Ya en su habitación se tumbó sobre la cama dispuesta a esperar a que él la llamara. La camarera había colocado junto a la almohada su camisón; ella pensó con cuanta ilusión había comprado aquella prenda de seda en La Perla para resultar atractiva a Salim. Ahora aquel camisón se había convertido en una prenda inútil, ya no podría lucirlo ante él; en realidad, tenía que aprender qué quería de ella.
Aguardó impaciente con la vista fija en el reloj mientras los segundos se le hacían eternos. Salim no la llamó hasta tres horas más tarde, cuando ella desesperaba de que lo hiciera.
Le ordenó que subiera a su habitación; ella se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño horrorizándose de la imagen que le devolvía el espejo.
Tenía el rostro enrojecido e hinchado. En sólo una tarde parecía haber envejecido. No, el espejo no mostraba a una mujer atractiva y alegre, como creía haber sido, sino a una mujer derrotada. Con gestos rápidos se puso sobre el rostro una capa ligera de maquillaje y se cubrió levemente las pestañas con rímel. No se atrevió a pintarse los labios como hacía siempre porque no sabía cómo reaccionaría Salim, el nuevo Salim. Luego se puso una blusa limpia y se dispuso a encontrarse con el hombre al que amaba más que a su propia vida.
Salim abrió la puerta invitándole a pasar, con una mueca que quería parecer una sonrisa, a la que ella respondió agradecida.
– ¿Has reflexionado? -le preguntó Salim.
No supo qué contestar. Temía que cualquier cosa que dijera le volviera a enfadar, de manera que apenas musitó un «sí».
– Me alegro de que sea así. Espero que entiendas que la mujer que esté conmigo no puede ser una vulgar ramera. Lo que espero de ti es que sepas comportarte como una mujer decente, como si fueras una buena musulmana.
– Lo haré, haré lo que me pidas. No te decepcionaré.
– Eso espero… de lo contrario…
Ella tembló al ver aflorar la ira en su rostro.
– Sabes que haré cualquier cosa que quieras -le repitió.
– En ese caso, ha llegado el momento de que asumas mi lucha como tuya, de que entiendas por qué hago lo que hago, de que compartas mis sufrimientos y mis sueños, de que te sacrifiques como lo hago yo. ¿Estás dispuesta?
– Sí.
– ¿Aunque eso pueda costarte la vida?
Sintió un estremecimiento por la pregunta de Salim, que sabía no era retórica. No le costó responderle, porque se dijo que sin él no sería capaz de vivir.
– Mi vida es tuya, Salim, ya deberías saberlo. Hasta ahora he hecho cuanto me has pedido: he traicionado a mis jefes, he engañado a mis amigos, y estoy dispuesta a hacer mucho más, todo cuanto me pidas.
– Acuéstate y descansa -le ordenó Salim al tiempo que empezaba a quitarse la ropa para meterse en la cama.
A Ignacio Aguirre, cuando entró en el despacho del obispo Pelizzoli, no se le escapó la mirada de reproche de Ovidio.
Ignacio llevaba en la mano, además de una abultada cartera, su vieja edición de la Crónica de fray Julián .
– ¿Sabes, Ignacio? -le dijo el obispo Pelizzoli-. Tengo la sensación de que estás completando un círculo.
– Sí, eso parece. El profesor Arnaud creyó que algún día tendría que hacer frente a la familia D'Amis.
– ¿El profesor Arnaud? -preguntó con curiosidad el padre Domenico que, al igual que Ovidio Sagardía, no terminaba de entender de qué hablaban el obispo y el viejo jesuita.
– El profesor Arnaud fue un historiador, especialista en el período de la historia de Francia en que se expandió la herejía cátara. El padre del actual conde d'Amis pidió al profesor Arnaud que le autentificara la crónica de fray Julián. El profesor trabajó en su edición y tuvo una relación profesional con el conde que le hizo ser testigo de las idas y venidas de algunos personajes alemanes filonazis, antes y durante la guerra. El conde nunca se fió de él ni él del conde, pero aun así el profesor vio y escuchó muchas cosas en el castillo.
– ¡No puedo creer que la crónica de fray Julián tenga nada que ver con el atentado de Frankfurt! -exclamó Ovidio.
– Seguramente no, pero lo cierto es que tirando del hilo de Karakoz se ha llegado al conde d'Amis, que es un personaje cuando menos extraño -afirmó el obispo.
– Y ese profesor Arnaud, ¿dónde está? -quiso saber el padre Domenico.
– Muerto. Murió de dolor.
– ¿De dolor? -La curiosidad de Domenico iba en aumento.
– Sufrió más de lo que pudo soportar. Perdió a su mujer en la Alemania nazi, la asesinaron. Era judía. Su único hijo, David, murió en Israel al poco de terminar la guerra en un enfrentamiento con un grupo árabe. El profesor también murió ese día.
– ¡El mismo día que su hijo! -exclamó compungido Ovidio.
– Físicamente le sobrevivió un tiempo, pero el día que enterró a su hijo él también murió.
Los dos sacerdotes se dieron cuenta de que aquel profesor había marcado para siempre a Ignacio Aguirre y ahora el pasado volvía a hacerse presente en la vida del jesuita a través de Raymond d'Amis.
El padre Aguirre se sentó frente al obispo Pelizzoli y empezó a leer la documentación que le había preparado. El obispo y los dos sacerdotes guardaban silencio a la espera de que dijera algo.
Casi una hora después, cuando terminó de leer, levantó la cabeza y habló dirigiéndose al obispo.
– Luigi, puede que yo sea más útil en Bruselas.
– ¿Lo crees así?
– Sí, debería estar junto al resto del equipo que investiga.
– Llamaremos al director del Centro de Coordinación Antiterrorista. Es mejor que hables con él y luego decidas. Por mi parte, no hay ningún inconveniente en que hagas lo que creas necesario. El secretario de Estado me ha dado órdenes tajantes para que colaboremos cuanto podamos.
Un minuto después, Ignacio Aguirre hablaba con Hans Wein. El viejo jesuita escuchó las últimas novedades y se ofreció a ir a Bruselas de inmediato. Podía volar en el primer avión del día siguiente. Wein aceptó el ofrecimiento.
El padre Aguirre clavó su mirada cansada y profunda en el obispo Pelizzoli.
– Y bien -preguntó el obispo-, ¿cúal es tu primera conclusión?
– Luigi, no descartes que D'Amis sea capaz de confabularse con algún grupo criminal para dañar a la Iglesia. Puede que esas palabras de los papeles quemados de Frankfurt tengan un significado más claro, ahora que sabemos que el conde está por medio.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó el obispo, asustado.
– En mi opinión, el comando de Frankfurt podría estar preparando otro atentado. Por lo que me habéis dicho esas palabras pertenecen a papeles diferentes… pero para mí, estando D' Amis de por medio, ahora tienen otro significado.
– ¡Pero no hay ningún indicio de que el conde tenga algo que ver con lo de Frankfurt! En realidad, lo que se sabe es que tiene relaciones con Karakoz -afirmó el obispo, preocupado.
– ¿Y qué puede querer un aristócrata francés de un traficante de armas? Lo que decís de ese Karakoz es que no sólo vende armas, sino que alquila mercenarios para todo tipo de trabajos. También sabemos que Karakoz vende armas al Círculo, o sea que hay una conexión, por tenue que te parezca, entre D'Amis y los terroristas del Círculo.
El obispo miró sorprendido a Ignacio Aguirre. Aunque el viejo jesuita había sido su maestro y cuanto sabía lo había aprendido de él, le continuaba asombrando su agilidad mental, su capacidad ilimitada para relacionar elementos aparentemente contradictorios, para buscar coherencia en medio del caos. No se atrevía a pensar que Aguirre pudiera tener razón, pero sería la primera vez que no la tuviera a la hora de encontrar solución a un caso.
– En cuanto a esas palabras que rescataron del fuego… Son palabras sueltas, lo sé, pero por ejemplo el nombre «Lotario» ahora puede tener sentido.
– ¿Por qué? -preguntó Ovidio.
– Para el conde d'Amis lo tiene. Lotario dei Conti fue elegido Papa con el nombre de Inocencio III y fue quien inició la cruzada contra los albígenses.
– Pero no hay ninguna prueba de que esa palabra se refiera al papa Inocencio III -protestó Domenico.
– No, no la hay, pero «sangre»… ¿no crees que puede ser la sangre de los inocentes? Fray Julián anuncia en su crónica que algún día alguien vengará la sangre de los inocentes.
– ¡Fray Julián! ¡Por Dios, padre, está usted obsesionado con esa crónica! -exclamó enfadado Ovidio-. ¿No creerá que tiene algo que ver con el atentado de Frankfurt?
– No lo sé, pero ¿por qué lo descartas tan rápidamente? Yo conozco a Raymond de la Pallisière. Le han educado en el odio.
– «Correrá la sangre en el corazón del Santo…» -murmuró el padre Domenico.
– Eso puede significar un atentado en algún lugar. Luego tenemos la palabra «cruz»… si algo odiaban los cátaros era la cruz -continuó el padre Aguirre.
– Ya no hay cátaros, padre -afirmó Domenico.
– Claro que no hay cátaros, pero eso lo sabemos nosotros. Raymond de la Pallisière cree que es el guardián de aquella herejía y que le corresponde revindicar la sangre que se derramó. No sé si has viajado a Occitania, pero si lo has hecho habrás visto que los cátaros se han convertido en un reclamo turístico. Ha habido comunidades hippies que vivían en aquella zona y creían a pies juntillas que su modo de vida era similar al de los cátaros. También hubo grupos esotéricos que fueron a medir supuestas vibraciones cósmicas en los castillos de la región. Incluso ha habido sectas desde las que se ha invitado a sus seguidores al suicidio para alcanzar el estado perfecto y llegar a Dios. Se han escrito libros para sostener que el legado cátaro no es otro que el de los descendientes de Jesús, por no decir que no han cesado las excavaciones buscando el tesoro de Montségur… Y en aquella zona de Francia puedes escuchar a mucha gente hablar de un pasado glorioso de trovadores y damas arrasado por el rey y por la Iglesia. Hasta el más humilde se cree descendiente de algún caballero o trovador. Los cátaros no existen, pero hay quienes se empeñan en decirse sus descendientes, discípulos… Raymond de la Pallisière es descendiente de una familia donde hubo perfecto s. Su padre buscó el tesoro de los cátaros ayudado por los nazis, convencidos de que el tesoro era algún objeto que daría el poder absoluto a quien lo tuviera. El profesor Arnaud se reía de ellos y nunca quiso prestar excesiva atención a esas reflexiones que escuchaba en el castillo, aunque tuvo el acierto de escribir cuanto oía en hojas sueltas.