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– Depende. No me ofrecería para lucrar negros ni cualquier clase de esclavos.

– Lamento decirle que mi muestrario de ofertas es muy reducido. No dispongo de esa clase de infamias. Para su ambición le puedo proporcionar este destino: ir a un país desconocido, no hacer nada y cobrar mucho dinero. No hacer nada pero dejar hacer. Y también informar.

10 de abril

Me aleje de las ominosas S.O.S. alegando enfermedad y tuve tres entrevistas con el hombre que se hacía llamar «Profesor Paley, aunque no sean mi nombre ni titulo. También tengo otro nombre y profesión para usted».

En la segunda o en la ultima reunión, apareció la palabra destino. El profesor preguntó si el nombre Santamaría me era conocido. Le dije que toda América del Sur y del Centra estaba salpicada de ciudades o pueblos que llevaban ese nombre.

– Ya lo se. Pero nuestra Santamaría es cosa distinta.

Así apunto, mas o menos fiel, el episodio de mi adiós a Monte. Recuerdo que entonces robe el lema del New York Times y me jure apuntar todo lo que fuera digno de ser apuntado.

12 de abril

Me resulta fácil empezar estos apuntes pero no se si podré cumplir la auto promesa de continuar apuntando diariamente. Porque ignoro adonde voy y para que me llevan.

Mi situación en Monte es muy mala y bordea la angustia, en la que no acepto entrar porque me ayuda siempre el recuerdo de un amigo de mucho tiempo atrás llamado Kirilov o algo parecido. Se que lo expulsaron de su partido.

28 de abril

Cuando salí de Monte con un currículum abusivamente sobresaliente y bajo el brazo un recién nacido titulo de ingeniero, el profesor Paley estaba a mi lado y no me abandono hasta que pisamos Santamaría. No necesito hablar mucho para convencerme de que para mi no había trabajo en el país donde yo había nacido. Sin violencia, me hizo firmar un con-trato que cubría un par de anos y prometía sueldos en buenos dólares. Vagamente, me explico que no se trataba de construir una presa o represa, sino solamente de cimentar lo que ya estaba hecho. Como a mi todo me daba igual, después de muchos desengaños de clase diversa, firme lo que Paley quiso.

En el principio, después de huir de Monte, tristeza y peligro, luego de atravesar el río de barro y de sueñera, luego de remontar otro río, mas estrecho y cuya tradición esta hecha de amenaza y suicidio, desemboque en un amanecer san mariano.

Pero mi visita oficial a Santamaría, y a la par-te final y mas importante de mi destino, sucedió días después cuando Paley, judío portugués y el único conocido de mis nuevos patrones, me acerco al río en su coche sueco.

Estuve mirando la parte paisajística de mi futuro. A la izquierda, una enorme casa rodante con un automóvil gris ensillado; al frente, una casona, desconchada y sucia, y luego, sobre el recodo de las aguas, apuntando a mas tierra incógnita de Santamaría Nueva, un puente de tablas con barandas de soga. A la derecha, árboles, bosques, jungla.

Pienso que con lo escrito cualquier lector puede dibujar un mapa de aquella región de Santamaría. Pero ni yo sabia de mi acercamiento, tan lento, a través del gotear monótono de los días y las paginas, a la mas dolorosa y vulgar de las caras de mi desgracia.

Ahí estuve y mire. Con la promesa, cumplida, de muchos dólares, la perspectiva de un trabajo interesante y embrutecedor, la esperanza de una larga aunque incompleta soledad. No se cuanto mas tarde estuve recordando el faro que nunca pude habitar en el Río Negro.

Paréntesis: Fue en Monte donde me entere de la existencia de un puesto vacante de farero en el Río Negro, un río que parte el país, casi exactamente, en mitades. Algún cínico apátrida me dijo una vez que la parte norte era para Brasil y la del sur para los argentinos. Yo andaba solo y muy pobre y con ganas de huir de todo el mundo. Por contactos familiares, el faro llego a ser mío en los papeles de la burocracia. Pero cuando supe que mi deseada soledad solo iba a ser quebrada una vez cada seis meses por una lancha cargada con latas de comida y diarios, de fechas caducas, me eche atrás aterido por un miedo mas fuerte que la humedad del faro nunca usado.

Olvido el Río Negro y su alto faro parpadeante que seguirá señalando rutas a los marinos. Es probable que lo hayan privatizado y que algunos nórdicos estén cobrando peaje.

Ahora contemplo otro no que supongo manso. Queda descrito sumariamente este curioso escenario; como todos, reclama personajes, personas, pobladores que, poco mas tarde, fueron apareciendo y el supuesto portugués me los fue presentando.

Fue como si hubiera hecho chasquear los dedos. Primero aparecieron Tom, Dick y Harry con grandes botas aguadas, con grandes blancas sonrisas aprendidas desde la infancia allá en Oklahoma City o Main Street o Texas. Me parecieron simpáticos y crueles. Nos saludamos: su español baldado y mi ingles tartamudo. Con mucha cordialidad me hicieron saber que la represa estaba prácticamente terminada y que solo podía servir para dar consejos innecesarios sobre una vaguedad que no nombraban obras de ratificación de apuntalamiento. También supe por ellos que, mas allá del temeroso puentecito y siguiendo siempre hacia el este, existía y prosperaba una Colonia Suiza de la que alguien alguna vez, en un pasado huidizo, me había hablado. La mención de la Colonia me bastó para que Tom, Dick y Harry se rejuvenecieran con rubores débiles y breves, rieran y cambiaran golpes en los hombros desarrollados y fortalecidos en los campos de deportes de universidades tan lejanas ahora como sus primeras juventudes.

Repuestos, uno de ellos hablo, tal vez fue Dick. Me explico que ahora la Colonia Suiza no era ni por asomo una colonia sino una ciudad pujante, volcada al futuro, en constante expansión, y no re-cuerdo cuantas otras bellezas y tonterías mas. Si, fue Dick quien inicio las alabanzas. Era un coro y, por caso de celebración inconsciente, pensé en el titulo que un amigo muy querido prometió poner a un libro pornográfico que jamás llego a escribir: La unanimidad de las cotorras. Nada que ver, pero se me ocurrió sin culpa.

1 de mayo

Y aquí estaba en un lugar, que solo existe para geógrafos enviciados, llamado Santamaría Este, sacudiéndome el pasado como trataba de apartar las pulgas una perrita muy querida que alguna vez tuve y con mi falso titulo de ingeniero, tratando de dirigir el trabajo de unos veinte peones mestizos y explotados. Estábamos terminando de construir una represa, justo allí donde el río y la tierra imponían un codo.

3 de mayo

Era la hora del hambre, del sol justo encima de nuestras cabezas. Estábamos dentro del edificio que me quedo destinado como casa, hecho con grandes piedras fofas. Alguien había ido hasta la caravana para volver con una botella de whisky, de marca para mi desconocida, y vasos de plástico. Uno de los gringos me dijo:

– Ahora le falta conocer a dona Eufrasia. Para ir bien con ella hay que mantenerle el tratamiento. Ya vera. Todavía tiene buen cuerpo. Nadie sabe si treinta o cuarenta. Ella es tres cuartos de india y muy mandona si le toleran. Con nosotros anda en una especie de paz armada. Fue al este a comprarnos alimentos frescos. Odia las latas mas que nosotros. Y nunca nos falla, debe estar por volver.

Y dona Eufrasia llego; un cuerpo que me pareció deseable aunque con grandes pechos cayentes. Pero la cara había sufrido mucho y era mejor no mirarla; probablemente ella lo agradeciera.

Era alta, oscura, sudorosa y desgreñada, un animal cargado en los lomos con una mochila de cuero reluciente, propiedad de mis amigos, y colgando de cada brazo una bolsa red llena de marcas comerciales. Saludo con un cabezazo mientras mis gringos hacían presentaciones confusas. Se alivio de los pesos y me mostró como un relámpago su dentadura blanca, interrumpida por el lento saboreo de la hoja de coca. Nos apretarnos las manos y yo apreté una maderita seca, y tanto sus ojos negros como los míos compusieron un mirar turbio y burlón.

Pero supe enseguida que había algo mas. Oí tres palabras de orden: saluda al señor. Entonces se desprendió del refugio de la pollera la forma intimidada de una niñita rubia, con grandes ojos claros, impasibles, que solo investigaban tranquilos, con su breve pollera escocesa y una blusita blanca y limpia. Insistió la madre:

– Elvirita, saluda.

Y entonces la niña dijo "salú" moviendo una mano, levantando la clara inocencia de sus ojos.

Mucho tiempo paso antes de que aceptara que había sido yo el inocente.

La mujer hablo:. *»

– Es preciosa, todo el mundo comenta y me la hacen consentida. Otra tuve, de apelativo Josefina, morochona como el padre. Poco se de su vida. Me tienen dicho que esta en casa de un medico, pero un medico de verdad.

Bastaba mirar la piel de la señora Eufrasia para saber que no necesito ayuda oscura para tener una hija morochona.

Pasaron meses rellenos por la monótona reiteración de los días. Al agua para vigilar su presión y vigilar el trabajo del mestizaje, casi recompensados de la miseria que les aguardaba en sus chozas de la selva, por las libras que, turnados, algunos de mis amigos gringos les tiraban en las quincenas de pago.

La casona demasiado grande y toda pintada de blanco, en guerra contra el sol asesino, inútil para las noches en que el calor se situaba, inmóvil y resuelto, sobre nosotros, la casa blanca, el mundo en que vivíamos. Quedaron los mundos helados del recuerdo pero ya no ayudaban, ya no se creían. Y entonces comenzaron las bromas porque dona Eufrasia, insuperable en la factura del locro, en el arte de asar carnes y sabiendo siempre quien la quería seca o sangrienta, comenzó a engordar.

Éramos cuatro: Tom, Dick, Harry y yo. Y el calor nos obligaba a quemarnos labios y boca con salsas de ají. Así sudábamos mas.

Eufrasia cocinaba, hacía de la casa un alarde excesivo de limpieza, Eufrasia era feliz y sin necesidad de sonrisas, Eufrasia seguía engordando, milímetro a milímetro.

Todos los domingos, al madrugar, Eufrasia iba caminando hasta la iglesia de Santamaría. El edificio evocaba la Colonia española y tenía, puntual-mente, rosadas las cuatro esquinas. Había dejado en la casa alguna comida y era necesario tirar a suertes quien debía encargarse de ir hasta el pueblo ciudad para comprar alimentos y bebidas. Y siempre viajábamos en pareja para disfrutar del lento placer de apoyarnos en el mostrador del Chamame para tomar un aperitivo o mas. Según venían las cosas, y era imposible adivinar su origen, los mediodías del domingo transcurrían en silencios sin rencor, cada uno en su vaso, cada uno mirando sin ver la estantería pesada de botellas, las manchas de humedad en la placa sin replica del espejo que algún día lejano reflejo fiestas, parejas, suizos de tez rojiza y atezada.

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