»El padre de Raymond le educó con un único objetivo: rescatar el tesoro cátaro y quizá, también, vengar la sangre de los inocentes. Raymond ha vivido en un ambiente opresivo, donde todo ha girado en torno a esa locura. Cuando le conocí era un joven necesitado de ser alguien, de reafirmarse frente a su progenitor. Según las notas del profesor Arnaud, creía que su padre había constituido una sociedad secreta para proteger el legado cátaro y buscar su tesoro. Al parecer era una asociación cultural en la que al principio le invitaron a participar, pero cuando el conde se dio cuenta de que el interés del profesor Arnaud por los cátaros era sólo académico, intentaron que no supiera más de la cuenta sobre sus actividades.
– Usted habla de la sangre de los inocentes… -dijo el padre Domenico.
– Sí, se derramó mucha sangre. No creas que juzgo a la Iglesia, la formamos hombres y su historia hay que leerla a la luz de cada momento. Eso no justifica los errores, sólo los explica. ¿Crees que alguien debe morir por creer que existe un Dios del bien y un Dios del mal? Los cátaros creían que el mundo era obra del Dios malo…
– Perdone, padre, pero su obsesión por la crónica de fray Julián le lleva a mezclar elementos heterogéneos. No sé por qué el conde d'Amis tiene tratos con los hombres de Karakoz, pero de ahí a sugerir que puede estar organizando un atentado con el Círculo… bien, en mi opinión, y sin que lo tome como una falta de respeto, eso es un disparate.
Ovidio Sagardía tragó saliva después de dar su sincera opinión. No se sentía cómodo enfrentándose al hombre que más admiraba y al que debía toda su carrera eclesiástica, pero por primera vez veía al padre Aguirre como un anciano incapaz de analizar con rigor y frialdad lo que estaba pasando. El solo hecho de haber tropezado con Raymond d'Amis le había llevado a teorizar sobre un atentado organizado a medias entre el conde y el Círculo. En Bruselas le tomarían por un viejo excéntrico o algo peor.
– Entiendo que no compartas mis sospechas y haces bien en decirlo en voz alta, pero mucho me temo, Ovidio, que, por disparatado que te pueda parecer lo que he dicho, tengo razón. Conozco a Raymond de la Pallisière, y sé de lo que es capaz.
– ¿Le conoce? Usted ha dicho que le vio en un par de ocasiones y de eso hace ¿cuánto? ¿Sesenta años? -respondió Ovidio, desafiante.
– No imaginas en qué ambiente creció, ni cómo era su padre… además tengo los papeles del profesor Arnaud; son notas sueltas, reflexiones al hilo de lo que escuchaba y veía en el castillo… no, no estoy equivocado.
El discípulo por primera vez se sentía superior a su maestro, de manera que Ovidio volvió a replicar al padre Aguirre.
– El Círculo jamás confiaría en nadie que no fuera musulmán. Si es difícil llegar a ellos es precisamente porque no se fían de nadie. Además, ¿para qué necesitan a ese conde? Hasta ahora vienen haciendo los atentados solos, y desgraciadamente han tenido éxito, de manera que ¿para qué aliarse con un extraño?
– No tengo respuestas a todas las preguntas, sólo una teoría, que creo que es la acertada, por muy disparatada que te parezca.
– ¿Así de simple? El Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea lleva semanas devanándose los sesos buscando una pista sólida y de repente usted… bueno, usted llega y asegura que el caso está resuelto, que el conde d'Amis es cómplice del Círculo. -Las palabras de Ovidio estaban llenas de indignación.
– Sí, efectivamente, y ¿sabes por qué se han aliado? Pues para atentar contra la Iglesia -afirmó el padre Aguirre aguantando la mirada desafiante de Ovidio.
– Pero ¡qué disparate! -exclamó el padre Domenico.
– Bien, no perdamos el tiempo en discusiones -terció el obispo-. Nuestro papel es ayudar al Centro de Coordinación Antiterrorista de Bruselas con la información de la que dispongamos. A mí también me sorprende la hipótesis del padre Aguirre; no puedo creer que al Círculo le interese enfrentarse a la Iglesia, pero…
El viejo jesuita les miró sin que su gesto denotara contrariedad.
– Luigi, me has pedido que viniera y aquí estoy; siento que mis conclusiones no te gusten.
– No es eso, no es eso. No se trata de lo que a mí me gusta sino de lo que puede ser real… sinceramente, Ignacio, no soy capaz de seguir tu pensamiento para llegar a la conclusión a la que has llegado. Yo no lo veo tan claro -admitió el obispo.
– Bien, no tenéis por qué hacerme caso, puede que esté equivocado; en cualquier caso déjame exponer mis conclusiones en Bruselas. Seguramente pensarán como vosotros, que soy un viejo fuera de la realidad obsesionado con el pasado. ¡Ojalá tengáis razón! De Bruselas regresaré directamente a Bilbao.
– Ya es tarde; es mejor que vayamos a descansar. No sabemos lo que nos espera mañana. Y ahora me gustaría ir con el padre Aguirre a cenar, puesto que mañana sale de viaje.
Lorenzo Panetta sostenía en la mano una taza de café que iba bebiendo a pequeños sorbos, al tiempo que recapitulaba sobre los últimos acontecimientos.
– Esperemos que ese jesuita que conoce al conde d'Amis nos cuente algo realmente sustancioso.
Hans Wein se frotaba los ojos mientras escuchaba a Lorenzo Panetta y, al igual que Matthew Lucas, hacía lo imposible por no bostezar. Llevaban veinticuatro horas sin descansar, pendientes de la información que iba llegando al Centro.
– ¿Y el padre Ovidio? -quiso saber Matthew.
– No, no es el padre Ovidio quien viene, sino otro español, un jesuita que al parecer dirigió durante muchos años el departamento de Análisis del Vaticano.
– Y conoce al conde d'Amis… -murmuró Matthew Lucas.
– Sí, eso parece, ya veremos lo que nos cuenta cuando llegue. Viene directamente al Centro. La nunciatura le ha enviado un coche a recogerle al aeropuerto. Por cierto, en el último e-mail que nos envían de París dicen que el conde está en el Crillon desde que aterrizó, y hasta el momento no ha hablado con nadie -explicó Lorenzo.
Unos golpes secos en la puerta alertaron a los tres hombres. Hans Weín de manera instintiva se ajustó la corbata, míentras que Panetta y Matthew Lucas clavaban la mirada en la puerta pero sin mover un músculo.
Un segundo después de que Hans Wein dijera «adelante», entró erguido y con paso firme un anciano de aspecto distinguido.
– Soy el padre Aguirre -se presentó en un correcto inglés.
– Pase, pase. Le estábamos esperando -dijo Wein mientras se levantaba para estrechar la mano del sacerdote e invitarle a sentarse.
– Lorenzo Panetta, subdirector del Centro, y Matthew Lucas, nuestro enlace con la Agencia Antiterrorista de Estados Unidos -señaló Wein a los dos hombres que le acompañaban.
Se estrecharon la mano, y a Matthew le sorprendió la firmeza del apretón del sacerdote.
– ¿Un café? -propuso Lorenzo Panetta.
– Si es posible, se lo agradezco -respondió Ignacio Aguirre.
– Claro que sí; aunque es domingo, esto todavía funciona, aunque sea a medias.
Lorenzo salió del despacho y pidió a una secretaria que hiciera lo imposible por traer un café potable al sacerdote.
Ignacio Aguirre no perdió el tiempo en circunloquios, y al igual que había hecho en su reunión con el obispo Luigi Pelizzoli, allí también expuso sin tapujos su teoría.
– Señores, creo que es posible una alianza entre el conde d'Amis y el Círculo para infligir daño a la Iglesia. Creo que será la Iglesia el objeto del próximo atentado del Círculo.
Los tres especialistas en antiterrorismo le miraron con estupor.
La afirmación del sacerdote les había impactado.
– ¿En qué se basa para hacer esta afirmación? -preguntó el director del Centro.
– Conozco a Raymond d'Amis, y le han educado en el odio a la Iglesia. Se considera el guardián de las esencias de los cátaros.
– No discutiré con usted la posibilidad de que el conde d'Amis, por los motivos que sean, quiera infligir daño a la Iglesia, pero convendrá conmigo que no es probable que el Círculo participe de los motivos del conde -dijo Matthew Lucas.
– Eso es lo que hay que constatar: si el Círculo tiene alguna relación con el conde o simplemente están comprando armas e información al mismo hombre, a Karakoz. En Roma me dijeron que han interceptado una conversación del conde con un profesor británico de origen sirio, ¿no es así?
– Sí, y por lo que sabemos Salim al-Bashir está fuera de toda sospecha. Es un profesor de reconocido prestigio que pasa por ser un islamista moderado, con relaciones importantes. Acabamos de recibir un informe de los británicos, y no encuentran ningún motivo para sospechar de Bashir; es más, el gobierno de Su Graciosa Majestad le suele consultar cuando surge cualquier conflicto con la comunidad musulmana -manifestó Hans Wein mientras miraba de reojo a Lorenzo y a Matthew.
– Sin embargo… en fin, yo no descartaría nada a priori -respondió el padre Aguirre.
– Perdone, pero el informe de nuestros colegas británicos no deja lugar a dudas -afirmó con fastidio Hans Wein.
– Usted tiene más experiencia, pero sí fuera yo quien tuviera que buscar la cabeza o cabezas del Círculo no lo haría en los arrabales de las ciudades; allí sólo encontrará carne de cañón.
Lorenzo Panetta y Matthew Lucas observaban con sorpresa y cierta admiración al anciano jesuita en su confrontación de guante blanco con el director del Centro de Coordinación Antiterrorista.
– ¿Para usted no es suficiente el informe de la inteligencia británica? -preguntó Lorenzo.
– Por favor, no me malinterpreten, sólo sugiero que no deberían desechar tan rápidamente la pista de Salim al-Bashir.
– El profesor Bashír no constituye ninguna pista. -El tono de Wein delataba enfado.
– Bien, no soy quién para decir cómo deben orientar su trabajo. Les explicaré cuanto sé de Raymond de la Pallisière.
Los tres hombres escucharon en silencio y sin interrumpir el relato del padre Aguirre, que no olvidó detalle sobre su extraña relación con los D'Amis. Cuando hubo terminado, abrió una vieja cartera de piel negra y sacó unos libros que les entregó a cada uno.
– Ésta es la Crónica de fray Julián ; si disponen de algo de tiempo para leerla quizá puedan comprender más al conde. Además de una hermosa obra, que en cualquier caso merece ser leída, es toda una lección sobre el horror que provoca el fanatismo, sea del signo que sea.
– En este caso fanatismo católico -murmuró Matthew Lucas.
– Efectivamente, señor Lucas, y como sacerdote no me siento orgulloso de esa página de nuestra historia. Siempre he pensado que si hay algo que el Todopoderoso no perdonará a los hombres es que maten en su nombre. No se puede imponer la fe con la fuerza de la sangre derramada. A la fe se ha de llegar a través de la razón.