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El Solitario se quedó callado. Anita fruncía el ceño en inconsciente imitación de su jefe, apretaba las mandíbulas y le brotaban arrugas sobre los labios. Seguróla temblaba con su paleta en la mano más de lo acostumbrado, por suerte el Llanero no lo veía y no podía malquistarse por ello, aunque quizá se había malquistado a sí mismo con sus pensamientos no obligados y errantes. Segarra mantenía muy abiertos sus ojos optimistas y vivos del que nunca entiende del todo nada y ya no estaba tan firme, había apoyado un guante en el respaldo de la butaca que tenía a su lado. Téllez vaciaba por fin su pipa exhausta dándole golpecitos contra el cenicero y mascullaba con envaramiento, decía:

– No es para tanto, no es para tanto, un exceso de escrúpulos, no hay que atormentarse, señor, por cosas hipotéticas e improbables. Además, uno no puede ser responsable de aquello que ignora o de lo que se entera cuando es ya tarde, y a vos no os lo cuentan todo.

– Ni falta que hace, oiga -intervino Anita con celo-, ya tiene demasiado en la cabeza.

– ¿No? -dijo Only the Lonely rápidamente (aunque no tanto como para impedir la intercesión maternal de la señorita)-. ¿Estás seguro de eso, Juanito? Un cazador puede ir de caza y disparar al bulto y a distancia. Mata inadvertidamente a un muchacho que dormía entre la maleza en el bosque y que ni siquiera grita cuando le alcanza la bala, muere en sueños: el cazador no se entera de lo que ha hecho, puede no llegar a saberlo nunca, pero está hecho: el muchacho no murió por sí solo. Un conductor atropella a un transeúnte una noche, le da un topetazo, lleva prisa o tiene miedo o va borracho, aun así frena un poco dudando; ve por el espejo retrovisor que su víctima se levanta tambaleante, no ha sido gran cosa, respira tranquilo y sigue adelante. A los pocos días una hemorragia interna se lleva al viandante a la tumba, el conductor no se entera, puede no llegar a saberlo nunca, pero está hecho: el transeúnte no murió por sí solo. O aún más azaroso, más involuntario: un médico llama a una mujer enferma, ella no está en casa y sale su contestador, él deja un recado trivial y olvida apretar el botón que cuelga estos teléfonos modernos -Only You señaló con un dedo el que llevaba en el bolsillo Anita, que lo sacó en seguida como para hacer una demostración si se terciaba-; a continuación (se ha quedado pensando en ella) el médico comenta con su enfermera el fatal diagnóstico de la mujer, a la que de momento piensa dar muchas esperanzas o bien no decirle nada. Sus comentarios piadosos y los de la enfermera quedan grabados en la cinta de la paciente, quien al oírlos decide no esperar al dolor y a la lenta ruina, se quita la vida esa misma noche. El médico puede no llegar a saberlo nunca, sobre todo si la mujer vive sola y a nadie más se le ocurre escuchar esa cinta. Pero está hecho: la enferma no murió de su enfermedad, no murió por sí sola.

'O si se la lleva alguien', pensé, y esta vez el pensamiento me vino mucho más despacio, 'si alguien la roba, el propio médico o la enfermera que se dieron cuenta, aunque demasiado tarde. O cuyos comentarios no fueron involuntarios sino piedad fingida, si conocían ambos a la paciente y tenían algo contra ella, o les estorbaba.'

– Pero eso nos ocurre a todos -protestó Téllez-, no sólo a los gobernantes, buena prueba son estos mismos ejemplos. Lo único seguro sería no decir ni hacer nunca nada, y aun así: puede que la inactividad y el silencio tuvieran los mismos efectos, idénticos resultados, o quién sabe si todavía peores.

– Eso no me consuela, Juanillo, saber que así son las cosas, que nada puede medirse -le respondió el Único, ahora con claras muestras de pesadumbre en su rostro, parecía tener de pronto la boca pastosa-. Es como si me dijeras ante la muerte de un amigo: 'Bueno, al fin y al cabo así son las cosas, se muere todo el mundo', eso no me consolaría. No por eso es tolerable que se mueran los amigos, es intolerable que mueran. Tú has perdido hace poco a una hija, y perdóname que te lo recuerde, y saber que así son las cosas no te habrá servido de mucho ni te habrá aliviado. En mi caso… lo que yo haga o no haga tiene más repercusiones que lo que haga nadie, es más grave, mis deslices o errores pueden afectar a muchos, no sólo a un muchacho durmiente o a un transeúnte o a una mujer sentenciada. Cada uno de mis actos puede tener consecuencias en cadena y masivas, por eso vacilo tanto. Cada uno de vuestros actos afecta a los individuos, y yo apenas trato con ellos. Cada vida, sin embargo, me consta que es única y frágil. -Se volvió más hacia mí, se quedó mirándome un momento sin verme y añadió-: Es intolerable que las personas que conocemos se conviertan en pasado.

Téllez sacó su bolsa de tabaco oloroso y empezó a prepararse una segunda pipa como para disimular con alguna actividad manual la voz que le iba a salir quebrada. (Quizá también para bajar la vista.) Dijo muy despacio mientras lo hacía, como con pereza:

– No tenéis que pedirme perdón, señor. Ya me acuerdo yo todo el rato, vos no me habéis recordado nada. Lo más intolerable es que se convierta en pasado quien uno recuerda como futuro. Pero la única solución a lo que decís, señor, es que todo acabara y no hubiera nada.

– No me parece mala solución a veces -contestó el Solo, y esa respuesta debió de juzgarla Téllez demasiado nihilista para que la oyeran testigos salir de tan prominentes labios, ya que reaccionó en el acto intentando cambiar de conversación y dijo:

– Pero volvamos a lo que nos ocupa, señor, si os parece. ¿Qué os gustaría que se reflejara de vuestra personalidad verdadera, aparte de las vacilaciones, que no sé si serían bien vistas? A Ruibérriz hay que darle instrucciones.

Se abrió entonces la puerta por la que habían entrado Solus y Anita, y por ella apareció una mujer de la limpieza bastante mayor y de aspecto montaraz y malhumorado. Llevaba un plumero y una escoba en las manos y se deslizaba algo encorvada sobre dos paños para no pisar el suelo con las suelas de sus zapatillas, por lo que avanzó muy lentamente como si fuera una esquiadora sobre la nieve compacta con un solo bastón muy largo y el otro muy corto. Nos volvimos todos atónitos a contemplarla en su interminable progreso, con su pelo suelto blanco que tanto avejenta a las viejas, y la conversación quedó un minuto o dos en suspenso porque ella tarareaba con mala voz durante su marcha absorta; hasta que por fin Segarra, cuando la limpiadora llegó a su altura, la cogió del brazo con su guante blanco -de pronto como una zarpa- y le dijo algo en voz baja al tiempo que nos señalaba. La mujer dio un respingo, nos miró, se llevó una mano a la boca para ahogar una exclamación que no fue emitida y apretó cuanto pudo el paso hasta desaparecer por la primera puerta, la que nos había introducido a mí y a Téllez hacía rato. 'Parecía una bruja', pensé, 'o quizá una banshee: ese ser sobrenatural femenino de Irlanda que avisa a las familias de la muerte inminente de alguno de sus miembros. Dicen que a veces canta un lamento fúnebre mientras se peina el cabello, pero más frecuentemente grita o gime bajo las ventanas de la casa amenazada una o dos noches antes de que se produzca la muerte que vaticina. La mujer de la limpieza había tarareado algo irreconocible, no había llegado a lanzar su grito o gemido y no era de noche, pensé: 'No creo que esta casa esté amenazada, somos Téllez y yo los que ya hemos tenido hace un mes una muerta, él en su familia, yo en mis amores. Un vaticinio sobre el pasado.' Cerró la puerta tras de sí, lo último que vimos desaparecer fue el plumero, enganchado con el picaporte un instante.

– Hace cosa de un mes tuve insomnio una noche -dijo el Solitario entonces sin hacer mucho caso de la aparición de la banshee -. Me levanté y me fui a otro cuarto para no molestar, puse la televisión y estuve viendo una película antigua ya empezada, no sé cómo se titulaba, fui a buscar luego el periódico del día y ya me lo habían tirado, me lo tiran todo antes de tiempo. Era en blanco y negro y salía Orson Welles muy viejo y gordísimo, os acordáis, está enterrado en España. La película también había sido rodada en España, reconocí las murallas de Avila, y Calatañazor, y Lecumberri, y Soria, la iglesia de Santo Domingo, pero pasaba en Inglaterra y uno se lo creía pese a ver esos sitios tan conocidos, hasta la Casa de Campo salía y daba el pego, todo parecía Inglaterra, una cosa extraña, ver lo que uno sabe que es su país y creer que sea Inglaterra en una pantalla. La película trataba de reyes, Enrique IV y Enrique V, el segundo cuando todavía era Príncipe de Gales, Príncipe Hal lo llamaban a veces, un bala perdida, un calavera, todo el día por ahí de juerga mientras su padre agonizaba, en prostíbulos y tabernas con rameras y con sus amigachos, el gordo Welles, el corruptor más viejo, y otro de su edad, un tipo con cara desagradable y cínica al que llamaban Poins y que se va tomando con él demasiadas confianzas, se ve que no sabe medir hasta dónde puede permitírselas y el príncipe le va parando los pies a medida que en él se opera el cambio. El viejo rey está preocupado y enfermo, pide en una escena que le pongan la corona sobre la almohada y el hijo se la coge antes de tiempo creyendo que ha muerto. En medio hay otra escena en la que el rey tiene insomnio, como me sucedía a mí aquella noche, por suerte en mi caso fue una noche suelta. El no puede dormir desde hace días, mira el cielo por la ventana y desde allí increpa al sueño, al que reprocha que visite los hogares más pobres y los hogares de los asesinos, desdeñando en cambio el suyo más noble. 'Oh tú, sueño parcial', le dice con amargura al sueño, no pude evitar sentirme un poco identificado con él en aquellos momentos, mirando la televisión en bata mientras los demás dormían, aunque también con el príncipe en otros. En realidad el rey no sale mucho en la película o en la parte que yo vi, pero basta para hacerse una idea de cómo es, e incluso de cómo ha sido. Al príncipe se lo ve cambiar, cuando por fin muere el padre y él es coronado rey abjura de su vida pasada (pero inmediatamente pasada, fíjaos, es de anteayer y ayer mismo) y aleja de sí a sus compinches, al pobre Welles lo destierra pese a que el viejo lo llama 'mi dulce niño' arrodillado ante él en plena ceremonia de coronación, a la espera de los prometidos favores y las alegrías aplazadas, aplazadas hasta su decrepitud. 'Ya no soy lo que fui', le dice el nuevo rey, cuando tan sólo unos días antes había compartido con él aventuras y chanzas. A todos decepciona, el viejo rey Enrique llega a sentir la prisa de su hijo cambiado, 'Permanezco demasiado tiempo a tu lado, te canso', le dice ya moribundo. Y aun así le da consejos y le cuenta secretos, le dice: 'Dios sabe por qué atajos y retorcidos caminos llegué a la corona; cómo la conseguí, que Él me perdone', le dice justo antes de expirar. Sus manos están manchadas de sangre y no lo ha olvidado, quizá fue pobre y sin duda conspirador o asesino, aunque haga años que la dignidad del cargo lo haya hecho dignificarse y haya aparentado borrarlo todo superficialmente, al igual que el príncipe deja de ser disoluto cuando se convierte en rey, como si nuestras acciones y personalidad las determinara en parte la percepción que de nosotros se tiene, como si llegáramos a creernos que somos otros de los que creíamos ser porque el azar y el descabezado paso del tiempo van variando nuestra circunstancia externa y nuestros ropajes. O son los atajos y los retorcidos caminos de nuestro esfuerzo los que nos varían y acabamos creyendo que es el destino, acabamos viendo toda nuestra vida a la luz de lo último o de lo más reciente, como si el pasado hubiera sido sólo preparativos y lo fuéramos comprendiendo a medida que se nos aleja, y lo comprendiéramos del todo al término. Cree la madre que hubo de ser madre y la solterona célibe, el asesino asesino y la víctima víctima, como cree el gobernante que sus pasos lo llevaron desde el principio a disponer de otras voluntades y se rastrea la infancia del genio cuando se sabe que es genio; el rey se convence de que le tocaba ser rey si reina y de que le tocaba erigirse en mártir de su linaje si no lo logra, y el que llega a anciano acaba por recordarse como un lento proyecto de ancianidad en todo su tiempo: se ve la vida pasada como una maquinación o como un mero indicio, y entonces se la falsea y se la tergiversa. No varía en la película Welles, que muere fiel a sí mismo, viendo cómo los favores y las alegrías se le aplazan una vez más hasta después de la muerte, traicionado y con el corazón hecho trizas por su dulce niño. ('Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos.') Tanto la suya como esas figuras de reyes entrevistas en hora y media son nítidas y reconocibles, nunca podré dejar de ver esos rostros ni de oír sus palabras cuando piense en Enrique IV y Enrique V de Inglaterra, si es que vuelvo a pensar en ellos. Yo no soy así, mi rostro y mis palabras no dicen nada, y ya va siendo hora de que eso cambie. -El Llanero se detuvo en seco como si saliera de la lectura de un libro, irguió la cabeza y añadió en otro tono-: Es la fuerza de la representación, supongo, tendría que ver un día la película entera.

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