Téllez y yo llegamos con adelanto en su coche aparentemente oficial, pero el Único nos hizo esperar, como corresponde a su rango y a su ocupación, supongo que irá con retraso siempre en sus actividades diarias y que cuando se acumule el retraso cancelará alguna actividad en el último instante recuperando así de golpe la puntualidad y el horario, para mí esa estela continua y el azaroso método para suprimirla serían una maldición, y ahora era consciente de que aunque estuviéramos hacia el comienzo de la jornada podríamos ser nosotros los cancelados, disculpas formales y vuelta atrás, a un cortesano y a un negro se los puede siempre postergar. Durante la espera en el saloncito algo frío Téllez aprovechó para machacarme una vez más con lo que ya me había recomendado en el viaje, a saber, que no interrumpiera pero tampoco diera lugar a silencios, que sólo hablara cuando se me preguntase directamente o se me invitase a hacer una exposición, que me abstuviera de hacer gestos bruscos y de alzar la voz, ya que eso malquistaba y desconcertaba al Solo (eso dijo, 'malquistaba', sonó a algo en verdad desaconsejable), el tratamiento que debía darle tanto en vocativo como al referirme a su persona, cómo había de saludar, cómo habría de despedirme, no debía tomar asiento hasta que él lo hiciera y me lo indicara, ni levantarme por nada del mundo sin que él lo hiciera, durante todo el trayecto me había sentido como en el colegio o en vísperas de la primera comunión, no sólo por las instrucciones en sí, sino por la manera y el tono en que el viejo Téllez me las transmitía, con una mezcla de indulgencia, reprobación, pomposidad y derrotismo (descontento de los subditos, y poca fe), ahora estaba seguro de que sería un experto en redactar esquelas. Al verme aparecer por el portal de mi casa me había escrutado desde el interior del coche, como si de mi aspecto dependiera que me dejara subir o no (la puerta trasera abierta y sujetada por su moteada mano, su cara grande e inquisitiva inclinada, sus cejas de duende escépticamente enarcadas, me sentí como una puta a la que examina y valora el cliente antes de hacer el humillante gesto con la cabeza, el gesto que significa 'Adentro'); y tras darme la aprobación que sin duda Ruibérriz le había asegurado que me ganaría, me hizo un ademán más bien de urgencia con el mango discreto del bastón que llevaba y con el que se parapetó levemente al entrar yo por fin en el coche, los viejos temen siempre que la gente se les caiga encima. Ahora jugaba con el bastón mientras esperábamos, a ratos se lo cruzaba sobre los muslos como una espada sin filo, a ratos lo hacía girar entre sus piernas con la punta en el suelo como si fuera un compás cerrado. No estábamos solos: desde que nos había hecho pasar al salón un camarlengo vestido de calle o chambelán o lo que quiera que fuese (tras los controles), estaba allí inamovible un criado o factótum disfrazado a la antigua (época para mí indefinida, pero vestía librea verde sandía, calzas negras hasta la pantorrilla, medias blancas y zapatillas acharoladas, si bien no peluca de ninguna clase), hombre francamente anciano junto al que Téllez parecía un muchacho. Téllez lo había saludado diciéndole: 'Hola, Segarra', y él había contestado con alegría: 'Buenos días, señor Tello', sin duda viejos conocidos de tiempos menos benévolos. Este anciano tenía el pelo muy blanco y peinado hacia adelante como el de los emperadores romanos y se mantenía en posición poco marcial de firmes junto a una chimenea en desuso sobre la que colgaba un espejo grande y minado; apenas si cambiaba de postura para apoyarse más en un pie o en otro o quitarse con la mano enguantada alguna mota o bolita del otro guante que así pasaba indefectiblemente al primero (ambos blancos, como las medias, éstas recordaban a las de las enfermeras con grumos); y aunque a los pocos segundos me preocupé por su equilibrio y su resistencia, supuse que llevaría tantos años acostumbrado a permanecer de pie que ese sería ya su natural estado y no notaría el cansancio (por lo demás, tenía una butaquita palaciega al lado, quizá se sentara en ella cuando no hubiera testigos). Y alejado de nosotros, en una esquina, había también un pintor senescente con una paleta en la mano y ante sí una tela de considerable tamaño que nos quedaba de espaldas, montada sobre un caballete que le venía pequeño y hacía temer por la estabilidad del lienzo: no hizo caso de nuestra presencia ni nos saludó ni nada, parecía muy absorto en su obra inconclusa, debía de estar concentrándose para aprovechar al máximo los inminentes minutos en que tuviera a su modelo a tiro. No llevaba bonete, pero sí una especie de guardapolvo o carrick azul pavonado. La paleta le bailaba no poco en la mano, el pincel otro tanto cuando daba un retoque (tenía que ser memorístico), su pulso no me pareció muy firme.
Téllez lo miraba de vez en cuando con displicencia y actitud molesta, y al cabo de unos minutos se dirigió a él esgrimiendo una pipa que se había sacado del bolsillo de la chaqueta y le preguntó:
– ¡Eh, oiga, maestro! ¿Le importa a usted que fume? -No se le ocurrió consultarnos a mí ni al paje Segarra.
El pintor no atendió, por lo que Téllez hizo un gesto aún más desdeñoso ('Que lo zurzan', vino a significar más o menos) y empezó a preparársela. Se le cayeron al suelo algunas briznas del tabaco que recogía con la cazoleta y empujaba con el índice. 'Se va a fumar una pipa', pensé, 'esto puede ir para largo, a menos que en verdad tenga muchísima confianza y aunque llegue Solus no vaya a apagarla.' Pero no me atreví a encender a mi vez un cigarrillo. El viejísimo librea disfrazado de antigüedad se acercó vacilante con un cenicero historiado y de mucho peso que cogió de la repisa de la chimenea inútil.
– Aquí tiene el señor, encantado -dijo depositándolo a cámara lenta en la mesita baja que teníamos al lado, no fuera a calcular mal la distancia y a dejarlo caer abismándola.
– ¿Qué, cómo van las cosas, Segarra? -aprovechó para preguntarle Téllez.
– No lo sé, señor Tello. Cuando han llegado ustedes él estaba todavía fletcherizando sus cereales.
– ¿Estaba qué? -preguntó Téllez aterrado (dejó caer más briznas al suelo), aunque Segarra lo había dicho con naturalidad y confianza. Aquel debía de ser el salón para las visitas de confianza o bien insignificantes (todos éramos servicio, en última instancia), allí probablemente se las amontonaba, como hacen las estrellas del rock con los periodistas.
El maestresala o senescal Segarra (no soy versado en este tipo de cargos) pareció complacido de haber creado intriga o alarma, y también de poder ofrecer una información a la vez útil y extravagante. Tenía los ojos optimistas y vivos del que ha visto muchas cosas insólitas sin entenderlas y por ello conserva íntegra su capacidad de entusiasmo y celebración y sorpresa, también su curiosidad intacta.
– ‘Fletcherizando', señor -dijo, y ahora lo dijo entre comillas a la vez que levantaba uno de sus dedos con guante-. Se trata de un antiguo método de masticación muy sano, que convierte el sólido en líquido, lo inventó un tal Fletcher, de ahí su nombre, y hoy en día hay mucha gente que lo está recuperando. Pero duele un poco en las encías y lleva su tiempo. El sólo lo pone en práctica en el desayuno, con los cereales y el huevo escalfado.
Téllez volvió la cabeza un instante hacia el pintor de corte, para ver si había pegado el oído y estaba atendiendo, pero el hombre del carrick estaba muy ocupado ahora (no le daban de sí los brazos) intentando poner más recto en su caballete el inestable lienzo que no veíamos. Empecé a desear poder echarle un vistazo.
– ¿Quiere decir que son las propias mandíbulas las que acaban licuando los alimentos? -dijo Téllez dirigiéndose a Segarra al tiempo que iba apretando con el pulgar el tabaco que no se le desparramaba. Yo habría dicho que aquel era un tabaco demasíado aromatizado con whisky y tal vez especias picantes, un producto holandés afeminado.
– Exacto, señor, y por lo visto así es mucho más sano que por procedimientos mecánicos. Lo llaman licuefacción anatómica, he oído mencionar el término, al igual que el otro que he empleado. -El criado se disculpaba por su adquisición involuntaria de conocimientos.
– Ya -contestó Téllez-. ¿Y qué le parece si averigua usted cómo va esa fletcherización? No es que tengamos ninguna prisa, pero en fin, para hacernos una idea.
– Cómo no, señor Tello, faltaría más, encantado. Voy en seguida a ver si puedo informarme de algo.
Con paso infinitesimal (aunque no tanto como cuando el peso del cenicero estuvo a punto de siniestrarlo), el lacayo Segarra se dirigió hacia una de las tres puertas del saloncito algo frío (cuanto más rato llevaba uno allí más frío), no desde luego a aquella por la que habíamos entrado, sino a la que él tenía más cerca, al otro lado de la chimenea desperdiciada. (El único muro sin abertura tenía en cambio un gran ventanal apaisado y cuadriculado, excelente luz para pintar, por ejemplo). No quiero ser irrespetuoso ni afirmo ni insinúo nada, pero lo cierto es que durante los largos segundos en que el lento Segarra mantuvo abierta esa puerta oí un inconfundible estrépito de futbolines procedente de la habitación contigua. A Téllez, sin embargo, no pareció llamarle la atención, aunque tal vez era duro de oído para ciertos ruidos, o no le era familiar este en concreto, por barriobajero. El pintor sí lo oyó, e irguió y volteó la cabeza dos veces como si fuera un pájaro, pero despreció el sonido al instante (no le atañía) para volver a colocarse mejor su paleta en la mano, que le vacilaba al menor movimiento imprevisto o mal estudiado. Como si fuera a ser él el retratado.
Téllez no parecía tener mucho interés en mí ni tampoco impaciencia. Probablemente lo que le satisfacía era prestar el servicio, llevarme hasta allí, descubrirme, tener un recomendado y recibir el parabién si ese candidato gustaba y cumplía luego, nada más, y si acaso pasar la mañana en Palacio ocupado de aquella manera indecisa. Mientras encendía la pipa con cerilla de madera me miró de reojo, como para comprobar que no me había despojado de la corbata ni me había ensuciado los pantalones durante la espera, esa fue la sensación que tuve (de hecho avanzó la cabeza para inspeccionarme el calzado con mirada un poco crítica). Yo me había esmerado con mi apariencia, quizá iba demasiado planchado, me sentía pulcro y como envuelto.
Al cabo de varios minutos de pipa muy perfumada (aún más ardiendo) reapareció Segarra con su pelo romano levemente despeinado como si le hubieran pasado una mano festiva por la cabeza y desde lo alto, y ahora, al abrir de nuevo la puerta y tardar en cerrarla, oí sin duda el fragor de un flipper, lo conozco bien desde mi adolescencia y además apenas quedan, por lo que es ya un sonido pretérito, más fijado y reconocible que los que aún se dan y por ello van variando. Oí correr una bola loca y marcar muchos puntos, confié en que la máquina no regalara partida. Segarra, en vez de dar su recado desde la puerta y ahorrarse así un desplazamiento, se acercó muy paulatinamente hasta donde estábamos -creándonos expectativa y algo de temor a que nunca llegara- y no habló hasta que estuvo al lado, un cubiculario observante: