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'¿Quieres llamar a tu marido?', le pregunté a Marta. 'A lo mejor te tranquiliza hablar con él, y que sepa que no estás bien.' No soportamos que nuestros allegados no estén al corriente de nuestras penas, no soportamos que nos sigan creyendo más o menos felices si de pronto ya no lo somos, hay cuatro o cinco personas en la vida de cada uno que deben estar enteradas de cuanto nos ocurre al instante, no soportamos que sigan creyendo lo que ya no es, ni un minuto más, que nos crean casados si nos quedamos viudos o con padres si nos quedamos huérfanos, en compañía si nos abandonan o con salud si nos ponemos enfermos. Que nos crean vivos si nos hemos muerto. Pero aquella era una noche rara, sobre todo lo fue para Marta Téllez, sin duda la más rara de su existencia. Marta volvió ahora más el rostro, se lo vi un momento de frente como ella debió ver el mío, hacía ya rato que me mostraba tan sólo la nuca cada vez más sudada y más rígida, los hilachos de pelo que la recorrían cada vez más apelmazados, como si el barro los fuera impregnando; y la espalda desnuda, sin accidentes. Al volverse del todo le vi tan guiñados los ojos que parecía improbable que vieran nada, las largas pestañas casi los suplantaban, no sé si la extrañeza de la mirada que adiviné se debía a que se había olvidado de mí transitoriamente y no me reconocía o a mi pregunta y a mi comentario, o quizá a que nunca se había sentido como se sentía ahora. Supongo que estaba agonizando y que yo no me daba cuenta, agonizar es nuevo para todo el mundo. 'Estás loco', me dijo, 'cómo voy a llamarle, me mataría.' Al volverse se le resbaló el sostén que sujetaba involuntaria o voluntariamente con los brazos o con las axilas, cayó en la colcha; el pecho le quedó al descubierto y no hizo nada para tapárselo: supongo que estaba agonizando y que yo no me di cuenta. Y añadió, demostrando que lograba acordarse de mí y que no se había desentendido: 'Has puesto la televisión, ay pobre, te estarás aburriendo, ponle el sonido si quieres, ¿qué estás viendo?' Al tiempo que me decía esto (pero como si hablara para sus adentros) me puso una mano en la pierna, un aviso de caricia que no pudo cumplirse; luego la retiró para retornar a su posición, de espaldas, encogida como una niña, o como su niño que por fin dormía desentendido de mí y de ella en su cuarto, seguramente en una cuna, no sé si los niños de casi dos años todavía corren el riesgo de rodar durante la noche hasta el suelo si duermen en cama como los mayores; si se acuestan por tanto en cunas, donde están seguros. 'Una película antigua de Fred MacMurray', contesté (ella era más joven que yo: me pregunté si sabría quién era MacMurray), 'pero no la estoy viendo.' También dormiría el marido desentendido en Londres, desentendido de ella e ignorante de mi existencia, por qué no se despertaría angustiado, por qué no intuía, por qué no llamaba buscando consuelo a Madrid, a su casa, para encontrarse allí con la voz de otra angustia mayor que le haría desechar la propia, por qué no nos salvaba. Pero en mitad de la noche todo estaba en orden para todas las personas o figuras posibles, atrasadas de noticias: para el hijo muy cerca, desconocedor del mundo bajo el mismo techo, y para el padre lejos, en la isla en que suele dormirse tan mansamente; para las cuñadas o hermanas que soñarían ahora con el futuro abstracto en esta ciudad nunca inmóvil y en la que dormir es difícil -más un vencimiento, nunca una costumbre-; para algún médico atribulado y exhausto que quizá podría haber salvado una vida si se lo hubiera arrancado de sus pesadillas aquella noche; para los vecinos de aquel inmueble que se desesperarían pensando dormidos en la mañana siguiente cada vez más próxima, cada vez menos tiempo para despertarse y mirarse al espejo y lavarse los dientes y poner la radio, un día más, qué desventura, un día más, qué suerte. Sólo para mí y para Marta las cosas no estaban en orden, yo no estaba desentendido ni sumergido en el sueño y ya era muy tarde, antes dije que fue todo muy rápido y sé que así fue, pero recordarlo resulta tan lento como resultó asistir a ello, yo tenía la sensación de que pasaba el tiempo y sin embargo pasaba muy poco según los relojes (el de la mesilla de Marta, el de mi muñeca), yo quería dejarlo pasar sin prisa antes de cada nueva frase o movimiento mío y no lo lograba, apenas si transcurría un minuto entre mis frases y mis movimientos o entre movimiento y frase, cuando yo creía que pasaban diez, o al menos cinco. En otros puntos de la ciudad estarían ocurriendo cosas, no muchas, en desorden y en orden: los coches se oían a cierta distancia, aquella calle quedaba un poco apartada de las necesidades del tráfico, Conde de la Cimera su nombre, y lo que sí sabía es que había un hospital muy cerca, de La Luz su nombre, en el que enfermeras de guardia dormitarían con la cabeza apoyada en el puño, sueño mínimo nacido para ser quebrado, sentadas en incómodas sillas con las piernas cruzadas a través de sus blanquecinas medias con grumos en las costuras, mientras más allá algún estudiante con gafas leería renglones de derecho o física o de farmacéutica para el examen inútil de la mañana, olvidado todo al salir del aula; y más allá, más lejos, en otra zona, al final de la cuesta de los Hermanos Bécquer una puta aislada daría tres o cuatro pasos expectantes e incrédulos hacia la calzada cada vez que un coche aminorara la marcha o respetara el semáforo: vestida con sus mejores galas en noche de martes frío, para ser vista desde demasiado cerca o tan sólo a distancia y tal vez fuera un hombre, un joven que arrastraría sus tacones altos por la costumbre aún no arraigada o por la enfermedad y el cansancio, sus pasos y sus espaciadas visitas al interior de los coches destinados a no dejar huella en nadie, o a superponerse en su memoria confusa y fatalista y frágil. Algunos amantes se estarían tal vez despidiendo, no ven la hora de volver a solas cada uno a su lecho, el uno abusado y el otro intacto, pero todavía se entretienen dándose besos con la puerta abierta -es él quien se va, o ella- mientras él o ella esperan el ascensor que llevaba ya quieto una hora sin que lo llamara nadie, desde que volvieron de una discoteca los inquilinos más noctámbulos: los besos del que se va a la puerta del que se queda, confundidos con los de anteayer y los de pasado mañana, la noche inaugural memorable fue sólo una y se perdió en seguida, engullida por las semanas y los repetitivos meses que la sustituyen; y en algún lugar habrá una riña, vuela una botella o alguien la estampa -agarrada del cuello corno si fuera el mango de una daga- contra la mesa de quien mal le hace, y no se rompe la botella sino el cristal de la mesa, aunque salta la espuma de la cerveza como si fuera orina; también se comete un asesinato, o es un homicidio porque no está planeado, tan sólo sucede, una discusión y un golpe, un grito y algo se rasga, una revelación o la repentina conciencia del desengaño, enterarse, oír, conocer o ver, la muerte es traída a veces por lo afirmativo y activo, ahuyentada o quizá aplazada por la ignorancia y el tedio y por la que es siempre la mejor respuesta: 'No sé, no me consta, ya veremos". Hay que esperar y ver y a nadie le consta nada, ni siquiera lo que hace o decide o ve o padece, cada momento queda disuelto más pronto o más tarde, con su grado de irrealidad siempre en aumento, viajando todo hacia su difuminación a medida que pasan los días y aun los segundos que parecen sostener las cosas y en realidad las suprimen: desvanecido el sueño de la enfermera y el baldío desvelo del estudiante, desdeñados o inadvertidos los pasos de ofrecimiento de la puta que quizá es un muchacho disfrazado y enfermo, renegados los besos de los amantes al cabo de unos meses o semanas más que traerán consigo, sin que se anuncie, la noche de la clausura -el adiós aliviado y agrio-; renovado el cristal de la mesa, disipada la riña como el humo que la albergó en su noche, aunque quien hiciera mal continúe haciéndolo; y el asesinato o el homicidio simplemente sumado como si fuera un vínculo insignificante y superfluo -hay tantos otros- con los crímenes que ya se olvidaron y de los que no hay constancia, y con los que se preparan, de los que sí la habrá, pero sólo para dejar de haberla. Y ocurrirán cosas en Londres y en el mundo entero de las que jamás tendremos constancia ni yo ni Marta, y en eso nos asemejaremos, es allí una hora antes, tal vez el marido no duerme tampoco en la isla sino que entretiene el insomnio mirando por la ventana invernal de su hotel -ventana de guillotina, Wilbraham Hotel su nombre- hacia los edificios de enfrente, o hacia otras habitaciones del mismo hotel cuyo cuerpo hace ángulo recto con sus dos alas traseras que no se ven desde la calle, Wilbraham Place su nombre, la mayoría a oscuras, hacia aquella habitación en la que vio por la tarde a una criada negra haciendo las camas de los que ya partieron para los que aún no llegaron, o quizá la ve ahora en su propio cuarto abuhardillado -los más altos del hotel, los más angostos y de techo más bajo para los empleados que no tienen casa- desvistiéndose tras la jornada, quitándose cofia y zapatos y medias y delantal y uniforme, lavándose la cara y las axilas en un lavabo, también él ve a una mujer medio vestida y medio desnuda, pero a diferencia de mí él no la ha tocado ni la ha abrazado ni tiene nada que ver con ella, que antes de acostarse se lava un poco por partes británicamente en el mísero lavabo de los cuartos ingleses cuyos inquilinos deben salir al pasillo para compartir la bañera con los demás del piso. No sé, no me consta, ya veremos o más bien nunca sabremos, Marta muerta no sabrá nunca qué fue de su marido en Londres aquella noche mientras ella agonizaba a mi lado, cuando él regrese no estará ella para escucharlo, para escuchar el relato que él haya decidido contarle, tal vez ficticio. Todo viaja hacia su difuminación y se pierde y pocas cosas dejan huella, sobre todo si no se repiten, si acontecen una sola vez y ya no vuelven, lo mismo que las que se instalan demasiado cómodamente y vuelven a diario y se yuxtaponen, tampoco esas dejan huella.

Pero entonces yo aún no sabía a qué clase de acontecer pertenecía mi primera visita a Conde de la Cimera aquella noche, una calle extraña, pensaba en irme y en no volver, mala suerte la mía, pero también era posible que regresara al día siguiente, hoy ya según los relojes, y tanto si volvía como si no volvía empezaría a no haber rastro de esta noche de inauguración o bien única en cuanto yo saliera de allí y avanzara el día. 'Mi presencia aquí será borrada mañana mismo', pensé, 'cuando Marta esté bien y repuesta: fregará los platos resecos de nuestra cena y planchará sus faldas y aireará las sábanas hasta las que no habré llegado, y no querrá acordarse de su capricho ni de su fracaso. Pensará en su marido en Londres reconfortada y deseará su vuelta, mirará por la ventana un momento mientras recoge y restablece el orden del mundo -en la mano de ayer un cenicero aún no vaciado-, aunque quizá haya un resto de divagación en sus ojos, ese resto a cada instante más débil que me pertenecerá a mí y a mis pocos besos, anulados ya su recuerdo y su tentación y su efecto por el malestar o el miedo o el arrepentimiento. Mi presencia aquí, tan conspicua ahora, será negada mañana mismo con un gesto de la cabeza y un grifo abierto y para ella será como si no hubiera venido y no habré venido, porque hasta el tiempo que se resiste a pasar acaba pasando y se lo lleva el desagüe, y basta con que imagine la llegada del día para que me vea ya fuera de esta casa, tal vez muy pronto estaré ya fuera, aún de noche, cruzando Reina Victoria y caminando un poco por General Rodrigo para desentenderme, antes de coger un taxi. Quizá sólo falta que Marta se duerma y entonces yo tendré motivo y excusa para marcharme.' De pronto se abrió la puerta de la habitación, que había quedado entornada para que Marta pudiera oír al niño si se despertaba y lloraba. 'Nunca se despierta pase lo que pase', había dicho, 'pero así estoy más tranquila.' Y apoyado en el quicio vi al niño con su inseparable conejo enano y con su chupete y con su pijama, que se había despertado sin llorar por ello, quizá intuyendo la condenación de su mundo. Miraba a su madre y me miraba a mí desde la simplicidad de sus sueños no del todo abandonados, sin decir ninguna de sus contadas e incompletas palabras. Marta no se dio cuenta -sus ojos apretados, las largas pestañas-, aunque yo hice rápidamente el movimiento alarmado de cerrarme la camisa que no me había llegado a quitar pero que ella me había abierto (demasiados botones entonces y ahora, para abrochármelos). Marta Téllez debía de estar muy mal para no reparar en la presencia de su hijo en su alcoba en mitad de la noche, o para no adivinarla, puesto que no miraba en su dirección, ni hacia ningún lado. Durante unos segundos no supe si el niño iba a entrar gritando y a subirse a la cama junto a su madre enferma o si iba a romper a llorar para llamar su atención -su atención concentrada tan sólo en sí misma y en su cuerpo desobediente- en cualquier instante. Miró hacia la televisión encendida y vio a Mac Murray, a quien en esta escena, como en otras desde hacía un rato, acompañaba ahora Barbara Stanwyck, una mujer de cara aviesa y poco agradable. Debió decepcionarlo el blanco y negro o la ausencia de voces, o que se tratara de MacMurray y Stanwyck en vez de Tintín y Haddock u otras eminencias del dibujo animado, porque su vista no se quedó fija como la de todos los niños en cuanto la posan en una pantalla, sino que la apartó en seguida, volviéndola de nuevo hacia Marta. Me ruboricé al pensar que por culpa mía estaba viendo a su madre semidesnuda -bastante desnuda, el sostén caído y ella no había hecho nada para taparse-, aunque quizá estuviera acostumbrado, era lo bastante pequeño para que eso no importara aún a sus padres, y además hay padres que consideran un rasgo de desenfado y salud compartir con la suya la inevitable desnudez de sus vastagos, tan frecuente cuando son muy niños. Pero me ruboricé lo mismo a pesar de este pensamiento moderno, y con gran torpeza recogí el sostén de donde había quedado, sobre la colcha como un despojo, para intentar cubrirle el pecho a su dueña, mínima y chapuceramente. No llegué a hacerlo porque me di cuenta antes de que ese movimiento y el roce de la tela sobre su piel despertarían a Marta si se había dormido, o en todo caso la harían mirar, y pensé que era mejor que no supiera que el niño nos había visto si éste lo permitía, es decir, si seguía sin llorar ni subirse a la cama ni decir nada. No debía de dormir en cuna, o bien sí, pero con los barrotes muy bajos, alzados lo justo para que no rodara durante el sueño pero no lo bastante para impedirle levantarse si tenía necesidad de ello. Así que me quedé durante unos segundos con aquel sostén de insuficiente talla en la mano como si fuera un trofeo mortecino y exiguo, como si quisiera subrayar mi conquista que no había podido llevarse a cabo, y era todo lo contrario: en aquellos momentos lo vi como la prueba de mi capricho y de mi fracaso, y de los de ella. El niño estaba despierto porque estaba allí, de pie en la puerta y con los ojos abiertos, pero en realidad seguía casi dormido, o eso me dije. Miró hacia el sostén atraído por mi gesto, y yo lo escondí en seguida, estrujándolo en mi mano que bajé hasta la colcha y llevé a mi espalda. No debía de reconocerme del todo, seguramente le sonaba mi cara de manera no muy distinta de como le sonarían las de los personajes infantiles de sus vídeos o los perros de sus sueños, sólo que a mí aún no me había puesto un nombre, o tal vez sí, mi nombre había sido pronunciado varias veces por Marta durante la cena, quizá lo sabía y no le venía a la lengua en la pugna de su duermevela. Nada le venía a la lengua y no había expresión en sus ojos, quiero decir ninguna reconocible, de las que suelen tener un nombre dado por los adultos -de perplejidad, de ilusión, de miedo, de indiferencia, de confusión, de enfado-; su leve ceño se debía a su despertar indeciso, no a más, o eso me dije. Me levanté con cuidado y me acerqué a él lentamente, sonriéndole un poco y diciéndole en voz muy baja, un susurro: 'Tienes que irte a dormir otra vez, Eugenio, es muy tarde. Vamos, hay que volver a la cama'. Desde mi altura le puse una mano en el hombro -en la otra todavía el sostén, como si fuera una servilleta usada-. Él se dejó tocar, y entonces me puso la suya en el antebrazo. Luego se dio media vuelta, obediente, y vi cómo desaparecía por el pasillo con sus pasos apresurados y cortos camino de su cuarto. Antes de entrar se paró y se volvió hacia mí, como esperando que lo acompañara, quizá necesitaba un testigo que lo viera acostarse, tener la certeza de que alguien sabía dónde quedaba durante su sueño. Sin hacer ruido -de puntillas, aún tenía los zapatos puestos, creí que ya no me los quitaría- lo seguí hasta allí y me detuve a la puerta de la habitación en la que dormía y que permanecía a oscuras, el niño no había encendido la luz, tal vez no sabía, aunque la persiana estaba subida y entraba la claridad de la noche amarillenta y rojiza por la ventana -ventana de hojas, no de guillotina-. Al comprobar que iba a acompañarlo se había vuelto a meter en su cuna, siempre con el conejo -cuna de madera, no de metal, los barrotes bajados como yo suponía-. Creo que me quedé allí unos minutos, aunque no miré el reloj al salir de la alcoba de Marta ni luego al regresar a ella. Me quedé hasta que tuve la certeza de que el niño estaba de nuevo completamente dormido, y eso lo supe por su respiración y porque me aproximé un momento para verle la cara. Al avanzar mi cabeza chocó con algo que no me hizo daño, y sólo entonces, en la penumbra, vi que colgaban del techo, a una altura a la que él no alcanzaría, unos aviones de juguete sujetados con hilos. Retrocedí y volví al umbral y me situé en un ángulo -apoyado en el quicio como antes él sin atreverse a pisar la habitación de su madre- que me permitiera discernirlos a la contraluz difusa. Vi que eran de cartón o metálicos o quizá maquetas pintadas, muy numerosos y antiguos en todo caso, vetustos aviones de hélice que seguramente provenían de la remota infancia del padre que estaba en Londres, quien habría esperado hasta tener un hijo para volver a exponerlos y restituirlos al lugar que les correspondía, el cuarto de un niño. Me pareció ver un Spitfire, y un Messerschmitt 109, un biplano Nieuport y un Camel y también un Mig Rata, como se llamó a este avión ruso durante la Guerra Civil de esta tierra; y también un Zero japonés y un Lancaster, y tal vez un P-51H Mustang con sus sonrientes fauces de tiburón pintadas en la parte inferior del morro; y había un triplano, podía ser un Fokker y quizá era rojo, y en ese caso sería el del Barón Von Richthofen: cazas y bombarderos de la Primera y Segunda Guerra Mundial mezclados, alguno de la nuestra y de la de Corea, yo los tuve también de niño, no tantos, qué envidia, y por eso los reconocía recortándose contra el cielo moteado y amarillento de la ventana, igual que podría haberlos reconocido en vuelo durante mi infancia, de haberlos visto. Con la mano había parado el avión que mi cabeza había hecho balancearse: pensé en abrir la ventana, estaba cerrada y por tanto no podía haber brisa, no se movían, no se mecían, pero aun así todos sufrían el vaivén levísimo -una oscilación inerte, o quizá es hierática- que no pueden evitar tener las cosas ligeras que penden de un hilo: como si por encima de la cabeza y el cuerpo del niño se prepararan todos perezosamente para un cansino combate nocturno, diminuto, fantasmal e imposible que sin embargo ya habría tenido lugar varias veces en el pasado, o puede que lo tuviera aún cada noche anacrónicamente cuando el niño y el marido y Marta estuvieran por fin dormidos, soñando cada uno el peso de los otros dos. 'Mañana en la batalla piensa en mi, pensé; o más bien me acordé de ello.

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