road de regreso al hotel. De pronto, alguien le cogió por un brazo y tiró de él. Tensó la musculatura y empujó a su aprehensor para ganar distancia. Entonces vio a un muchacho sonriente que, sin abandonar su brazo, le señalaba el cielo. Carvalho levantó la mirada y vio sobre los cables miles, millones de pequeños pájaros blancos y negros, como fichas de dominó. El thailandés indicaba por gestos que era peligroso caminar bajo los pájaros, porque se cagaban en los transeúntes y, para demostrarlo, le señalaba el reguero de mierda blanca sobre la acera. Carvalho se relajó, le dio las gracias, se apartó de la posible puntería de las aves y cuando el thai se alejaba le preguntó el nombre de los pájaros. El thai los volvió a contemplar, pensó, se encogió de hombros y contestó con una sonrisa:
– Son pájaros. Sólo pájaros.
Se despertó con la sensación de que había algo importante que hacer y no tardó mucho en descubrir que se trataba del "american breakfast" prometido por el ticket del hotel. Se asomó a la ventana de su habitación y no era una ventana, sino un balcón abierto y situado al mismo nivel que la piscina y una cascada iluminable. El sol aún era una promesa, amenazada por las nubes y por la estatura de los edificios del Dusit Thani, y Carvalho se prometió a sí mismo tomarlo y volver a España con el color del trópico en la piel. En el comedor le esperaba un buffet con huevos fritos, bacon, jamón, salchichas, huevos revueltos, tortitas de patatas, fiambres, pescados ahumados y macerados, frutas tropicales, piñas, bananas, pomelos, mandarinas, lichis, manzanas rosadas o chom-phoo, mangostas, mangos, jujubes, rambutanes, pomelos, zalacas, sandía, cocos, carambolas, tamarindos, panavas, guayabas, lam-yais, noinas, duriens. La papaya con zumo de lima y los lichis estaban deliciosos y Carvalho se sirvió dos veces. Luego se hizo un orden del día, condicionado por lo que le dijeran en la embajada, y decidió retrasar la visita ateniéndose más al horario laboral español que al thai. Ganduleó por el hotel y descubrió que un rayo de sol se había filtrado entre los bloques del edificio y calentaba un ángulo de la piscina. Se puso el traje de baño, se cubrió con un kimono y metió en un "nécessaire" una leche hidratante para protegerse la piel del traicionero sol del trópico. Nadó un rato y luego se embadurnó de crema, antes de tumbarse en el triángulo de sol que iba creciendo. Durante una hora las nubes y Carvalho mantuvieron una dura lucha por la propiedad del sol, pero al final Carvalho tenía la sensación tonificante del calor y se descubrió a sí mismo optimista y silbador bajo la ducha de su cuarto de baño.
El sudor le esperaba en la puerta del hotel y le acompañó en el cruce de la plaza del Lumpini y en la travesía del parque en busca del barrio de las embajadas. Pero el parque era una promesa del Asia umbría y vegetal y Carvalho se entretuvo entre jardines y reclamos de uno de los principales escenarios lúdicos de la ciudad. La Wireles Road era una calle tranquila y residencial, condicionada por la inmensidad aplastante de la omnipotente embajada americana, con canales y lagos interiores para una jardinería tropical privilegiada. Inmediatamente al lado yacía la embajada española, la casita de los porteros. Estaba instalada en un caserón donde coincidían las tradiciones arquitectónicas de Thailandia y el Tirol y, ya en el interior, Carvalho fue recibido por un par de thais que le comunicaron que debía esperar. La madera cubría casi todo lo visible, pintada de un blanco cremoso, y un ventilador de aspas juraba combatir el calor con todas sus pocas fuerzas. En las paredes, anuncios publicitarios de las rías gallegas, del concurso de canto Tenor Viñas y las efigies de los reyes de España en un mágico parecido con las de los reyes de Thailandia.
– ¿Usted quería ver al señor embajador?
Se lo preguntaba diplomáticamente una mujer rubia que hablaba español con acento latinoamericano.
– A cualquiera que pueda darme información sobre el caso de la señora Teresa Marsé.
– ¿Es usted el enviado de la familia?
– Exactamente.
– Si no le importa yo misma le daré toda la información que tenemos. El señor embajador está muy ocupado.