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Nos separaban unos cincuenta metros. Bestia un overol, era alto, robusto y recién afeitado.

Estuvimos mirándonos hasta que el sonrió y se fue acercando, balanceándose para mantener el equilibrio sobre una cubierta embravecida. No, no se trataba de ningún pensable mar. La prudencia de los pasos era fruto de la libre fiesta alcohólica de su noche.

Sonreía bondadoso.

– Antonio, para servirlo -dijo-. Le di mi nombre y nos estrechamos las manos sin hacer fuerza.

– Desde donde viene, amigo -pregunto algo incrédulo.

No se por que me invente para responderle un simpático cantito que de alguna provincia seria.

– Yo vengo de allá abajo, del río, y ando en busca de medico o partera para una dona que la deje forcejeando pero no acaba de salir de cuidado.

– Del río -fue comprendiendo el hombre y aparto con un pie la gran valija que había arrastra-do y que yo creía no haberle visto-. Conozco, conocí y gracias a Dios deje de conocer y pude olvidar cuando las cosas mejoraron.

– ¿Usté estuvo? -pregunte-. Cuando, en que tiempo.

– Hace mucho, era un tiempo de desgracia. Y usted sabe, la mala suerte, dijera un amigo, es como una costra que le cubriera el cuerpo, sin pecado, y si a veces cae es porque Dios o Destine quisieron.

– Se lo comprendo muy bien. Pero quisiera saber por que Santamaría se ha vaciado de gente.

– Bueno -dijo con risa-, estoy quedando yo. Pero también yo me estoy yendo., ¿Cómo no le avisaron? Si andaba buscando ayuda para esa desgracia…

– No me avisaron o no sabían. Mis compañeros de trabajo son gringos. Que van a saber de fiestas locales.

– Pero se me ocurre que usted, con respeto, es mas o menos tan gringo. Le digo mi sospecha: usted es un che.

– Cierto. Pero soy un che oriental.

– Ah, perdone. Lo estaba confundiendo con porteño, que tanto daño nos hicieron. Un abrazo.

Y Eufrasia sangrando.

Cuando me libre del apretón insistí en mi urgencia. El hombre repuso:

– Le explico todo en dos palabras. Estamos a jueves y cae en San Cono, que es el santo patrono de la ciudad. Todas las ciudades tienen. Aquí le llamamos puente. No se si usted me entiende. Compruebe. Jueves San Cono, viernes salteado, sábado, do-mingo no se trabaja. Los ricos empiezan a volver con sus coches de sus excursiones los días lunes. Los que no se mataron en la carretera, ida o vuelta. Cada año, aunque no haya puente, San Cono mata mas cristianos. Y no le importa que sean mujeres o niños. Esta en las estadísticas, que no mienten. En cambio nuestro San Cono, le hablo de nosotros, los pobres, tenemos que recibirlo como una esperanza de algún dinero. Casi siempre en monedas. Nosotros, mi señora y yo, vamos a vender cosas de la fecha, alimentos, refrescos aunque sin hielo. También otra gente amiga se distribuye por el mercado de las pulgas, la feria de Yaro o el Rastro. A cada uno su suerte.

– Esta claro. Pero yo vine por esa mujer que…

– Si, señor. Y yo solo distraigo y lo demoro. ¿Pero lo demoro de que? Si usted no la trajo será que no se puede. Para el hospital también es San Cono.

Solo conservan urgencias pero de ahí nadie se le va a correr hasta la obra del río. Comadrona no conozco. Y menos partera. Se me ocurre una pista pero no le doy garantía. Nos queda el doctor Diaz Grey pero ni me imagino que puede resultar. Para mi, esa casa tiene algo de misterio. Bueno. Llegar le va a ser fácil.

– ¿Díaz, dice?

– Sí, el medico del braguetazo. Mire: toma derecho a la izquierda y cuando ve la gasolinera, una cuadra antes de llegar, dobla a la izquierda hasta el monte de eucaliptos y ahí mismo mira para el no y ahí esta la bruta casa con zancos que hizo el viejo loco, millonario después de muerto. No tiene perdida. Golpee hasta que abran porque esa gente tiene servicio un mes si y otro no. Buenas personas, sin despreciar; pero algo raras, señor.

Le dije gracias varias veces y obedecí. Fui marcando con las pesadas botas el laberinto que me había dictado y finalmente quede enfrentado a la extraña casa que habitaba Díaz Grey, medico, con su familia y sus servidores.

Unos metros nos separaban. Empecé a caminar cuando me distrajo y desvió un ruido de gente a mi izquierda, un pataleo arrastrado por música y cantos.

La oí comenzar como un murmullo, cantinela que se acercaba hacia la plaza y desde la iglesia. Mas tarde vi sombras y de inmediato el resplandor de los cirios. La procesión la encabezaba un cura tal vez mas gordo que los integrantes del desfile sonoro, enjaezado con blancuras y oros y precediéndose con una cruz que no soportaba ni sufría porque casi seguramente la había claveteado el sacristán con dos listones de pino. Así que no hacia otra cosa que alzarla, con su gruesa vela incrustada en la juntura de los palos, de llama estremecida por el isócrono andar del cura que precedía marcha y cántico:

Señor Brausen por tu amor pan la lluvia y quita el sol.

Otras veces creí oír:

Por mi amor

Mas tarde y coreando la magnificencia del poema, colocaban sobre el polvo zapatos charolados los representantes del cinismo cruel, los ricos, los terratenientes, los exprimidores de peones que se llamaban y se hacían llamar las fuerzas vivas de la nación. Ignoraban estos, como ignoraban todo porque habían nacido en cunas de codicia; todo aparte del precio de cereales, vacas y lanas. Ignoraban que quien nació para veintén nunca llega a medio real. Ignoraban que la que nació para provincia nunca llega a ser país. Y desconocían a los seres animalizados por ellos, sobras sucias, el viejo sudor, las alpargatas arrastradas sobre la tierra, única amiga en renovadas y mezquinas promesas, siempre ajena y expectante para acoger en agujeros el final de sufrimientos y esperanzas. Estos eran los portadores de cirios de llamas palpitantes, ayudando en la noche, sin necesidad, al calor creciente.

Luego la imbecilidad se concentro e hizo temible explosión dentro de la iglesia. Solo pude distinguir, para burlarme sin palabras ni sonrisas, los gastados nombres de Sodorna y Gomorra. No fueron mencionados los deseables Ángeles efebos que, en ejercicio de la democracia, reclame el pueblo de Sodoma. Pero si el cura engalanado recordó una lluvia de fuego que ya insinuaba el repugnante calor que agobiaba la ciudad, comarca, provincia, país o reino llamado Santamaría. Y aulló a los sucios desarrapados de cosechas perdidas que la culpa era de ellos, que la seca o sequía había sido impuesta por Nuestro Señor, el de la infinita misericordia, en castigo por los terribles y sucios pecados de los temerosos oyentes. La gleba, hombres que nunca habían deseado hombres, hambrientas mujeres hambrientas que nunca habían deseado mujeres, que solo sabían cumplir el mandato divino de reproducción despatarrándose y pariendo niños que tenían casi siempre la curiosa costumbre de morir antes de llegar a la incuba-dora del Hospital Mariano-Suizo, donde a veces los admitían.

Tal vez los espantosos pecados habían sido cometidos por boticarios, maestros, alcaldes, terratenientes, caciques. Acaso por la chusma bien vestida y comida que podía permitirse reuniones secretas en las numerosas piezas del burdel y traer desde la capital putas bien vestidas, bien pintadas y tenidas para reunirse allí provistos de buenas bebidas y organizar lo que ellos llamaban una farra.

Pero la verdad es que luego de la procesión y de la falsa indignación profética del cura, el cielo comenzó a nublarse y se escucho la aproximación de los truenos. Al fondo del callejón donde moría, incomprensible en la lluvia, un ultimo resplandor de sol, naranja, ocre, cruzo buscando guarida en la iglesia una pareja de masturbadores ensotanados

Casi enseguida comenzó la rudeza de una tormenta de verano, grandilocuente, de gruesas gotas, instalada para siempre en el cielo, ruidosa, inagotable.

Ahora tenia casi enfrentada la casa. Un cuadrilongo blanco y sin gracia semejante a una caja de zapatos, sostenido por catorce pilares. En ese momento empezó una llovizna de hilos de plata muy separados entre si. Sentí que el agua me resbalaba por la nuca mientras fui y alcance la casa del medico. Me habían dicho que en un tiempo hubo estatuas de mármol en el jardín pero estaba raso y descuidado. Empuje el gran portón negro de hierro con letras entrelazadas: J.P.

Aplastado y azul contra la puerta hostil dentro del overol ya húmedo, algo protegido del agua por una marquesina que sobresalía como un pueril desafío, apreté el timbre con furia y grosería. Estaba solo y temblando y el paisaje anochecido también se veía solitario y en suave temblor detrás de los espesos hilos de la lluvia.

Por fin abrió, impetuosa, una mano que hizo golpear la puerta contra la pared. Me quite la gorra con la desteñida inscripción de una empresa petrolera y quede enfrentado a una mujer muy alta y flaca, muy rubia, que mantuvo descubierta una hermosa dentadura, en silencio, mientras miraba la sombra del paisaje mas allá, por encima de mi hombro. Le quedaban restos de infancia en los ojos claros que entornaba para mirar -una luz rabiosa, desafiante, que se arrepentía enseguida-, un poco en el pecho liso, en la camisa de hombre y el pequeño lazo de terciopelo al cuello; un convincente remedo en las piernas largas, en el sobrio trasero de muchacho, libre dentro del pantalón de montar. Tenia los dientes superiores grandes y salientes, la cara asombrada y atenta.

Siempre sonriendo dijo con frases inconexas que no aceptaban matices:

– Estas malas noches la cosa es que estamos solos y cada lluvia que nunca llueve en el campo nos mata los fusibles y el doctor mi padre se enoja y hay que andar de un lado a otro con el olor asqueroso de las lámparas y ahora tiene que entrar y secarse mientras yo voy a preguntar.

Una carcajada infantil y se fue hacia el calor de la casa dejando la puerta abierta contra la pared.

Abandonado y dudoso, perseguí al rato el ruido de los pasos de la mujer. Camine por un corredor con suave olor a cuero y me detuve en una arcada donde colgaban cortinas oscuras en los costados. Mas allá, adentro, había una gran habitación iluminada y cálida. La mujer se había sosegado sentada junto a la gran mesa con carpeta verde y mantenía con voluntad, mas estrecha ahora, la sonrisa sin destino visible.

De pie frente al vidrio combado de un ventanal que daba al no, quieto y de espaldas, un hombre vestido con túnica blanca miraba hacia afuera.

Nervioso por el silencio y la inmovilidad tosí dos veces y el hombre de la túnica se volvió. Era flaco, con escaso pelo rubio, las curvas de la boca trabajadas por el tiempo y el hastió. Me saludo con una cabezada y enseguida dijo, como si hablara a solas:

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