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– Campanadas a medianoche, señor, si le interesa saberlo -dije yo entonces.

– ¿Cómo dices?

– El título de la película que vio, señor. Es Campanadas a medianoche.

Only the Lonely me miró con sorpresa y una sombra de recelo:

– ¿Y tú cómo lo sabes? ¿La viste esa noche?

– No, estaba viendo otra en otro canal, pero al zapear vi que la estaban poniendo también. La reconocí en seguida, la vi hace años en el cine.

– Ah, pues tendré que hacer que me la pasen o me la presten en vídeo. Anótalo, Anita. ¿Y tú cuál estabas viendo? ¿También insomnio? Fue hace cosa de un mes, ya os he dicho.

Miré a Téllez, pero no observé en él ninguna reacción particular, sin duda él dormía aquella noche y los programas de televisión no le hacían identificarla. Se había recompuesto de su momento quebrado, había encendido su segunda pipa y parecía cómodo allí, complacido de pasar así la mañana, aunque cada vez hacía más frío. Aquella circunstancia tenía algo de colegial, como cuando los chicos nos reuníamos en el patio durante el recreo en mi infancia, y el que había visto una película se la contaba a los otros y hacía nacer en ellos las ganas, o bien los compensaba de no haberla visto con el relato, una forma de generosidad, contar algo. Only You era el jefe de la clase.

– Tampoco sé cómo se titulaba la mía, la pillé también empezada y no tenía el periódico a mano. No estaba en mi casa. -Y esta última frase no sé por qué la añadí, podía habérmela ahorrado, quizá quise ser generoso. Aunque no comenté que la había visto sin sonido.

– Pues era un poco tarde para no estar en casa -dijo el Único con una media sonrisa-. ¿Qué te parece el amigo, Anita? Un noctámbulo.

Anita se tocó la carrera instintivamente, como para taparse la carne que quedaba al descubierto. Enganchó un hilo con una uña y amplió aún más el estropicio, aquella media se convirtió en un despojo. Todos hicimos como que no veíamos, ella dijo:

– Ay Dios Santo -y no quedó claro si lo decía por su ruina de seda o por mi insinuado noctambulismo eufemístico.

– Bien, a lo que iba -continuó entonces el Solo-: yo creo que me he hecho entender bastante, ¿no, Ruibérriz? De todas formas trabajarás estos días en contacto permanente con Juanito, incluso con él en su casa si a los dos os parece, que él vigile y controle todo y te dé instrucciones, me conoce desde hace mil años. Y si quedamos contentos no te quepa duda de que tendrás más trabajos -añadió como si fuera una bicoca lo que me ofrecía: seguramente ignoraba las tarifas tan bajas que manejaba su Casa. Se puso en pie y al instante lo imitamos los que estábamos sentados, Anita y yo raudamente, Téllez con parsimonia o dificultades; Segarra se puso de nuevo en posición de firmes y Seguróla rindió las herramientas, pincel y paleta en las manos caídas, se acababa la posibilidad de continuar su obra. Solus se iba, pero antes señaló el pie de Juanito-: Juanillo -le dijo-, acuérdate de ese cordón, vas a pisártelo.

Téllez volvió a mirárselo, ahora con un poco de desesperación, era evidente que no podría anudárselo él solo ni con el zapato en alto. En un instante comprendí la situación: a Segarra le llevaría siglos llegarse hasta donde estábamos y aún menos que Téllez podría doblar la espalda; con Seguróla no podía contarse, tal vez ni siquiera tenía permiso para abandonar su esquina y acercarse al Solitario, se lo veía allí desterrado o encastillado; la señorita Anita, joven y diligente, habría sido perfecta, pero si se agachaba o arrodillaba podían saltársele los botones de la chaqueta y las medias quedarle colgando. La cosa estaba entre el Llanero y yo. Lo miré de reojo y no vi el ademán. Era de esperar no verlo. No dudé más.

– Yo se lo ataré, descuide -dije, y aunque pareció que se lo decía a Téllez se lo estaba diciendo a Only the Lonely, como si hubiera habido alguna posibilidad de que él se encargara.

– Deje, deje -protestó Téllez con alivio o quizá con agrado. No hacía falta que me dirigiera a él, a él me lo ganaba con mi propio gesto no solicitado.

Puse la rodilla en tierra y agarré los extremos del cordón, que no tenían longitud pareja; le até el zapato haciéndole doble nudo, como si él fuera un niño y yo fuera Luisa, su hija en el cementerio, con la que por un momento me sentí identificado o quizá hermanado. Todos miraron la operación fugaz mientras se llevaba a cabo, como un grupo de cirujanos observa al maestro en el momento justo de extirpar la bala. Me arrodillé ante el viejo padre de Marta Téllez como el viejo Welles o bien Falstaff había caído de hinojos ante el nuevo rey, que por serlo ahora dejaba de ser lo que fue para siempre, su dulce niño.

– Ya está -dije, y me levanté, y me soplé los dedos en un gesto impremeditado.

Téllez se quedó mirando con atención un momento el cordón bien atado.

– No sé si me aprieta ahora -dijo-. Pero más vale.

Only You se sopló sus dedos con esparadrapo en un acto imitativo reflejo. Y entonces ya no pude evitar preguntarle, aun a riesgo de malquistarlo a última hora.

– ¿Y esas tiritas, señor? -le dije.

El Único alzó los dos índices como si se dispusiera a dar inicio a un concierto, mirándolos con ojos rememorativos de broma. Volvió a bailarle en los labios su media sonrisa y dijo:

– Ah, si yo os contara.

Y todos volvimos a reír brevemente.

No hace falta decir que los vagos deseos del Solo no solamente excedían mis temporales atribuciones, sino que sin duda fueron un pasajero capricho debido seguramente al azar del sueño parcial que no siempre elude o visita las mismas casas y de la programación televisiva nocturna. Él había visto incompleta aquella película y había sentido instantánea y primaria envidia, sin acordarse ni darse cuenta de que los dos medievales Enriques de Lancaster se beneficiaban del paso de los siglos que ya por sí solos los hacían ficticios, objeto sólo de representación, ni siquiera de investigación o estudio, de ninguna otra cosa, tan nítidos y reconocibles como nunca lo son las personas o sólo en cambio los personajes. El era aún persona, aunque a diferencia de la mayoría de los mortales pudiera tener el casi convencimiento de que postumamente cruzaría esa frontera que casi nadie cruza; y las personas son volubles e inestables y frágiles y se distraen de sus intereses por cualquier cosa traicionando o desdibujando así su carácter, miran hacia otro lado y el retrato se va al traste, o bien hay que falsearlo y anticiparse a la muerte del retratado, pintarlo como si ya no pudiera variar porque ya no estuviera vivo y no fuera a renegar más de nada, como Marta Téllez, a la que cada día voy más percibiendo como si hubiera sido una muerta siempre, lleva tanto más tiempo siéndolo del que yo la vi y traté y besé viva: sólo tres días viva, testigo yo de su aliento durante unas horas de esos días. Y aunque así no hubiera sido: mucho más dura cualquier vida muerta que la vida viva tan inconstante, no es sólo la vida muerta de ella que llegó prematuramente, son todos los vivos que en el mundo han sido y que perduran más en su existencia de muertos cuando ya son pasado, mientras se los recuerda. Y debió creer ella cuando me dijo 'Cógeme' que había nacido para morir más bien joven y casada y madre, quizá vio todos sus anteriores pasos y sus días primeros como un itinerario por fin comprensible que conducía a la noche conmigo infiel pero sin cumplimiento. Y yo a mi vez hube de verla a ella como a alguien aparecido en mis días solamente para morir a mi lado y provocarme este encantamiento, que extraña misión o tarea es esa, aparecer y desaparecer para que yo dé otros pasos que no habría dado -el hilo de la continuidad no interrumpido, mi hilo de seda aún intacto pero sin guía-, para que tenga preocupación por un niño y busque una esquela y asista disimulando a un entierro ante una tumba de 1914, y escuche una y otra vez una cinta ('desde luego no dice mucho de tus ganas de estar conmigo, si quieres todavía podría pasar un rato, el tipo no suena nada mal, pero vaya, no es hombre de letras, no te hagas ilusiones, povero me, no están aquí las cosas para que él ande ilocalizable, así que haremos lo que tú digas, podemos quedar el lunes o el martes, hola, soy yo, dejadme un poco de jamón, por favor por favor'; y llanto), para que me inmiscuya sin ningún propósito y solapadamente en las vidas de otras personas que ni siquiera conozco como si fuera un espía que ignora lo que tiene que averiguar -o si algo- y en cambio pone en peligro su propio secreto ante quienes menos debe, aunque tampoco ellos sepan que tiene un secreto que los atañe; para que lo guarde entretanto y vaya ahora a escribir las palabras que Solus dirá ante el mundo cuando yo no soy nadie ni casi pertenezco al mundo, aunque quizá sea eso lo más adecuado, que esas palabras atribuibles a su figura provengan de lo más oscuro y anónimo de su reino para que en verdad se hagan suyas; o es oscuro y pseudónimo, pues para él fui Ruibérriz de Torres, ese fue mi nombre. Extraña misión o tarea la de Marta Téllez, aparecer y desaparecer para que yo encamine esos pasos hacia la casa de su padre anciano y haga su existencia un poco menos precaria, le haga sentirse útil y hasta con responsabilidades de Estado durante una semana, para que insufle vida a un premuerto que sin embargo va sobreviviendo a sus propios vastagos. Si Marta estuviera viva yo no estaría entrando por el portal anticuado y enorme de una casa del barrio de Salamanca, ni estaría subiendo en el ascensor de puertas de madera pretencioso y vetusto y con anacrónico banco para sentarse, ni llamando al timbre durante varios días seguidos, no estaría pasando las mañanas en un gran estudio lleno de libros y cuadros abigarrado y aún vivo, sentado ante una mesa prestada tras haber llevado hasta allí el primer día mi máquina de escribir portátil que ya casi no uso, con un hombre mayor que hace ilusionada guardia en el salón de al lado, un hombre afable y contento de tener en la casa alguna presencía además de la de una criada como ya no se ven, vestida de uniforme con delantal, no con cofia, y que sin duda será quien le anude por las mañanas sus cordones rebeldes. No estaría recibiendo las disimuladas visitas o supervisión de ese viejo, que con el pretexto de coger un libro o buscar una carta merodeaba por el estudio silboteando una melodía y me preguntaba invariablemente: '¿Qué, cómo va eso? ¿Avanzando? ¿Necesita usted algo?', en la esperanza de que le hiciera alguna consulta o le dejara leer las últimas líneas del discurso escritas para que diera su aprobación o sugiriera enmiendas en su calidad de privilegiado conocedor antiguo de la psique del Solitario. (Y luego, de vez en cuando, se iba a la cocina a moler café.) Y no estaría conociendo a Luisa, Luisa Téllez, la hija viva y la hermana, que llegó a última hora de la segunda mañana de silboteo y trabajo a recoger a su padre, ni a Eduardo Deán, el yerno, el marido, el viudo, que llegó no mucho más tarde para ir a almorzar con ellos, es decir, con nosotros, o los habría conocido en otras circunstancias ('¿Quiere usted acompañarnos?', la iniciativa había sido de Téllez, y yo dije 'Sí, cómo no' sin hacerme de rogar, sin que hubieran de mostrarme la menor insistencia, que tal vez no habrían mostrado en modo alguno). Y tampoco estaría entrando en un restaurante acompañado por ellos, el primero en franquear la puerta el padre, como hacen los padres y también los varones italianos, que no dejan que en un local público pase la mujer delante porque antes hay que comprobar cómo está el ambiente (en ese momento pueden volar botellas y refulgir navajas, los hombres se pelean hasta en los sitios más inconcebibles para una reyerta), luego Luisa Téllez, luego yo a quien Deán cedió el paso con un gesto a mitad de camino entre el paternalismo y el señalamiento de una vaga superioridad social (o quizá era la deferencia falsa con que se trata a los asalariados), imbécil, no sabes que tu mujer murió entre mis brazos mientras estabas en Londres, imbécil, aún no lo sabes, y en seguida rectifiqué avergonzado: a veces tengo con el pensamiento reacciones demasiado ofensivas o masculinas. El insulto mental sólo admite el tuteo.

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