Fue por lo tanto a Ruibérriz, que está tan enterado de todo y conoce a tantas personas, a quien pregunté por el excelentísimo Juan Téllez Orati. Lamentablemente no lo conocía en persona, aunque sí sabía quién era, es decir, me dio su ficha:
– Académico de Bellas Artes y creo que de la Historia -me dijo-, de ahí lo de excelentísimo, aunque el tratamiento se lo podría haber ganado también, supongo, por los otros dos costados, y aún puede que de aquí a su muerte le caiga algún título menor nobiliario, está en buen contacto con la Casa Real. Aunque ya está muy retirado les presta servicios, un buen cortesano, de los de hace veinte o más años. No ha escrito gran cosa, quiero decir de libros, pero tiene o tenía influencias y aún publica artículos sobre pedanterías remotas en algún periódico. Imagino que asistirá como un clavo a las sesiones de sus Academias, a falta de otras actividades de las que lo habrán ido apartando. Está ya de despedida, seguramente es un fue que se resiste a serlo, como la mayoría. A él lo mantiene a flote el contacto palaciego, pocos favores sensatos se le negarían por ese lado, según he oído. Eso es lo que sé, no sé si es bastante. ¿Por qué?
Esto me dijo Ruibérriz, los dos sentados ante una barra, al día siguiente del entierro de Marta Téllez. No mencionó esa muerte, no parecía al tanto. Sus datos me hicieron extrañarme de que sólo una treintena de personas hubiera asistido a ese entierro, y también de no haber visto allí ninguna cara que conociera con anterioridad, de la televisión o de fotografía. Tal vez la familia había querido una ceremonia más bien íntima, dadas las circunstancias mal explicables del fallecimiento, pero en cambio había publicado esquela, bien es verdad que la misma mañana del sepelio, la gente no lee el periódico de madrugada, ni siquiera muy de mañana: quizá así habían cumplido el precepto social y a la vez habían esquivado presencias que les habrían resultado inquisitivas o intrusas en aquellos momentos.
– Por nada que valga la pena contar por ahora -contesté. No había pasado el suficiente tiempo para que mi muerte se constituyera en anécdota (la muerte de Marta, mía sólo porque la había visto, no es poco para hacerla propia, si bien tanto menos que causarla), y aunque sé que Ruibérriz es fiel amigo de sus amigos, tampoco yo logro fiarme de él enteramente. Su rostro me agrada y se me hace cada vez más simpático con los años, pero no por eso deja de inspirarme aprensión y recelo: vaya como vaya vestido, yo también lo veo en niki, como todo el mundo. Así lo veía aquel día pese a ir los dos vestidos de invierno, los dos incómodamente sentados en taburetes ante la barra, lugar por el que él tiene predilección en los cafés y en los bares, como si sentarse ahí fuera un signo de juvenilismo, también una manera de controlar los locales y facilitarse la precipitación de una huida. Me lo imagino bien saliendo a la carrera de un tugurio o una timba, con una flor en el ojal y de madrugada. Incluso con la flor entre los dientes-. ¿Y Deán? ¿Te dice algo? Eduardo Deán. -Vi que Ruibérriz se quedaba parado como si no fuera la primera vez que oía el nombre-. Eduardo Deán Ballesteros -completé.
Ruibérriz se pasó brevemente la lengua por su labio superior que se le doblaba hacia arriba (pero ahora estaba pensativo). Luego negó con la cabeza.
– No.
– ¿Estás seguro?
– No me dice nada. Por un momento he creído que sí, que me sonaba el apellido, pero no, o si me dice algo no logro acordarme de lo que pueda ser. A veces a uno le suena algo porque acaban de mencionárselo, sólo que ese presente recién transcurrido se aparece un instante como pasado lejano. Creo que eso es lo que me ha sucedido. ¿Quién es?
Ruibérriz no podía evitar preguntar. No lo hacía tanto por verdadera indiscreción o curiosidad cronificada cuanto por confianza, sabedor de que si yo no quería contestarle a algo no lo haría, y se lo dejaría claro, como de nuevo hice.
– No lo sé muy bien, tengo casi sólo el nombre. -Y eso era cierto, sabía de su estado casado y viudo pero no de su profesión, Marta había mencionado su nombre de pila natural e intolerablemente varias veces, pero siempre en el ámbito conyugal y doméstico, no en ningún otro. Tampoco me había contado de él en las dos ocasiones previas, como si no quisiera ocultar que estaba casada (no lo ocultaba), pero tampoco hacerlo demasiado presente-. ¿Conoces a otros Téllez? ¿Luisa Téllez, Guillermo Téllez?
– El segundo debe de ser el hijo de Guillermo Tell, llevará una manzana con flecha en la coronilla. -Ruibérriz no pudo abstenerse de hacer el chiste. Se tocó la rodilla cruzada como gesto festivo. Tampoco lograba abstenerse de hacerlos ante quienes no apreciaban los chistes, ni buenos ni malos, y entonces caía fatal, era uno de sus problemas. Esperó a que le reconociera la gracia y sonriera un poco para continuar-. Hay un tipo de la radio -añadió-, pero no se llama Guillermo. ¿Qué son, hijos de Téllez Orati?
– Sí, son hijos. -Y estuve a punto de añadir 'los que le quedan vivos', pero no lo añadí, eso sólo habría traído más preguntas de mi amigo-. ¿Habría manera de conocer a Téllez el padre?
Ruibérriz se echó a reír ahora, el labio vuelto y la dentadura relampagueante como si le estallara. Me miró con zumba. Con las dos manos se agarró del foulard que llevaba al cuello y que se había dejado puesto pese a estar en un interior caldeado, a modo de adorno. (Se agarró a él para sujetar la carcajada corta.) Hacía juego con sus pantalones, ambas cosas de color crudo: distinguido color, pero más apropiado para la primavera. En un taburete cercano había dejado su largo abrigo de cuero negro, a veces lleva uno así, como si saliera de una película de las SS, le gusta resultar llamativo sin esforzarse.
– ¿Qué interés tienes en entrar en contacto con esa momia? No me digas que te traes negocios reales.
– No, claro que no, eso acabas de decírmelo tú -dije-. Ni siquiera estoy seguro de querer conocerlo a él, y ni siquiera tengo muy claro el motivo; pero de todos ellos es el único del que sabemos algo. Puede que lo que quiera sea conocer a los hijos. O a la hija, el padre sería un medio.
– ¿Y ese Deán qué pinta? -preguntó Ruibérriz.
– ¿Habría manera con Téllez? -le pregunté yo, para insistirle y también para evitar responderle.
A Ruibérriz le agrada hacer favores, o al menos mostrar que está en disposición de hacerlos, eso agrada a todo el mundo, cavilar, dudar y poder decir luego: 'A ver qué se puede hacer', o 'Me lo voy a pensar', o 'Yo te lo arreglo', o 'Me ocuparé de lo tuyo'. Caviló, pero durante pocos segundos (es hombre de acción, piensa rápido o apenas piensa), luego pidió otra cerveza al camarero (Ruibérriz es uno de los pocos hombres que hoy en día se atreven a dar palmas o a chasquear los dedos en los bares y en las terrazas, y nunca he visto que ningún camarero se lo afee o se ofenda, como si tuviera bula para conservar las prácticas abusivas de los años cincuenta y fuera tan innegable su pertenencia a ellos -uno imita y aprende en la infancia- que se comprendiera por tanto el gesto. Ahora chasqueó los dedos dos veces, el corazón y el pulgar, el pulgar y el corazón). Descruzó las piernas y se puso de pie, así estaba más alto que yo; se volvió más hacia mí con la cerveza nueva en la mano derecha y su gran sonrisa reventona.
– Siempre puedes hacerte pasar por periodista -dijo-. Seguro que estaría encantado de concederte una entrevista. Cuanto más olvidados y viejos, más locos por que les hagan caso. Se vuelven ansiosos, se les acaba el tiempo.
– Prefiero no ir con engaños, esa entrevista no se publicaría y él la estaría esperando. ¿Habría otra manera?
Ruibérriz de Torres cruzó los brazos y dejó caer sus manos sobre los bíceps, estaba de pie, parecía divertido, algo se le había ocurrido que le divertía, una maquinación, un artificio.
– Puede que la haya -dijo-. Pero a lo mejor tendrías que hacer un trabajito fino.
– ¿Qué trabajito?
– No te preocupes, nada que no sepas hacer. -Se pasó la lengua por los labios, se le acentuó la cara de sinvergüenza y miró a su alrededor, en la mirada una mezcla de búsqueda de alguna presa y consideración de una huida-. Dame un poco de tiempo y quizá te lo ponga a huevo. -La última parte de la frase la dijo con un poco de excitación, la misma expresión lo indicaba, ' quizá te lo ponga a huevo' sonó como si hubiera dicho 'Déjalo de mi cuenta' o 'Yo te lo soluciono' o 'No sabes qué idea'-. No me quieres decir tus intenciones, ¿eh?
Quise contestar la verdad, y decirle: 'En realidad no las tengo, me ha ocurrido una cosa horrible y ridicula y no dejo de pensar en ella como si estuviera encantado; no quiero averiguar nada porque no tengo nada que averiguar, ni quiero salvar a nadie porque ella ya ha muerto, ni quiero conseguir nada porque no hay nada que conseguir, si acaso reproches o el odio injustificado de alguien, de ese Deán por ejemplo, o del propio Téllez o de sus hijos vivos, o hasta de un tal Vicente despótico y malhablado que se la tiraba sin más misterios, yo ni siquiera llegué a hacerlo una vez, la primera. Tampoco quiero suplantar ni perjudicar a nadie, usurpar nada ni vengarme de nadie, expiar una culpa ni proteger o tranquilizar mi conciencia ni ahuyentar mi miedo, no hay por qué, no he hecho nada ni me han hecho nada y lo malo o peor ya ha pasado sin causa, no me mueve ninguna de esas cosas que son las que siempre nos mueven, averiguar, salvar, conseguir, suplantar, perjudicar, usurpar, vengar, expiar, proteger o tranquilizar y ahuyentar; tirármela. Y aunque no haya nada algo nos mueve, no es posible estar quietos, no en nuestro sitio, como si de nuestra mera respiración emanasen rencores y deseos vacuos, tormentos que nos podríamos haber ahorrado. Y ahora no sólo no hay nada que quiera saber sino que soy yo quien debe ocultar, es de mí de quien se pueden averiguar los actos y también los pasos o arrancarme un relato y obligarme a que cuente, mis pasivos actos y mis envenenados pasos, "Pero no han hecho sino empezar, y por lo visto Eduardo está dispuesto a encontrarlo", he oído decir, y ese "lo" se refiere a mí y no a otro, ni siquiera a ese Vicente que estará en mis manos si yo me descubro y a quien de hecho iba dirigida inocentemente la frase. No tengo intenciones. Es sólo que me ha ocurrido una cosa horrible y ridicula y me siento como si estuviera bajo un encantamiento, frecuentado, acechado, revisitado, habitado, mi cabeza habitada y también mi cuerpo habitado y haunted por quien no he conocido más que en su muerte, y en algunos besos que nos podríamos haber ahorrado.' Habría querido contestar todo esto, pero hasta las primeras cinco palabras solas habrían intrigado a Ruibérriz más que la respuesta que le di, más común y más simple y más comprensible: