– No de momento.
No faltaba ya mucho para la hora de comer, en que nos separaríamos, cuando aún se siente el día como mañana; fuera llovía, lo veíamos por las cristaleras grandes y en la gente que entraba empapada por la puerta giratoria, enredándose con sus paraguas aún mal cerrados. Caía la lluvia como cae tantas veces en la despejada Madrid, uniforme y cansinamente y sin viento que la sobresalte, como si supiera que va a durar días y no tuviera furia ni prisa. La mañana era anaranjada y verdosa, y esa lluvia caería con aún menos prisa un poco más lejos, más allá del centro y más allá de los barrios sobre la tumba de Marta Téllez, gotas sobre la piedra que sería lavada gratis hasta el fin de los tiempos o el fin de la piedra, aunque sólo de tarde en tarde en este lugar de aire tan seco, ella estaba a cubierto y además no escaparía como escapaban los transeúntes de la Gran Vía cruzando rápidos la calzada y retirándose de la acera y buscando aleros y tiendas y bocas de metro para cobijarse, como cuando sus antepasados que llevaban sombrero y faldas más largas corrían para protegerse de los bombardeos durante el largo asedio sujetándose esos sombreros y con esas faldas volando, según he visto en los documentales y fotos de nuestra Guerra Civil padecida: aún viven algunos de los que corrieron entonces para no ser matados y en cambio otros nacidos después ya se han muerto, qué extraño: Téllez vive y no su hija Marta. Un grupo de personas refugiadas bajo la marquesina de nuestro bar, ese bar que ya existía en los años treinta y vio por tanto caer las bombas y caer a los transeúntes que no escaparon en la desolada Madrid hace medio siglo y más tiempo, nos dificultarían la salida cuando saliéramos.
Ruibérriz se echó un puñado de peladillas a la garganta y miró con aprensión su abrigo de nazi: se le mojaría, un fastidio. Se disculpó y fue al lavabo, tardó más de la cuenta y cuando regresó pensé que tal vez se había metido una raya para hacer frente a la lluvia y al estropicio previsto de su prenda de cuero, también al almuerzo que le aguardara, en el que se ventilaría sin duda algún asunto importante, no hay nada en lo que él intervenga que para él no lo sea. Sé que esas rayas las toma de vez en cuando para mantenerse jovial más rato y seguir gustando y poder seguir aturdiendo, también eso le ha traído algún problema con sus clientes, sobre todo con los que tenían interés por el género y acababan por exigírselo. Se quedó de pie junto al taburete, melancólico o pensativo un momento, como si lamentara sentirse excluido de un proyecto importante que además iba a depender de él en sus primeros pasos.
– Bueno, como quieras, no me cuentes nada, en eso quedamos -me dijo-. Pero tampoco me preguntes tú de momento. La cosa es posible pero el medio es delicado. Dame un poco de tiempo y ya te avisaré cuando haya algo de algo.
Y a continuación hinchó el pecho con sus pectorales tan desarrollados y, cogiéndose la muñeca izquierda con la mano derecha como hacen los luchadores antes de sus combates, pasó a hablarme o a ponerme al día de sus ventajosos tratos con algunas mujeres.
No le pregunté durante el poco de tiempo que le di o bien todo el tiempo que quiso, no le llamé ni supe nada de él durante casi un mes, el que tardé en conocer a Téllez y a Deán y a Luisa, primero al padre y después a la hija y al yerno, a estos dos casi simultáneamente. No le pregunté, y al cabo de esas cuatro semanas me llamó y me dijo:
– Espero que sigas interesado en lo de Téllez Orati.
– Sí -di je yo.
– Porque ya te lo tengo: te lo voy a presentar, o mejor dicho vas a conocerlo tú sin que yo esté delante. Pero prepárate, hijo, no es el único a quien vas a conocer.
– A ver. ¿Cuál es el trabajito fino?
Ruibérriz hace los favores de sumo grado, no se abstiene de subrayar y luego recordar su mérito durante meses y años, exige que se aprecien la habilidad y el esfuerzo.
– No te creas que no me ha costado conseguírtelo, sin engaños, como pediste: dos mil llámalas, mucha espera, mucho intermediario y un par de encuentros. Ahí va: le vas a escribir un discurso al Único.
– ¿Al Único?
– Así es como lo llaman los de su entorno, el Único, el Solo, Solus, hasta el Solitario y de ahí el Llanero, Only the Lonely también lo llaman, y Only You, de todo, cuanto más cerca de alguien grandioso menos se utiliza su nombre o su título, y Téllez lo está aún bastante, ya te dije. La cosa ha sido un poco lenta, como corresponde, pero ahora está ya a punto: sabía por gente del Ministerio que el Único no andaba contento con sus últimos discursos, al parecer nunca lo ha estado mucho, es muy quisquilloso con eso, y él y los suyos han probado ya de todo, funcionarios, académicos, catedráticos, notarios, columnistas fachas y columnistas rosados, columnistas calumnistas, poetas untuosos y poetas místicos, novelistas caligráficos y novelistas castizos, dramaturgos huraños y dramaturgos cursis, todos españolísimos, y no han quedado nunca muy satisfechos con nadie: ninguno de estos negros ocasionales se atreve a no ser impersonal y mayestático, así que el Único se aburre cuando ensaya ante el espejo en casa y también cuando lee el tostón en público, y además ya le harta que al cabo de tantos discursos y tanto reinado siga siendo tan irreconocible y neutra su voz oratoria. Quiere tener un estilo propio, como todo el mundo, se huele que nadie le atiende nunca. Parece que ha querido escribir algo él en persona, pero trataron de impedírselo y además no le salió, tiene ideas pero le cuesta ordenarlas. A través de un tipo del Ministerio le hice llegar a Téllez algunas de nuestras piezas, mejor dicho de las tuyas más recientes, y están dispuestos a probarnos, se habían fijado ya por su cuenta en la conferencia del presidente de la Cámara y en la salutación de las Vírgenes sevillanas al Papa, no captaron las indecencias. Téllez nos es favorable y está encantado, nos considera descubrimiento suyo y se siente feliz de ser útil una vez más, buen cortesano. Pero el Único quiere verte, se toma sus molestias con esto. Bueno, quiere ver a Ruibérriz de Torres, y ya comprenderás que yo no voy a presentarme en Palacio, ni ganas. Téllez también lo comprende, está al tanto de nuestros métodos y limitaciones, sabe que serás tú quien componga y comprende que Ruibérriz seamos dos, a estos efectos.
– Lo has visto, entonces -dije.
– Sí, me citó en la Academia de Bellas Artes, y noté que estaba a punto de hacer que los ujieres me trincaran o echaran en cuanto me vio aparecer, tomándome por un carterista, un ganzúa, qué sé yo, lo de siempre, se llevó la mano al pecho en seguida como quien se cruza con un pickpocket. Es algo pesado, los años; pero agradable, la cara se la conocía, del hipódromo más que de fotos, iba antes, no sale mucho retratado. Luego se calmó, creo que no le caí mal, un poco momia pero se puede tratar con él. Así que prepárate: pasado mañana a las nueve te pasará a recoger en coche el propio Téllez, te verás con él y con el Único media hora o menos y no sé si con alguien más, y si todo va bien les harás el discurso. No creo que eso te obligue a hacerles más en el futuro, seguramente tampoco quedarán satisfechos, es su norma y su esencia. No pagan gran cosa, como negocio es mediano tirando a basura, la Casa es tacaña, demasiado acostumbrada a que todo el mundo se sienta extasiado por el encargo y nadie les cobre nada. A veces, si el negro es muy vanidoso o bien viperino, le envían un cortaplumas con una R, un escudo, una moneda de emisión especial, una foto dedicada con un marco pesado de Villanueva y Laiseca, cosas así. Yo ya he dejado claro que nosotros tarifa mínima, somos profesionales. Pero eso no te importará, ¿verdad? Se trataba de conocer a Téllez, ¿verdad?
– A ti no te importa que tu parte sea también la mínima -le dije.
– No, claro está que no.
– ¿Qué discurso es?
– Eso no lo sé aún, Téllez te lo explicará, o alguien del Ministerio más adelante, si por fin nos aceptan. Cosa extranjera, creo, Estrasburgo, Aquisgrán, quizá Londres, o Berna, no sé, no me han dicho. Pero eso es lo de menos, ¿no? Vaguedades en todo caso. Se trataba de ver a Téllez, ¿no? -insistió Ruibérriz. Esperaba que lo premiara contándole por qué me había dado por conocer a la momia. Había sido eficaz, aunque, como siempre, por la vía más complicada posible, siempre busca más de lo que se le pide, siempre amplía lo que se le propone, sus ideas no solicitadas y sus enredos. Podía haberme convocado también a mí en la Academia de Bellas Artes para su cita previa, y luego ya habría yo decidido si quería o no más encuentros, sin necesidad de meter al Solo por medio. Pero ya estaba así hecho.
– Sí, de eso se trataba. -Fue lo único que le contesté inicialmente, es decir, por iniciativa propia; pero como noté en su silencio que le parecía poco y a mí también me lo parecía, añadí-: Te debo una, no sabes cómo te lo agradezco.
– Me debes la historia, más adelante -contestó él, y su tono me hizo ver su sonrisa tan blanca al otro lado del teléfono: no me la exigía, no lo había dicho imperativamente.
– Sí, más adelante -dije, y pensé que tal vez se la iba debiendo ya a mucha gente, contar una historia como pago de una deuda, aunque sea simbólica o no exigida, nadie puede exigir lo que no sabe que existe y a quien no conoce, lo que ignora que ha sucedido o está sucediendo y por tanto no puede exigir que se revele o que cese. Se la debía al curioso y activo Ruibérriz y al marido Deán, que no había hecho sino empezar y estaba dispuesto a encontrarme; quizá al precario e inactivo Téllez y a sus dos hijos vivos, a ninguno de ellos le gustaría saberla, pero puede que le gustara a María Fernández Vera, pariente sólo política, y sin duda querría estar enterado el irritable Vicente, aunque habría preferido ser él quien contara, y en cambio a Inés le horrorizaría oírla; quizá se la debía también a la joven del portal de Conde de la Cimera, había interrumpido su discusión o su despedida o sus besos, aunque ella no se habría preguntado por tal historia ni por mí tampoco, seguramente; puede que se la debiera incluso al conserje nocturno del Wilbraham Hotel de Londres, lo había molestado a altas horas de la noche o muy de mañana por esa causa. Se la debía a Eugenio, el niño, que habría vuelto a su casa si se lo habían llevado de allí la primera noche, a su cuarto, él y su conejo enano amenazados de nuevo por los apacibles aviones pendientes de hilos mientras durmieran -la oscilación inerte-, soñando ahora el peso de su madre ausente y cada vez más leve, pasajera de uno de esos aviones, también el niño bajo encantamiento. Sólo que el suyo viajaba ya hacia su difuminación, y se desharía pronto.