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– Lo del voto por correo, ¿dónde es? Pasó la palma de la mano por la espalda desnuda de Charo como si recogiera una parte de la mujer y se la quedara luego en el cuenco de la mano semicerrada para mirarla muy cerca de los ojos. Entre sueños Charo preguntó:

– ¿A qué hora sale el avión?

– A la una.

El sonido de la voz de Charo le relevaba de la obligación de respetar su sueño. Sacó las piernas desnudas fuera de las sábanas y se las quedó mirando como si las redescubriera tras una larga ausencia. El viaje le esperaba allí en la pared o más allá de la puerta entreabierta del cuarto de baño de Charo. El viaje era su proyecto, su futuro. Una mezcla de hastío y cansancio se le mezcló con el deseo de marcharse a donde fuera. Charo hacía esfuerzos por despertarse.

– Te prepararé un café.

– Pasaré por el despacho y Biscuter me lo hará.

– Quiero que el último café sea el mío.

Charo se sentó en el lado opuesto de la cama. Se cubrió los senos con las manos y se levantó para ir hacia el lavabo. Carvalho aprovechó su ausencia para vestirse, y cuando la mujer salió con el camisón puesto, Carvalho acertaba a introducir el último pie que le quedaba sin calzar en la abertura malformada del zapato acostumbrado a su desidia.

– Espérate.

– Déjalo. Prepárame el café para dentro de unos días. No tardaré.

– Un viaje tan bonito. Ya me gustaría ir a mí.

Carvalho besó y se dejó besar y cuando el ascensor le separó de Charo se reprochó no haber dicho algo importante en el último minuto. Hacía más de veinte años que no le decía a nadie te quiero y tal vez era sincero al no decirlo. Biscuter también estaba impresionado por el viaje.

– Thailandia está muy cerca de China, jefe.

– Muy cerca.

– Y del Vietnam. ¿Quiere que le prepare algo para el viaje?

– En los aviones dan comida.

– ¿Muy cara?

– Va incluida con el precio del pasaje.

– Pues no será muy buena.

– Sobrevives. Si me pasa algo, ya sabes. El gestor Fuster tiene mi testamento. Te dejo algo y a cambio quiero que escuches el pasodoble "Suspiros de España" cada aniversario de mi muerte.

Biscuter estaba al borde de las lágrimas.

– Es un pasodoble muy bonito.

– Es un rebuzno armonioso.

Dio una palmada en la espalda de Biscuter y bajó hasta las Ramblas en busca de un taxi. En el aeropuerto distinguió a la guía de la agencia agrupando a los expedicionarios del grupo organizado.

– En Bangkok dispondrán de un guía, pero usted para cualquier problema recurra a nuestro corresponsal.

Carvalho se predispuso al control de pasaportes cuando vio venir hacia él una curiosa comitiva compuesta por un muchacho con cola de caballo, una flautista preñada y una anciana victoriana que caminaba ligera por delante de los jóvenes.

– Hemos venido a despedirle y a darle las gracias.

Carvalho temió que la flautista se sacara la flauta de alguna parte y se convirtiera en la atracción del aeropuerto o que la anciana le ofreciera un bocadillo de tortilla o veinte duros para un refresco. Todo era posible por parte de aquellos desquiciados sin sentido de la realidad.

– Cualquier cosa que sepa nos la comunica en seguida.

– No repare en gastos.

Aconsejó Ernesto y Carvalho no supo apreciar el menor matiz cínico en su oferta. Los despidió con un gesto y media sonrisa y se entregó al control de pasaportes para sacárselos de encima. Luego se pasó el primer vuelo hasta Frankfurt tratando de adivinar quiénes serían sus compañeros de viaje entre Frankfurt y Bangkok. Estaba rodeado de mallorquines por todas partes, con esa entonación vasca que tienen los mallorquines cuando hablan castellano y esa capacidad de sorpresa y sorna de los isleños. Los mallorquines estaban vertebrados en torno a una mujer treintañera, rubia, consciente de su encanto, con aspecto de joven divorciada de un fabricante de sobrasadas poco escrupulosas. Luego resultó ser una guía profesional y durante el vuelo Frankfurt-Bangkok secundó el río de whisky que los jóvenes matrimonios mallorquines pusieron en circulación fruto de sus compras en el Free Shop. Uno de los mallorquines había descubierto la existencia real de los orientales y estaba fascinado en especial con un chino al que hablaba en mallorquín, sin que el chino hiciera otra cosa que adaptar su sonrisa a las claves de un idioma insospechado.

– "Escolta, xinet, a Mallorca tens la teva casa" [Escucha chinito, en Mallorca tienes tu casa].

El chino sonreía y decía que sí. El mallorquín lo contemplaba como si el chino le faltara en su colección de insectos tropicales. Carvalho se puso el audífono que le ofreció la azafata y jugó con los distintos canales: de Ives Montand a Steve Wonder, pasando por Ella Fitzgerald y Von Karajan dirigiendo "El mar" de Debussy. El mapa de la Lufthansa le prometía los cielos de Yugoslavia, Rumania, Turquía, Irán, la India, y a la altura de Estambul Carvalho se durmió. Le despertó la brusca oscuridad decretada para dar paso a la película que los distraería durante hora y media de vuelo. Ya la había visto en España. "Georgia". Una cabeza de serie de cine dedicado a las culturas de los distintos sectores inmigrantes en los Estados Unidos. En esta ocasión el asunto iba de servocroatas y la protagonista tenía dos tetitas adolescentes y cuerpo de magreo, poca cosa más. En cambio despertaba grandes pasiones y los protagonistas tenían una inmensa capacidad de infelicidad y complejo de culpa. En Delhi los indios invadieron el avión. Unos cuantos para limpiarlo entre el escepticismo y la curiosidad de los mallorquines y los alemanes que componían la mayoría racial. Otros para actuar como viajeros mal aceptados hasta Bangkok o Manila. A los europeos les parecía tan inverosímil que aquellos seres oscuros sirvieran para limpiar como que sirvieran para viajar. El mallorquín trocó durante unos minutos su curiosidad por el chino por una cierta atención ante los indios parsimoniosos que iban buscando sus asientos para establecer islas de oscuridad en el luminoso océano de la Europa blanca. Carvalho no tenía ganas de dormir, pero tampoco de mirar. De vez en cuando pasaba por su campo visual la guía rubia que se iba adaptando poco a poco a la proximidad del trópico y lucía unos hermosos brazos dorados por el sol de viajes próximos.

Amanecía cuando terminó la escala técnica en Delhi y por la ventanilla Carvalho esperó la aparición del golfo de Bengala cuando el avión sobrevoló Calcuta. Luego las selvas de Birmania, el asalto de los colores excitados por la lluvia y el calor del trópico, y de pronto creyó oír algo que no esperaba oír. Los españoles cantaban y cantaban lo que cantarían en un autocar camino de cualquier romería: "Asturias, patria querida". Carvalho temió lo peor. Temió que a continuación entonaran "El vino que tiene Asunción ni es claro ni es tinto ni tiene color". Los españoles son capaces de convertir un DC-10 de trescientas plazas en un autocar de excursión escolar. Los chinos, los indios, los alemanes escuchaban "Asturias, patria querida" como si fuera el "Deutschland, Deutschland über alles". Al fin y al cabo cualquier inglés, francés, alemán, americano, chino, indio, árabe, cuando está en Asia está en su casa, y en cambio los españoles en cuanto salen de Calahorra están en el extranjero. El avión se asomaba a las selvas profundas y a las aguas transparentes de un mundo de geografía de tercer curso de bachillerato o de colección de cromos de razas y costumbres de chocolates Suchard. El mallorquín le decía al chino:

– "Quan vinguis a Mallorca et posarás morat de sobrassada i ens anirem tu i jo de putes" [Cuando vengas a Mallorca te pondrás morado de sobrasada y nos iremos tú y yo de putas].

– "Quines coses de dir-li" [¡Qué cosas de decirle!].

Oponía la mujer del mallorquín, pero él no le hacía caso. Estaba obsesionado con su chino y el chino se dejaba coleccionar con la sonrisa por delante y la posible reserva mental de que en la primera ocasión lanzaba a aquel pesado a los cocodrilos. Nubes sobre Bangkok, de pronto ciudad para el vuelo de los pájaros desparramada en torno al Chao Phraya. Una imagen atravesó la mente de Carvalho como un flash rescatado del baúl de los olvidos. Una muchacha thailandesa con un cigarrillo en la vagina, fumando por la vagina, desnuda, rodeada de soldados americanos de paisano y con permiso y de matrimonios del mundo entero comprobando, una vez más, que los asiáticos lo hacen todo al revés.

En el aeropuerto les esperaba un joven guía que se presentó como Jacinto, aunque aseguró que en thailandés su nombre era mucho más complicado. Los mallorquines iban en otro grupo y Carvalho se vio rodeado de viejas ricas mesetarias sorprendidas por la cantidad de mallorquines que había en el mundo y de algunos matrimonios jóvenes que se agarraron al primer salacot de paja que vieron. Jacinto aprovechó el trayecto entre el aeropuerto y el hotel para decirles que en Bangkok había cinco millones de personas, la mayoría pobres y dispuestas a robarles el bolso a las señoras. Qué gracioso, qué gracioso, repetía una y otra vez una señora que se llevó una mano previsora o defensiva a la peluca artificial. La comprobación de que Bangkok estaba lleno de asiáticos había sido una seria advertencia para los pobladores del autocar climatizado, conscientes ahora de que se habían convertido en una avanzadilla aventurera en el Extremo Oriente. El guía seguía informando. Estaban en una democracia vigilada, en una dictadura democrática, en una monarquía constitucionalista militarizada.

– ¿Quién ganal las elecciones en España?

Preguntó el guía en perfecto siux con el añadido de cambiar las erres por eles como en los doblajes de las más recalcitrantes películas coloniales.

– ¿Felipe González ganal, no?

– La madre que le parió.

Gritó un hombre gordo y oscuro con varices en las bolsas de los ojos.

– Yo prefiero que ganen los socialistas a que ganen los comunistas.

Opinó una señora andaluza.

– Aquí no habel comunistas. Comunistas en la selva. En Bangkok, no.

Informó el guía despertando perplejidades y expectativas.

– ¿Los tenéis en la selva, como si fueran monos?

– Como monos no, como gueliyelos. Plohibidos en Bangkok y entonces ellos ilse selva.

Jacinto era una mina. Advertía a los caballeros sobre los tipos de masaje que podían recibir. Desde el primer grado hasta el tercero y luego ya lo que Dios quisiera. Las veteranas mujeres escuchaban las instrucciones masajeras conscientes de que no estaban en su terreno y que debían demostrar su capacidad de adecuación moral al final del milenio.

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