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Bajé el sonido de la televisión con el mando antes de ponerla en funcionamiento, y, como yo quería, apareció la imagen sin voz y ella no se dio cuenta, aunque aumentó la luz de la habitación al instante. En la pantalla estaba Fred MacMurray con subtítulos, una película antigua por la noche tarde. Di un repaso a los canales y volví a MacMurray en blanco y negro, a su cara poco inteligente. Y fue entonces cuando ya no pude evitar pararme a pensar, aunque nadie piense nunca demasiado ni en el orden en que los pensamientos luego se cuentan o quedan escritos: 'Qué hago yo aquí', pensé. 'Estoy en una casa que no conozco, en el dormitorio de un individuo al que nunca he visto y del cual sé sólo el nombre de pila, que su mujer ha mencionado natural e intolerablemente varias veces a lo largo de la velada. También es el dormitorio de ella y por eso estoy aquí, velando su enfermedad tras haberle quitado alguna ropa y haberla tocado, a ella sí la conozco, aunque poco y desde hace sólo dos semanas, esta es la tercera vez que la veo en mi vida. Ese marido llamó hace un par de horas, cuando yo ya estaba en su casa cenando, llamó para decir que había llegado bien a Londres, que había cenado en la Bombay Brasserie estupendamente y que se disponía a meterse en la cama de su habitación de hotel, a la mañana siguiente le esperaba trabajo, está en viaje breve de trabajo.' Y su mujer, Marta, no le dijo que yo estaba allí, aquí, cenando. Eso me hizo tener la casi seguridad de que aquella era una cena galante, aunque por entonces el niño aún estaba despierto. El marido había preguntado por ese niño sin duda, ella había contestado que estaba a punto de acostarlo; el marido probablemente había dicho: 'Pásamelo que le dé las buenas noches', porque Marta había dicho: 'Es mejor que no, anda muy desvelado y si habla contigo se pondrá aún más nervioso y no va a haber quien lo duerma'. Todo aquello era absurdo desde mi punto de vista, porque el niño, de casi dos años según su madre, hablaba de manera rudimentaria y apenas inteligible y Marta tenía que tantearlo y traducirlo, las madres como primeras tanteadoras y traductoras del mundo, que interpretan y luego formulan lo que ni siquiera es lengua, también los gestos y los aspavientos y los diferentes significados del llanto, cuando el llanto es inarticulado y no equivale a palabras, o las excluye, o las traba. Tal vez el padre también le entendía y por eso pedía que se pusiera al teléfono aquel niño que, para mayor dificultad, hablaba todo el rato con un chupete en la boca. Yo le había dicho una vez, mientras Marta se ausentaba unos minutos en la cocina y él y yo nos habíamos quedado solos en el salón que también era comedor, yo sentado a la mesa con la servilleta sobre mi regazo, él en el sofá con un conejo enano en la mano, los dos mirando la televisión encendida, él de frente, yo de reojo: 'Con el chupete no te entiendo'. Y el niño se lo había quitado obedientemente y, sosteniéndolo un momento en la mano con gesto casi elocuente (en la otra el conejo enano), había repetido lo que quiera que hubiera dicho, también sin éxito con la boca libre. El hecho de que Marta Téllez no permitiera que el niño se pusiera al teléfono me hizo tener aún más certeza, ya que ese niño, con su semihabla obstaculizada, podría pese a todo haberle indicado al padre que allí había un hombre cenando. Comprendí al poco que el niño pronunciaba sólo las últimas sílabas de las palabras que tenían más de dos, y aun así incompletas ('Ote' por bigote, 'Ata' por corbata, 'Ete' por chupete y 'Ete' también por filete: salió en la pantalla un alcalde con bigote, yo no llevo; Marta me dio de cenar solomillo, irlandés, dijo); era difícil de descifrar aun sabiendo esto, pero puede que su padre estuviera acostumbrado, agudizado también su sentido de la interpretación de la primitiva lengua de un único hablante que además la abandonaría pronto. El niño aún empleaba pocos verbos y por tanto apenas hacía frases, manejaba sobre todo sustantivos, algunos adjetivos, todo en él tenía un tono exclamatorio. Se había empeñado en no acostarse mientras cenábamos o no cenábamos y yo esperaba el regreso de Marta a la mesa tras sus idas a la cocina y su paciente solicitud hacia el niño. La madre le había puesto un vídeo de dibujos animados en la televisión del salón -la única para mí hasta entonces- por ver si se adormilaba con las luces de la pantalla. Pero el niño estaba alerta, había rehusado irse a la cama, con su desconocimiento o conocimiento precario del mundo sabía más de lo que yo sabía, y vigilaba a su madre y vigilaba a aquel invitado nunca antes visto en aquella casa, guardaba el lugar del padre. Hubo varios momentos en los que habría querido marcharme, me sentía ya un intruso más que un invitado, cada vez más intruso a medida que adquiría la certidumbre de que aquella cita era galante y de que el niño lo sabía de forma intuitiva -como los gatos- e intentaba impedirla con su presencia, muerto de sueño y luchando contra ese sueño, sentado dócilmente en el sofá ante sus dibujos animados que no comprendía, aunque sí reconocía a los personajes, porque de vez en cuando señalaba con el índice hacia la pantalla y a pesar del chupete yo lograba entenderle, pues veía lo que él veía: '¡Tittín!', decía, o bien: '¡Itán!', y la madre dejaba de hacerme caso un segundo para hacérselo a él y traducir o reafirmarlo, para que ninguna de sus incipientes y meritorias palabras se quedara sin celebración, o sin resonancia: 'Sí, esos son Tintín y el capitán, mi vida.' Yo leía Tintín de pequeño en grandes cuadernos, los niños de ahora lo veían en movimiento y le oían hablar con una voz ridicula, por eso yo no podía evitar distraerme de la conversación fragmentaria y de aquella cena con tanto intervalo, no sólo reconocía también a los personajes, sino sus aventuras, la isla negra, y las seguía sin querer un poco desde mi sitio en la mesa, sesgadamente.

Fue la obstinación del niño en no acostarse lo que acabó de darme el convencimiento de lo que me esperaba (si él por fin se dormía, y si yo quería). Fue su propia vigilancia y su propio recelo instintivo lo que delató a la madre, más aún que el silencio de ella en su charla con Londres (el silencio respecto a mi presencia) o el hecho de que me esperara demasiado arreglada, demasiado pintada y demasiado ruborizada para estar en casa al final del día (o tal vez era iluminada). La revelación del temor da ideas a quien atemoriza o a quien puede hacerlo, la prevención ante lo que no ha pasado atrae el suceso, las sospechas deciden lo que aún estaba irresuelto y lo ponen en marcha, la aprensión y la expectativa obligan a llenar las concavidades que crean y van ahondando, algo tiene que ocurrir si queremos que se disipe el miedo, y lo mejor es darle su cumplimiento. El niño acusaba a la madre con su desvelo irritante y la madre se acusaba a sí misma con su tolerancia (más vale que tengamos la fiesta en paz, estaría pensando, habría pensado desde el principio; si coge una rabieta el niño estamos perdidos), y ambas cosas dejaban sin ningún efecto el disimulo que es siempre forzoso en las noches inaugurales, lo que permite decir o creer más tarde que nadie buscaba ni quiso nada: yo no lo busqué, yo no lo quise. Yo también me veía acusado, no sólo por el esfuerzo del niño por no rendirse, sino por su actitud y su manera de contemplarme: en ningún momento se me había acercado mucho, me miraba con una mezcla de incredulidad y necesidad o deseo de confianza, esto último perceptible sobre todo cuando me hablaba con sus vocablos interjectivos y aislados y casi siempre enigmáticos, con su voz potente tan inverosímil en alguien de su tamaño. Me había enseñado pocas cosas y no me había dejado su conejo enano. 'El niño tiene razón y hace bien', había pensado yo, 'porque en cuanto se duerma yo ocuparé el lugar habitual de su padre durante un rato, no más que un rato. El lo presiente y quiere proteger ese sitio que es también garantía del suyo, pero como desconoce el mundo y no sabe que sabe, me ha allanado el camino con su temor transparente, me ha dado los indicios que podían faltarme: él, pese a todo y a no saber nada, conoce a su madre mejor que yo, ella es el mundo que mejor conoce y para él no es un misterio. Gracias a él yo ya no vacilaré, si así lo quiero.' Poco a poco, empujado por el sueño, se había ido recostando y había acabado por tumbarse en el sofá, una figura minúscula para aquel mueble -como se ve a una hormiga en una caja de cerillas vacía, pero la hormiga se mueve-, y había seguido mirando su vídeo con la cara apoyada en los almohadones, el chupete en la boca como un recordatorio o emblema superfluo de su edad tan breve, las piernas encogidas en posición de sueño o de conciliación del sueño, muy abiertos sin embargo los ojos, no se permitía cerrarlos ni siquiera un instante, la madre se inclinaba un poco de vez en cuando desde su asiento para ver si su hijo se había dormido como deseaba, la pobre quería perderlo de vista aunque fuese su vida, la pobre quería estar a solas conmigo un rato, nada grave, no más que un rato (pero 'la pobre' lo digo ahora y no lo pensaba entonces, y quizá debía). Yo no le preguntaba ni hacía ningún comentario al respecto porque no me gustaba parecer impaciente ni falto de escrúpulos, y además ella me informaba con naturalidad cada vez, tras inclinarse: 'Huy, aún está con los ojos como platos'. La presencia de aquel niño había dominado todo, pese a su sosiego. Era un niño tranquilo, parecía tener buen humor y apenas si daba la lata, pero en modo alguno quería dejarnos solos, en modo alguno quería desaparecer de allí e irse solo a su habitación, en modo alguno quería perder él de vista a su madre, que ahora adoptaba la misma postura que su hijo en el sofá desmedido mientras forcejeaba con el cansancio, sólo que ella forcejeaba con la enfermedad o el miedo y la depresión o el arrepentimiento y no se veía minúscula en su propia cama de matrimonio ni estaba sola, sino que yo estaba a su lado con un mando de televisión en la mano y sin saber bien qué hacer. '¿Quieres que me vaya?', le dije. 'No, espera un poco, tiene que pasárseme, no me dejes', contestó Marta Téllez, y al hacerlo volvió la cara hacia mí más como intención que como hecho: no pudo llegar a verme porque no la volvió lo bastante, sí entró en su campo visual en cambio la televisión encendida, la cara estulta de Fred MacMurray que yo empezaba a asociar con la del marido ausente mientras pensaba en él y en lo sucedido, o no sucedido y planeado hasta entonces. Por qué no llamaría ahora, en Londres insomne, sería un alivio si sonara el teléfono ahora y ella lo cogiera y le explicara al marido con su voz escasa que se encontraba muy mal y que no sabía lo que le estaba pasando. Él se haría cargo aunque estuviera lejos y yo quedaría exento de responsabilidad y dejaría de ser testigo (la responsabilidad tan sólo del que acierta a pasar, no otra), él podría llamar a un médico o a un vecino (él sí los conocía, eran los suyos y no los míos), o a una hermana o a una cuñada para que se levantaran sobresaltadas del sueño y en mitad de la noche se llegaran hasta su casa para ayudar a su mujer enferma. Y yo me iría mientras tanto, ya volvería otra noche si se daba el caso, en la que no harían falta trámites ni más prolegómenos, podría visitarla mañana mismo a estas horas, tarde, cuando ya fuera seguro que se hubiera dormido el niño. Yo no, pero el marido podía ser intempestivo.

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