– La puerta. Nos vamos a helar.
La mujer se levanto y recorrió apática, de regreso, los metros necesarios para llegar a la puerta y cerrarla con otro golpe violento. Después echo cerrojos y cadenas.
Exactamente dentro del sonido rabioso volvió a hablar el hombre:
– No lo esperaba -tenia un gran cansancio en la voz grave-. En realidad no esperaba a nadie. Es cierto que a veces vienen, algún mono de la policía. Pero siempre sin que yo lo presienta. Haga-me el favor, siéntese ahí en el sillón. Cerca de la estufa que voy a enchufar. Y pensar que por la mañana nos faltaba el aire. Tanto calor hacia, el ventanal abierto.
La mujer estaba de vuelta, silenciosa y perdida la sonrisa; miraba la noche que se consumaba afuera separada de ella por los vidrios y las cortinas ahora inútiles. De pronto advertí que había desaparecido sin que yo lo notara.
– Una visita imprevista pero previsora, la suya -dijo el medico-. Cuantas veces habrá escuchado a algún idiota que afirma novedoso mas vale prevenir que curar. Y lo dice como si acabara de trasmitirle el secreto en el monte Sinaí. Es mi mujer, mi enferma. La cuido, quiero protegerla desde que era una niña. Tal vez vuelva al tema. Ahora le pido que me cuente por que vino a esta casa. Ya ni soy medico de verdad. Tengo mucho dinero que en rigor no puedo llamar mío. Juego al forense por curiosidad. Maligna, perversa acaso. Aunque por las mañanas voy con frecuencia al hospital. Mi sucesor, Rius, me consulta sobre enfermos y enfermedades. Cree que yo se mucho. La verdad es que lo que ambos sabemos es muy poco. La medicina no es mas que un medio para ir postergando la muerte. Ah, perdone.
Se levanto, rodeando el escritorio y dijo, casi gritando, junto a la puerta por donde había salido la mujer:
– Nina. Del de doce y vasos. Paciencia y buena porque ya falta poco.
Volvió a su silla o butaca, destapo una caja llena de cigarrillos y la hizo resbalar hacia mi furia dominada, expectante.
– Otra vez perdón -dijo sonriendo-. Ahora fumamos y usted habla y yo escucho, que ese es mi destino; y no se trata de escuchar solo palabras.
– Todo muy interesante. Y agradezco -me burle-. Pero yo vine con la esperanza de salvar a una mujer. Con tantos raros tropiezos, la infeliz ya debe estar muerta arriba de la mugre del catre.
– Conozco. Bolsas de arpillera rellenas de pasto. Tengo un recuerdo. Después le digo. ¿Enfermedad?
– Muy simple. Estaba pariendo y no podía parir. Solo mierda y sangre.
– Si, es la poesía de todos los nacimientos. ¿Es blanca, india, mestiza?
– Mestiza, diría yo. La piel casi negra pero no la forma de la cara, los huesos. Y fíjese, doctor: tiene una hija blanca y rubia.
– Curioso. Algún suizo alemán que no pensó en el racismo. Una urgencia. Se perdona.
– Puede ser. No me interesan las leyes de herencia ni el pasado amoroso de la mujer. Y le pregunto que hacemos, que piensa hacer usted.
El medico encendió un cigarrillo y ofreció fuego.
– Gracias, no fumo -le mentí sin saber por que.
– Lo felicito. Lo que haré yo se llama nada. Escuche. No a mi sino al ruido del agua con piedras en el ventanal. Piense en el zanjón de Genser inundado. Por allí no cruza ni un jeep ni un tanque. Eso, en primer lugar. Después tenemos que estas indias son mejores que vacas o yeguas. Para ellas no hay fiebre puerperal porque no saben como se pronuncia. Si oyen esa amenaza de muerte piensan que tal vez será el nombre del nuevo alcalde. El milico Got los nombra anualmente. Y en el ano que les toca tienen que robar lo bastante para despedirse y vivir de rentas. Ya ve: aquí hay costa y hay fronteras, contra-bando como para elegir.
– Si, para mi no es nuevo. Me han dicho que la mayoría de este pueblo vive del contrabando. De manera directa, quiero decir, o por consecuencia.
– Es casi cierto y a mi me divierte mucho. Pero, please, no diga pueblo. Y mucho menos pueblucho, como dijo otro. Con Santamaría basta y yo displease porque lo supongo gringo. Yanqui.
– Oh, no. La empresa, puede ser. Será hija de alguna multinacional. Los compañeros, si. De esos lugares con nombres graciosos. A mi siempre me hicieron gracia y a veces repito los nombres burlándome pero ellos no se molestan y me devuelven la pelota: Oklahoma City, Idaho.
– Comprendo y estoy de acuerdo. Pero me callo. Además, no tengo con quien hablar. No olvide que Santamaría es hoy casi una colonia de la colonia de suizos alemanes. Llegaron con el Génesis.
Entonces irrumpió la mujer otra vez, flaca y alta, retorcida por carcajadas de origen secreto, manejando una bandeja con una botella virgen y dos vasos. Dejo la bandeja sobre el escritorio sin escándalo, con un deslizamiento, una suavidad deliberada e insolente. Se ausento una vez mas. El medico destapo la botella y sirvió, abundante, los dos vasos y dijo:
– Ya se que usted lo prefiere así. Seco, como dicen por acá. Lo he visto en el Chamame. Usted cae por allí con frecuencia cada mes para cobrar el cheque de la ruina que llaman correos a la otra que llaman banco. Es como una menstruación regular, sin susto, sin atrasos. Y en el Chamame, puntual-mente levanta una puta. Una vez cada veintiocho días. Usted es joven y fuerte. Con perdón, me parece poco.
– No solo el giro, no solo putas. Llegan diarios, revistas, discos.
Vio que mi vaso estaba vació y manoteo la botella para llenarlo y ofrecer. Luego me miro curioso y contenido, calculando cuantas medidas serian necesarias para que yo cruzara el limite feliz o re-pugnante de mi borrachera personal y exclusiva.
– Sírvase usted mismo. Es tan gratis para mi como para usted.
– Gracias.
Ahora no espere invitación para llenar mi vaso. El sabor se confirmo cuando espié la etiqueta; si, Escocia y doce anos. Este trago me hizo mas triste, mas vulnerable al asalto de recuerdos confusos y añosos.
– Y ustedes arriba, no almorzando un asado, que sería grosero. Ustedes comen barbacoa.
– No, doctor, no es así. Comemos lo que a la negra Eufrasia se le ocurra. Muchos días nos toco locro, y no por ahorrar; cobramos en dólares no se si ya le dije. En el fondo, la verdad es que tenemos miedo de que se nos vaya. La parturienta, digo.
– Angélica Inés -dijo el medico como si el nombre fuera una orden. Y ella se aparto como un perro temeroso.
– Es de nochecita, papá. Ya es tarde, es hora. Es la hora de que abras la vitrina para mi. ¿No es cierto? Amor, mi bueno.
Esperaba quieta, pedía con los ojos, las manos unidas y sosegadas contra el pubis.
– Hay que esperar y, mientras, conseguir una buena comida. Yo tengo mucho que hablar con este señor que se sigue llamando Carr y es nuestro invitado.
Sin llanto y resignada, con lagrimas que llegaban serpenteando hasta las esquinas de la boca, la mujer me señalo con una mano, dijo «Pero usted no» y se fue saliendo del despacho con lentitud rebuscada, alta la mandíbula de niña enfadada, en desafío al mundo y sus pesares.
Estábamos solos cuando el medico me dijo muy suavemente, sin mirarme:
– Bien. Así que usted es Carr. Me aviso de su llegada el profesor. Pero habíamos quedado en que no haríamos contacto antes de que la costa estuviera libre de ingenieros.
Tome un trago y me atreví a preguntar, tal vez por culpa del whisky:
– ¿Quien esta detrás del profesor? Acaso se trate de judíos alemanes, franceses, yanquis. Pienso que serán hijos de los que pudieron escapar de la bestia parda. Ahora poco me importa el mundo. Pero de vez en cuando leo los diarios que me llegan. Y le aseguro, doctor, que no puedo separar malos de buenos.
– Usted no puede juzgar calibrando la bestialidad humana. Habrá visto, tal vez, o sabido de sucesos que van haciendo la historia sin querer. Pero yo, simplemente, no lo hago. Toda la gente no pasa de mierda. Es una categoría respetable si se reflexiona. En un mundo de diferencias, a veces atroces, esa condición nos une un poco. Ustedes, los técnicos y la peonada india. Sometida y aliviándose el hambre con hojas de coca.
Entonces volvió la mujer alta y flaca, con un delantal de payaso o mago. Traía en equilibrio dudoso dos cilindros de latas de conservas y se inclino para que cayeran ruidosas sobre la mesa. Luego, la cara impasible y silbando un blues viejísimo, extrajo de los inesperados bolsillos del gran delantal platos, servilletas y abrelatas.
– Casi servidos, señores machos. Una de las latas es puro botulismo. Ruleta rusa. Adivinen.
Retrocedió dos pasos, hizo una reverencia que casi le dobló el cuerpo y fue retrocediendo de espaldas hasta no estar.
El medico agradeció con una sonrisa burlona que correspondía exacta a la comedia de la mujer. Miro el gran reloj marinero sujeto a una pared y la hora que marcaba su reloj pulsera. Sin incorporarse grito a la puerta vacía:
– Todavía falta un poco, preciosa.
Parsimonioso, cumpliendo un deber aceptado sin protesta, fue abriendo las latas. A veces se lastimaba y lamía las dos o tres gotas de sangre del dedo herido.
Pedazos de alimentos separados de las latas con golpes de dedos cayeron en los platos. Mientras comía trataba de apartar o mezclar sabores del mar y otros terrestres. Hambriento, me frenaba para no devorar recordando platos deliciosos que había comido tiempo atrás, tan lejos de Santamaría.
Entonces se abrió el ojo amarillo y redondo del teléfono. El medico levanto el tubo y solo dijo: «Bueno, ya».
Con una sonrisa traviesa fue hasta los grandes vidrios y tironeo de una cuerda para cubrir con la negrura de una gruesa cortina la noche que tal vez estuviera convaleciendo de la tormenta.
El doctor Diaz regreso al escritorio y dijo sin explicar:
– Es así, pero no todas las noches. Piden luz para guiarse, después oscuridad para los desembarcos, siempre silenciosos. Y siempre pagan. Siempre descubrimos una botella o seis, o cajas de dulces también ingleses escondidas entre tablas del muelle. (No me gusta que a algo duro e inhóspito se le designe con una palabra que también significa blandura y alivio. Prefiero embarcadero y mejor aun, si traduzco al Francés, debarcadere; así se llama el mejor libro de poemas de Superviele.
– Y la policía…
– Tranquilo, amigo. Ellos son los primeros en cobrar.
Desde hacia rato, molesta como una abeja, la canción infantil se interponía entre nosotros. Monótona y tenaz, trepaba sin pausa apoyándose en su propia estupidez para reiterarse y subir.
Una cosa me encontré cinco veces lo diré y si nadie la reclama con ella me quedare.
– Es mentira -dijo el medico mostrando una sonrisa de cariño