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Carvalho comía un chorizo cogido con los dedos.

– Quién le iba a decir a usted esta mañana que esta noche estaría cenando en casa de Marta Miguel. ¿Eh?

– Cierto.

– ¿Quiere que le diga la verdad?

– Depende de la cantidad. Toda la verdad es demasiado para una noche.

– La verdad es que me he hecho la encontradiza. Tenía ganas de hablar con usted.

Carvalho terminó el chorizo y fue a por otro, con los mismos dedos, con los mismos ojos posesivos, con el mismo olfato dispuesto a regalarse con el aroma de aquella momia de cerdo y pimentón, probablemente extremeño.

– Decía que tenía ganas de hablar con usted.

– Ya la he oído.

– Estoy pasando muy malos momentos. Lo de Celia me ha afectado mucho. Aunque parezca una mujer fuerte, no lo soy. Una es fuerte a la fuerza. Luego está mi madre. Cada día me cansa más, pero no quiero separarme de ella, ya sé que es una tontería, pero si un día la sacara de casa, si no viviera conmigo no duraría ni una semana. Es muy sensible, me estudia, tiene miedo, depende de mí. Si un día me pasara algo, no sé. ¿Usted qué piensa?

– ¿De qué?

– De todo esto, de lo de Celia.

Carvalho buscó un rincón del universo y estaba allí, en una esquina de la cocina, junto a una cacerola, exactamente entre la cacerola y una panera de metal pintada de blanco, y allí metió la mirada, la conciencia, como si tuviera miedo de sacarla y enfrentarla a Marta Miguel. No quería sacar los ojos de aquel pozo. No quería oírla. No quería provocar sus confidencias.

– Usted la conocía, ¿verdad?

– ¿A quién?

– A Celia.

– Creo haberla visto una vez. En un supermercado.

– Era difícil de olvidar. Era como una muchacha dorada.

– Pat Savage.

– ¿Quién es Pat Savage?

– La prima de Doc Savage, un héroe de una colección de novelas de aventuras titulada "Hombres Audaces". Doc Savage. Pete Rice. Bill Barnes.

– Celia era una muchacha dorada. Por dentro y por fuera. Se nace así.

– ¿Le queda más vino?

Carvalho había sacado los ojos del pozo de ausencia y contemplaba ahora a una Marta Miguel pendiente de sus palabras, con la boca entreabierta y los ojos desparramados sobre Carvalho, unos ojos que ahora recordaban a los de su madre. Sin decir nada la mujer se levantó para buscar en un armario y volvió con otra botella de vino. Una oreja de Carvalho escuchaba el fragmento de la serie televisiva que se metía en la cocina a través de la puerta entornada, pero con la conversación dramática llegaba un suave ronquido que podía ser de la tele o de los pulmones de pajarito de la anciana. Los ojos de Carvalho veían acercarse a Marta Miguel como una montaña oscura, doliente, obscena en su dolor y en su angustia, y temía la boca de la mujer, temía lo que querían decirle aquellos labios poco a poco, temía el peso de la confesión que la mujer quería vomitarle, y una mano de Carvalho salió a su encuentro, rebasó el borde de las faldas y subió por entre los muslos ajamonados y se convirtió en un puño ceñido sobre un sexo peludo y caliente. Marta Miguel dio un salto hacia atrás y puso un ceño de desconcierto y asco para respaldar la contundencia de los labios al escupir la palabra:

– ¡Asqueroso!

Carvalho se levantó, abandonó la cocina, saludó con la cabeza a la vieja que le perseguía con sus ojos totales, pasó furtivo ante el espejo del recibidor y salió a la escalera cerrando la puerta tras de sí, en la seguridad de que Marta Miguel se había quedado en la cocina, llorando.

Biscuter tenía la mañana melancólica de los mejores huérfanos. Ni siquiera ofreció su último guiso a Carvalho y el detective no tuvo más remedio que pensar, imaginar, recordar, revisar, actividades todas que le ponían de mal humor. A las once sonó el teléfono y por el tono de voz y la cautela de las palabras Carvalho descubrió a su antagonista telefónico. El viejo Daurella.

– ¿El señor Carvalho?

– Sí.

– Oiga, ¿es aquí una agencia de detectives, un señor que se llama Carvalho?

– Sí.

– ¿Está el señor Carvalho?

– Soy yo.

– Ya me lo parecía, ya. Soy Daurella. Daurella. ¿Se acuerda? El de los toldos. ¿Qué tal, señor Carvalho?

– Bien. ¿Y usted?

– Mire. Vamos tirando.

– Usted dirá.

– Mire usted, dirá que soy tonto o un pesado, pero el otro día me quedó una cosa aquí que no sé, si no le llamo reviento, señor Carvalho.

Hablaba en un tono de voz bajo, como si temiera ser escuchado.

– Ellos se creen que soy tonto, pero de tonto no tengo un pelo, se lo aseguro.

– No lo dudo.

– Pero están por medio los nietos, la hija, la mujer, ¿comprende?, ¿verdad que me comprende, señor Carvalho?

– Le comprendo.

– ¿Ya cobró el cheque?

– Lo cobré.

– Sin problemas, ¿verdad?

– Sin problemas.

– Yo le estoy muy agradecido, señor Carvalho, porque usted me abrió los ojos, pero qué le voy a hacer. Los cierro y me hago el tonto. La hija, los nietos, la mujer… no lo hago por él, no, porque es un "pocavergonya", un degenerado, pero los nietos, la hija, la mujer. No le entretengo más, señor Carvalho. Es que tenía que llamarle, no sé si me comprende.

– A mandar. Ya sabe dónde me tiene cuando le hagan el próximo desfalco.

– No me lo hará, no. Ahora le vigilo.

Pero por el tono de voz parecía ser él el vigilado.

– Nada, pues, a cuidarse, señor Carvalho. Mucha salud y mucha suerte, que corren malos tiempos.

Mierda, pensó Carvalho y razonó su exabrupto mental ante el espectáculo imaginativo del pobre Daurella, incapacitado a su vejez para pegarle una patada en el culo al chulo putas de su yerno.

– Cuando cumpla cincuenta y cinco años, Biscuter, me metes cianuro en un guiso de bacalao al pil pil.

– Se notaría mucho, jefe. El sabor del bacalao al pil pil es inconfundible.

Y continuó reprochándose en silencio lo mal hijo que había sido. Sonó el teléfono y cuando reconoció la voz de Charo en la otra orilla apretó los dientes y se predispuso al chaparrón. Después del hola Pepe, silencio, y tras una travesía del desierto sonoro un estallido de lágrimas y de sollozos desesperados.

– Hemos terminado, ¿verdad, Pepe?

– Tengo mucho trabajo, eso es todo. Pero en cuanto lo termine cogemos una maleta y nos vamos a Meranges, a pisar nieve y a comer bien en Can Borrell.

– ¿Lo dices en serio?

– Lo digo en serio.

La puerta del despacho se había abierto y poco a poco la señora Marsé se metió en la estancia como un caracol.

– Y ahora cuelgo porque estoy con un cliente.

La rotundidad del beso telefónico prolongó su eco hasta que el auricular estuvo en posición de descanso. La señora Marsé avanzaba tímidamente y se decidió a sentarse ante la oferta de Carvalho.

– Aquí trabaja, un sitio muy bonito. Muy típico. Las Ramblas son lo más bonito de Barcelona.

La mujer se sentó y dejó las manos sobre el bolso y el bolso sobre el regazo y la mirada sobre la cara inexpresiva de Carvalho.

– He venido por lo de ayer. Hemos de hablar, usted y yo. Pero, por favor, no le diga nada a mi marido. ¿Por cuánto dinero iría usted a buscar a mi hija?

– Ya lo dije ayer. Tengo tarifas fijas.

– He hecho mis cálculos y no puedo llegar a la cantidad que usted pide. Yo tengo un rinconcito que Higinio no conoce, pero como mucho llegaría a las cien o ciento veinte mil pesetas, más los gastos de viaje, desde luego, que pagaría mi marido. Puedo empeñar alguna joya, es cierto, pero tengo pocas y mi marido se daría cuenta. Si tiene paciencia, con el tiempo le daría más.

Carvalho sopló contra el aire.

– No hay nada más deprimente que ricos sin dinero.

– Le ofrezco lo que tengo. Y lo hago tanto por Teresa como por Ernesto, el pobre está desesperado, quiere mucho a su madre. Es un sufridor, como yo. En cambio su madre es como mi marido, no sufren por nada ni por nadie.

– Usted me propone trabajar a un precio de beneficencia y no tengo ningún motivo para hacerlo.

La vieja se quedó quietecita y con aspecto de tener lástima de sí misma. Biscuter asistía silencioso a la conversación, pero Carvalho notaba que iba tomando partido por la mujer. Biscuter estaba dispuesto a adoptar y ser adoptado.

– Además es un viaje pesadísimo y azaroso. El precio del viaje incluye un tour turístico, pero vaya usted a saber dónde se ha metido esa chica.

– Poco a poco podré pagarle lo que me pida.

– Estamos en plena época de las lluvias en el sudeste asiático.

– Aquí también llueve.

– Me tendría que vacunar, necesito un visado.

– No. No necesita vacuna ahora y tampoco visado si va a estar menos de quince días. Me he enterado y le traigo el dinero.

Había abierto el bolso, sacó de él un fajo de billetes ligados por una goma y se lo tendía a Carvalho.

– Ciento veintisiete mil pesetas. Mi marido le pagará el viaje y los gastos hasta ciento cincuenta mil. Lo demás quedará pendiente.

– Aborrezco viajar. No hay nada peor que buscar a alguien que no quiere ser encontrado.

– Mi hija quiere ser encontrada. Le telefoneó. ¿No es verdad?

– En qué cabeza cabe que un profesional deje su trabajo, su oficina, sus obligaciones, para coger un avión y plantarse en las antípodas. Estamos en un período difícil. Va a haber elecciones. Quisiera votar.

– Vote por correo. Yo estoy empadronada en Barcelona y vivo en el Maresme. Votaré por correo. Es muy fácil. Hay que ir a Estadística y hablar con un señor que se lo arreglará todo.

– Imagínese que ganan los socialistas, que hay un golpe de Estado y que todo eso me pilla en Thailandia.

– Mucho mejor que le pille en Thailandia que no que le pille aquí, jefe.

Era Biscuter quien terciaba y aguantaba con resolución la mirada indignada que le dirigía Carvalho. La vieja se había levantado. Dejó el dinero sobre la mesa y dio media vuelta. Desde la puerta dijo:

– Piénselo y llámenos. No hay otra solución.

Carvalho recogió el dinero y se levantó para ir en pos de la mujer, pero ella había aligerado bruscamente el paso, en un cambio de ritmo de excelente centrocampista que a Carvalho le recordó las galopadas de un Bobby Charlton, y cuando llegó a la puerta la señora Marsé era una cabecita canosa situada a la altura del segundo piso.

– Ciento veinticinco mil pesetas son ciento veinticinco mil pesetas, jefe.

Carvalho tiró el dinero contra la pared por encima de la cabeza de Biscuter y se fue al retrete donde meó contra el mundo y contra sí mismo. Luego pasó ante Biscuter sin decirle nada y salió del despacho para bajar a la calle, sin otra intención que dejar atrás el ámbito donde había ocurrido lo que había ocurrido. Y ya en las Ramblas se sorprendió a sí mismo callejeando, dejándose llevar por estelas subconscientes que le movían entre los peatones mañaneros y las evidencias de los reclamos electorales florecidos durante la noche, llena la ciudad de imágenes de pago de Felipe González y de imágenes militantes de los líderes comunistas, uno de ellos, Gutiérrez Díaz, en el trance de bendecir a los electores, le votasen o no le votasen. Y la primera conciencia de objetivo la tuvo cuando se encontró ante los escalones del edificio de Estadística y luego ante un bedel al que preguntó:

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