– Pues yo soy de esas, señor, de las que se fijan: tanto en la prensa como en los telediarios bebo vuestras palabras cuando las pillo. Aunque no las escribáis vos mismo, hace gran efecto que seáis vos quien las dice; hasta a mí misma, que os veo a diario en privado y sé lo que hacéis y lo que opináis sobre muchas cosas, me cuesta no tomármelas al pie de la letra sobre la pantalla, aunque no siempre entienda de qué se trata.
También lo llamaba de vos, no supe si como norma o por momentáneo influjo de Téllez.
– Tú eres muy buena y leal, Anita -contestó el Solitario sin hacer mucho caso.
– Yo también me intereso, señor, y os grabo mucho en mi vídeo cuando salís en la tele, para estudiaros las expresiones cuando pensáis en voz alta -dijo entonces el pintor desde su rincón de castigo, aupado también al vos en imitación de los otros.
– Tú es que no te enteras, Seguróla -le respondió el Llanero, pero lo dijo entre dientes y el pintor no oyó bien: de hecho se llevó una mano al oído olvidando que tenía el pincel en ella, se embadurnó un poco la oreja, se pasó un trapo sucio para limpiársela. Todos menos él reímos otra vez brevemente, pero ahora con disimulo. Era obvio que a su modelo lo sacaba de quicio-. Bueno, a lo que iba: no tengo nada en contra de toda esta farsa, que sin duda es necesaria; así ha sido siempre y más ha de serlo ahora, en estos tiempos en que los personajes más públicos tenemos encima perpetuamente el ojo y el oído del mundo multiplicados por mil cámaras y micrófonos, manifiestos y ocultos, un verdadero agobio, yo no sé cómo no nos suicidamos todos. A menudo me siento como un… ¿cómo es esto, Juanito? Ya sabes, un chisme de esos ante el microscopio. -Y formó un diminuto círculo con el pulgar y el índice para mirar por él, inclinado, hacia el cenicero con cerillas y briznas.
– ¿Una brizna? -apuntó Téllez sin esforzar la imaginación lo más mínimo.
– No, hombre, no, eso lo tengo aquí delante.
– ¿Un insecto? -volvió a probar.
– No, qué un insecto, qué dices.
– ¿Una molécula? -aventuró la señorita Anita.
– Parecido, pero no.
– ¿Un virus? -dijo el mayordomo Segarra desde su puesto junto a la chimenea inservible. Había alzado respetuosamente el guante blanco.
– No, tampoco.
– ¿Un pelo? -voceó Seguróla desde su caballete recurriendo sin duda a recuerdos de infancia. -Pero qué pelo ni qué pelo, venga de ahí.
– ¿Una bacteria? -me atreví por fin a hablar yo.
Dudó Only the Lonely, pero parecía ya harto de nuestra incompetencia.
– Bueno, posiblemente sea eso. Como una bacteria ante el microscopio, da lo mismo. Y eso es lo incongruente: que con tanta vigilancia y estudio no se me conozca de veras y mi personalidad sea difusa; y como todo es farsa, no veo por qué no podríamos dirigir nosotros un poco más esa farsa y hacerla más a nuestro gusto, de manera que presentemos unos atributos más claros y reconocibles para las generaciones presentes y más memorables para las futuras -me pregunté si ahora estaba empleando un plural mayestático o si nos estaba incluyendo amablemente a nosotros en estas frases y en sus proyectos: en seguida salí de dudas-, yo aún no tengo ni idea de cómo soy percibido, no sé cuál es mi imagen fuerte, la predominante, lo cual, no nos engañemos, significa lamentablemente que carezco de ella. Cómo decirlo, no tengo imagen artística y, no nos engañemos, esa es la que al final más cuenta, también en vida, también en vida. Así que un primer o segundo paso podrían ser mis discursos, no creo que sea imposible que las vaguedades y vacuidades que institucionalmente estoy obligado a decir no puedan sin embargo ser dichas de una manera más personal, cómo decirlo, sí, menos burocrática y más artística, una manera que haga que la gente se fije y se sorprenda, e intuya que tras todo eso hay un buen mar de fondo, quiero decir un individuo que también pasa lo suyo, un hombre algo atormentado, con su drama a cuestas y ese drama oculto. En mi imagen pública no se ve drama, seamos francos, y quiero que se lo vislumbre al menos, un poco de enigma artístico. Eso es lo que creo que quiero, ¿comprendes, Ruibérriz?, te lo digo como lo pienso.
Ahora no me cupo duda de que me tocaba hablar, se había dirigido a mí con mi nombre que no era el mío.
– Creo comprender, señor -dije-. ¿Y cuál es la imagen que le gustaría tener, o que se trasluciera? ¿Por cuál siente predilección, si puedo preguntar?
Vi un poco de censura en los ojos claros de Téllez, a buen seguro producto de mi tratamiento de usted, que tras el vos de los otros me chirrió hasta a mí mismo, todo se contagia muy fácilmente, de todo podemos ser convencidos. La pipa que fumaba era eterna, como si el tabaco quemado se regenerara y se consumiera varias veces.
– No lo sé bien del todo -respondió Only You acariciándose la otra sien ahora-, ¿a ti qué te parece, Juanillo? Hay mucho donde elegir, pero estaría bien que hubiera cierta autenticidad en la farsa nuestra, quiero decir cierta correspondencia con la verdad de mi carácter y de mis hechos. Por ejemplo, casi nadie sabe que yo soy muy dubitativo. Dudo mucho y de todo, ¿verdad que tú lo sabes bien, Anita? Muchas veces me alegro de que me vengan dadas la mayoría de las decisiones, en otra época mi vida habría sido pura oscilación, pura confusión, mi ánimo un vaivén perpetuo. Por dudar, yo dudo hasta de la justicia de la institución que represento, casi nadie se lo imaginaría, eso es seguro.
– ¿Cómo es eso, señor? -no pude evitar preguntar en mi interesado afán por no dar el menor pie al silencio, esto es, por adelantarme a Téllez, a quien no debía de haber gustado esta última frase: de hecho se irguió en su asiento y mordió más la maltratada pipa.
– Sí, yo no estoy convencido de su razón de ser, quizá he empleado a la ligera la palabra 'justicia', ese es un concepto muy difícil, subjetivo siempre en contra de lo que se quiere y pretende, y desde luego nunca prevalece, en este mundo al menos, para que eso sucediera el condenado por la justicia tendría que estar absolutamente de acuerdo con esa condena, y rara vez sucede, sólo en casos extremos de contrición y arrepentimiento no muy creíbles. Incluso me atrevería a decir que cuando sucede es porque al condenado se lo ha hecho abdicar de su propia idea de justicia, se lo ha convencido con amenazas o con argumentos, tanto da, y se lo ha hecho adoptar el punto de vista del otro, de su contrincante, del favorecido por el fallo, o bien el común, el de la sociedad de su tiempo, y, no nos engañemos, el de la sociedad nunca es el propio de nadie, es sólo del tiempo: el punto de vista común a todos, o a la mayoría, no es nunca propio más que en la medida en que cada uno desea no quedar al margen del conjunto, y transige. Digamos que es una mera concesión de la subjetividad, un apaño. Nadie condenado exclamará con satisfacción y alivio: 'Ha prevalecido la justicia.' Eso significa siempre: 'La justicia ha coincidido conmigo y con mi idea previa.' El condenado dirá como mucho: 'Acato la sentencia', o 'Acepto el veredicto'. Pero no es lo mismo aceptar o acatar que estar plenamente de acuerdo, es más, si tal cosa como la justicia objetiva existiera de veras, entonces no harían falta juicios y los propios condenados exigirían su condena, en realidad no habría delitos. No se cometerían, o mejor dicho, no existiría el concepto de delito, nada lo sería, porque nadie hace nada convencido de su injusticia, no al menos en el momento de hacerlo, nuestra idea de la justicia va variando según nuestras necesidades, y siempre consideramos que lo necesario puede ser también justo. Y por raro que te parezca, te lo digo como lo pienso.
Pensé que era cierto lo que me había comentado el verdadero Ruibérriz de Torres: el Único tenía ideas, pero le costaba ordenarlas. Lo había seguido hasta sus penúltimas frases y ahí me había perdido. -Hmm, señor: -aprovechó Téllez el respiro, iba a llamarle la atención probablemente, pero el Solo continuó de inmediato, ahora sin pausas, parecía haber tomado carrerilla y él no perdía su hilo aunque lo perdiéramos los demás:
– Pero a lo que iba: yo no estoy convencido de que un hombre o una mujer deban tener fijada su profesión desde su nacimiento y aun desde antes, o su destino si lo preferís así, no hay inconveniente por mi parte en utilizar la palabra -ahora era evidente que se dirigía a todos nosotros-. No creo que para él sea justo, y sin duda no lo es para los ciudadanos, que normalmente no tienen nada que decir al respecto. Pero esto a mí no me atañe tanto, los ciudadanos también nos cortan la cabeza cuando les viene en gana y se empeñan en ello, no hay quien los pare. Es cierto que a nadie se le pregunta si quiere nacer, y a la gente se la hace nacer. Es cierto que no se nos pregunta si queremos ser del país del que somos, o hablar la lengua que hablamos, o ir al colegio, o tener los hermanos y padres que nos tocan en suerte. A todo el mundo se le imponen cosas desde el principio y a todo el mundo se lo interpreta hasta edad relativamente avanzada, sobre todo las madres interpretan lo que necesitan y quieren sus hijos pequeños y durante años deciden por ellos según ese criterio interpretativo suyo. -'Quién interpretará ahora al niño Eugenio, quién decidirá por él', me vino este pensamiento como un relámpago-. Todo eso está bien, hasta ahí es normal porque así son las cosas y no hay más remedio, no nacemos con opinión, aunque sí con deseos, al parecer (deseos primarios, se entiende). Pero me pregunto si más allá de eso puede trazársele la vida a nadie, sobre todo en casos extremos como los nuestros. La gravedad del asunto es considerable, fijaos. Representar a esta institución supone, para empezar, una enorme pérdida de libertad personal, y en segundo lugar una pérdida aún mayor de tiempo para pensar en lo que no es obligado pensar, y poder pensar en lo no obligado es algo crucial para cualquiera en la vida, sea quien sea, yo al menos lo encuentro crucial, poder pensar en lo que no corresponde, vagar con el pensamiento. Supone, además, convertirse en el blanco principal de bandas asesinas y de asesinos aislados, y que a uno lo quieran matar por su cargo, en seco, en abstracto y no por lo que haya hecho o haya omitido; lo cual, aparte del riesgo al que nos acostumbramos, me parece una verdadera calamidad personal: da igual lo que uno haga y cómo lo haga y el cuidado que ponga en hacerlo, siempre habrá quien lo quiera matar, algún megalómano, algún chalado, un sicario, gente que ni siquiera nos tendrá antipatía, tal vez. Morir así, sin merecerlo, sin habérselo ganado, por el nombre tan sólo. En el fondo es una muerte ridicula. -El rostro de Solus se estaba ensombreciendo, aunque no había cambiado de postura, seguía abrazándose la rodilla cruzada y sólo de vez en cuando la dejaba para acariciarse las sienes, una u otra, sus pobres sienes. 'El desprecio del muerto hacia su propia muerte", me vino ahora este pensamiento como un fogonazo. Las arrugas de la frente se le acentuaban-. Supone asimismo estar rodeado continuamente por otro grupo de homicidas potenciales que, más mediante pago que por lealtad o convicción, intentarán protegerle la vida en vez de atentar contra ella, y tal vez maten a otros en su misión bien remunerada, será nuestra vida contra la de otros, pero a veces se precipitan los que nos guardan, tienen orden de precipitarse y siempre se los justificará. Supone también no poder elegir con quién se trata y con quién no, verse obligado a estrechar la mano de sujetos que inspirarán repugnancia, y a pactar con ellos, a no darse por enterado de lo que han hecho o se proponen hacer con sus gobernados o con sus iguales. Supone tener que disculpar lo que no es disculpable. Y fingir, por supuesto fingir todo el rato; y mientras se finge estrechar manos manchadas de sangre y así se manchan un poco las nuestras, si es que no están ya manchadas desde el principio, desde nuestro nacimiento y aun antes. Yo no sé si desde ciertos lugares puede uno no tenerlas teñidas, a veces pienso que no es posible, a lo largo de la historia no ha habido un solo gobernante ni rey que no haya tenido responsabilidad en muertes, casi siempre directa y si no indirecta, así ha sido siempre y en todas partes. A veces es sólo que no las han impedido, o que no han querido enterarse. Pero con eso ya basta para no estar a salvo.