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– . No puede haber encontrado nada. Se trata de un viejo juego y yo se como termina. O como ella quiere que termine.

Se puso de pie para agregar:

– Le voy a pedir un favor, si no es abusar.

–  Yo, si puedo…

– Gracias.

Fue hasta la vitrina casi junto a la negrura del balcón o ventana. Saco un puñado de llaves que surgieron del bolsillo trasero del pantalón. Mire desconcertado la cantidad de llaves exhibidas y su desparejo tamaño. Las había diminutas y otras enormes cuyo uso era insospechable.

Una vez mas, desde muy abajo y como apenas cubierta por una leve capa de tierra, subió y se fue repitiendo tanto, que de infantil se volvía estúpida:

Una cosa me encontré cinco veces lo diré y si nadie la reclama con ella me quedare.

Diaz Grey movió la cabeza, negando y sonriendo.

– Es un viejo juego -repitió-. No encontró nada porque todo esta aquí en la vitrina. Pero ahora le pido ese favor. Que termine su whisky y baje a preguntarle que encontró. No hay peligro.

Levante el vaso sin beber y vacile entre callarme o decir una grosería a la cara flaca y cínica que mantenía su sonrisa paternal.

– No -dijo Diaz Grey-, ni alcahuete ni cornudo. Hace años que mande al mundo, hombres, mujeres, a la putísima madre que los parió. Hace mucho tiempo que nos casamos, que luche para con-seguir que fuera mi mujer en la cama. Ella, la gringa, tenia terror. Es posible que haya tenido que violarla y luego meses de mimos y abstinencia. De pronto, un día de verano vino a ofrecerse. La tome con dulzura, sin agresión, lento, paciente. La conveniencia de que éramos padre severo e hija traviesa. No me importa decirle que vivimos en pleno incesto. Y muy felices. Sospecho que ella sigue masturbándose porque hay sueños que ignoro, hay defensa contra un posible macho poseedor. Solo yo, tan como distraído, sin dar importancia a lo que hacemos. Tan papá con su hijita querida perniabierta y tranquila, en paz, sin sombras de miedo, con una sonrisa de bondad y picardía.

– Vaya; por favor. Es asunto de terapia. Hace dos años o tres que quiero cuidarla de ella misma. La voy a curar antes de morirme.

– Pero que puedo…

– Curarla de ese terror a la gente. La quiero sana aunque gaste y pierda tiempo. Algo de animalito salvaje. Baje y háblele. Como desinteresado, sin hacerle mucho caso.

Antes de que yo bajara la mujer había subido y estaba ahora sentada en la esquina de la mesa mas próxima a la puerta y respiraba silenciosa abriendo la boca, los ojos parecían ciegos. El medico sonrió mientras retrocedía; en la zona de penumbra su bata había endurecido y semejaba mármol.

– Perdóneme -dijo-. No quería molestarlo. Me pareció prudente.

– El coche -murmuro la mujer sin moverse-. Tiene que haber venido en coche.

– No nos asusta el agua -porfié casi insolente-. Vine porque una pobre mujer se esta muriendo. O ya esta muerta, con tanto perder el tiempo. Vine en un jeep tan acostumbrado como yo.

El medico volvió a su sillón, a la mesa excesiva, y dijo con voz suave:

– No me gustan los gritos. Aunque aullé como un perro extraviado no podrá resucitarla.

Permanecí erguido, aceptando el fatalismo, dejando que se me evaporara la indignación y el sostenido impulso que lo había alimentado durante el viaje, el contemplar la procesión a medias entendida, la entrevista con el dueño de la extraña casa lacustre, altiva desde sus catorce pilares. Desvié la mirada, buscando un posible apoyo, hacia la mujer sentada en el ángulo del escritorio: no había ojos que me correspondieran; la cara flaca, aplastada entre dos manchas de pelo amarillo, estaba llena y estremecida por muecas que le retorcían la boca y le agitaban la piel que rodeaba los ojos dilatados.

El medico la miro y de pronto fue como si estuvieran solos, ella y el, sin la presencia del intruso, sin lluvia o tormenta, sin el vibrato de angustia que agregaban a su clamor ronco los remolcadores en el pequeño puerto. Luego, sin dejar de mirarla, el hombre de la túnica manoteo sobre la mesa buscando algo que no pudo encontrar y bruscamente volvió la cara hacia mi para recitar nervioso y rápido:

– Usted no puede volverse allá, ni yo puedo. En su camino esta inundado el zanjón de Genser, que los gringos nos dejaron para marcar diferencias. No hay esta noche ningún auto que pueda cruzarlo sin quedar ahogado. Vayan por favor a meter el jeep en el garaje y vuelvan para abrigarse y comer algo.

El rostro de la mujer se fue sosegando hasta la calma.

– Dame -imploro con voz de niña.

– Si -dijo el medico-, pero no todavía. La mujer se dejo caer hasta pisar eL suelo y se acerco para besarlo en las dos mejillas. Luego se colgó de los hombros un impermeable azul oscuro, chasqueo los dedos para ordenarme que la siguiera y corrimos afuera, mojándonos, hacia la boca del garaje, abierta en la sombra, paciente en su espera.

– Traiga su coche -dijo la mujer mientras entraba en la sombra del garaje y palpaba una pared hasta encontrar la llave de la luz que broto amarilla y pobre, colgada de un cable desde mitad del techo.

Logre vencer rezongos y toses del vehículo y lo maneje lentamente hasta introducirlo en el garaje. Apague el motor junto a un automóvil, largo y oscuro, al que le faltaba una rueda delantera y se apoyaba, embarrado y polvoriento, sobre un caballete.

Cuando baje del jeep recibí el llamado, la voz engrosada de la mujer. La distinguí, mas flaca y alta, empujando la pared con su espalda. Dejo caer el impermeable, fue alzando con desmayo el vestido y, levantando los brazos, se crucifico contra la áspera pared del garaje.

– Venga -ronco-. Venga y tóqueme por Dios, por lo que mas quiera. Tóqueme. No puedo mas- lo dijo como pidiendo perdón.

Sin deseo y sonámbulo me acerque a la mujer y apoye dos dedos en el pelo. No había ropa que apartar. Luego, por instinto, los baje hasta la humedad y estuve subiendo, bajando, hundiendo sin saber si era eso lo que suplicaba la mujer. Sí, era eso. Proseguí moviendo la mano, ridículo, avergonzado, sin conocer con nitidez aquello que estaba pasando, los dedos en su lento pasar torpes e incansables bajo suspiros y un llanto de gatito recién nacido hasta que sentí que la mujer se derramaba y dejaba caer los brazos, el cuerpo ahora con los muslos cruzados, siempre apoyado a la pared, sin llegar a las manchas aceitosas del piso.

La mujer se fue irguiendo lentamente con temblores y suspiros, los ojos dormidos hasta que me reconoció. Yo había retrocedido hacia los coches, la mano fatigada escondida en un bolsillo. La mujer pareció saludarme con una sonrisa tímida que se ensancho de pronto hasta convertirse en impúdica; proponía complicidad y olvido.

– Vamos -dijo-, que nos esta esperando y ya no se cuanto tardamos. Al apagar la luz se detuvo un instante para agregar «querido», afirmando con la cabeza, y volvió a correr en la noche bajo la lluvia rabiosa, tropical.

El medico estaba ahora sin bata y mostraba un traje azul y caro, camisa blanca y una corbata de color vinoso. Acaso sujetara los puños con gemelos. Y parecía que allí arriba el tiempo hubiera demorado mas que en el garaje porque el doctor parecía recién bañado y afeitado, puesto en el sillón frente al escritorio como un ser flamante, desterrado de cualquier ayer imaginable. Estaba jugando, jugueteando, con un sabor de madera lustrosa y con algunos naipes que salían. La mujer no estaba. Pude estar mirando los preparativos de un tahúr, suavemente perfumado, para una gran noche de estafa o desengaño. Muchas horas, un sueno de imposible cumplimiento en aquella Santamaría, desierto monótono que interrumpían a veces presencias que no llegaban a ser tales, que no significaban La mujer entro, se acerco a la noche del ventanal y restregó la nariz en el vidrio. Luego se acerco al medico con una sonrisa infantil doblando su largo cuerpo en una curiosa actitud, sumergiéndolo en la infancia y el desamparo. Beso muchas veces, con labios silenciosos y picoteo de pájaro, la mejilla del hombre, acaricio con la lengua la oreja hasta que la detuvo un rechazo que no aparentaba violencia ni repulsa y se fue.

Creí llegado el momento de despedirme y me puse de pie.

– Bien -dijo el medico-. Creo que los gringos se irán dentro de pocos meses. Entonces comenzara su tarea. Entretanto disfrute del clima y no se mate trabajando. Ya avisare.

Una sonrisa burlona y nos dimos la mano.

Baje la escalera y la encontré junto a una mujer de pelo muy negro. Estaba molesto y mis ropas seguían húmedas.

Ella abrió grande la boca pero sin que saliera el grito, fue retrocediendo hasta oprimir las espaldas contra la otra mujer, un brazo alzado como para protegerse de un golpe, una amenaza, una mala palabra. Después aulló:

– Váyase, no me toque. No quiero verlo nunca mas. Si no se va enseguida subo y le cuento a mi padre la cochinada que me hizo en el garaje.

Por un momento quede inmóvil, algo aterrado ante el charco incomprensible de la demencia. Los ojos de la mujer, endurecidos, brillaban de furia y miedo. Después solo pensé: Yunta de locos, y camine cauteloso hasta la puerta de salida.

No había lluvia, un enano vapor estaba subiendo desde los pastes de las calles y nubes negras y remotas dejaban filtrar, calmas, la amenaza de un nuevo día.

Supe que durante mi ausencia Tom, Dick y Harry habían vuelto a vigilar el trabajo del peonaje negruzco, flaco y semidesnudo que iba regresando al no. Una barra de hierro golpeada contra un trozo de vía de tren fantasma con la energía rabiosa del capataz. Este era un mulato sonriente, engreído, adulón de los gringos, despiadado con sus esclavos famélicos.

Nadie pudo ver a Eufrasia en aquella ardiente soledad. Solo imaginarla desprendiéndose primero de la confusa humedad de la arpillera del catre, manoteando y rompiendo una rama de un árbol que adornaba la entrada de la casa y caminar luego, apoyada sin arriesgarse en el improvisado bastón. Debe haber caminado pisando pastes que se erguían esperando la tormenta que baladronaba en los cielos. Lenta, paso a paso sobre asperezas que subían y bajaban, moviendo las piernas con ritmo de muñeco, piernas de madera.

Y así había llegado al borde del agua que llamaban arroyo. Cargaba en la espalda una bolsa de trapos. Allí busco entre los yuyos que alimentaba el agua, estuvo eligiendo y apartando hojas y, cuando logro dos puñados de las infalibles, las fue amasando mientras murmuraba plegarias en un idioma que había muerto para los gringos siglos atrás. Con esa pasta vegetal se froto el vientre hinchado sin dejar de hablar con los dioses de la selva. Luego se arrastro hasta la orilla del arroyo y espero sufriendo, despatarrada, segura de su triunfo.

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