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TERCERA PARTE

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1 Sábado en Atenas, época actual

El hombre observaba distraído desde el balcón de su habitación cómo el tenue sol de la mañana se reflejaba en el mármol haciendo que pareciera aún más blanco y reluciente.

Aunque aún no eran las ocho en la plaza Sintagma el tráfico estaba en su apogeo. Limusinas negras aguardaban a la puerta del hotel Gran Bretaña para trasladar a algunos de los banqueros, políticos y empresarios que se alojaban en el viejo y señorial hotel, todos ellos participantes de la Cumbre para el Desarrollo que se celebraba en Atenas.

Durante un segundo el hombre pensó que él, al igual que algunos de aquellos hombres que movían los hilos en el mundo, prefería el Gran Bretaña a otros hoteles más modernos y sofisticados de Atenas. Y no sólo porque el hotel estuviera situado en el corazón de la ciudad, frente al Parlamento, sino porque el Gran Bretaña seguía conservando el glamur de los viejos hoteles europeos.

Miró distraído el reloj sabiendo que disponía de tiempo antes de acudir a la cita concertada con algunos participantes en un discreto palacio situado en una zona residencial en las afueras de la ciudad. En realidad, era en aquel palacio donde se tomarían las decisiones que iban a tener una repercusión sobre los ciudadanos del mundo entero durante los siguientes meses y años. Pero eso era algo que no sabían ni los cientos de periodistas que habían acudido a informar sobre la Cumbre para el Desarrollo y mucho menos los confiados ciudadanos.

Buscó el móvil que había dejado sobre la mesilla y marcó un número de teléfono de otro móvil; apenas transcurrió un segundo antes de que respondieran a su llamada.

– Buenos días, conde -le dijo al hombre que le escuchaba a cientos de kilómetros de distancia-, quería asegurarme de que nuestros asuntos continúan por buen camino.

La conversación fue breve, de apenas dos minutos, y cuando cerró la tapa del teléfono sonrió satisfecho. Todo iba por buen camino. Durante un segundo dejó volar su imaginación y vio al conde d'Amis sentado en la butaca de madera forrada de terciopelo verde, tras la mesa de roble macizo de su despacho, perfectamente trajeado y con el cabello peinado de manera que no se le movía ni un pelo de su sitio.

Había sido un hallazgo el tal conde d'Amis. Una perla perdida en el océano de la vida, una perla que engarzaba a la perfección en su plan.

En su trabajo no podía permitirse ningún fallo; se basaba en la confianza que hombres poderosos depositaban en él sabiéndole capaz de conseguir lo que ellos querían. En definitiva: que otros se ensuciaran las manos para conseguir sus objetivos. Y a él no le importaba que sus manos estuvieran manchadas; hacía tiempo que se había inmunizado contra cualquier olor desagradable. Le pagaban demasiado bien para tener escrúpulos.

Unos golpes discretos en la puerta le sacaron de su ensimismamiento. Una camarera le preguntó, solícita, dónde podía dejar la bandeja con el desayuno y los periódicos del día. Echó una ojeada a la primera página del Herald Tribune mientras se sentaba disponiéndose a desayunar.

En la portada compartían titulares la Cumbre para el Desarrollo y las secuelas de un reciente atentado islamista en un cine de Frankfurt: cincuenta muertos y casi un centenar de heridos. Se sirvió una taza de café y se aplicó a la lectura.

Sonrió al comprobar la ingenuidad de los periodistas al calificar la cumbre de «histórica». En realidad, la cumbre era la tapadera perfecta para que algunos hombres poderosos se pudieran reunir ante los ojos del mundo entero sin llamar la atención. Una docena de banqueros, seis o siete dirigentes de multinacionales, algunos políticos retirados pero influyentes, formaban parte de un selecto club que no tenía nombre, ni razón social, ni sede, ni número de teléfono. Eran hombres con poder, que movían los hilos de la economía mundial con inversiones y desinversiones, cuyo único objetivo era el beneficio, y para los que los países y los ciudadanos eran sólo dibujos en un gran mapa que creían poder mover a su antojo.

Estos hombres eran respetados y respetables, figuras mundiales, inaccesibles para el común de los mortales. Eran hombres fuera de toda sospecha, incapaces de ensuciarse las manos.

Una vez leídos los periódicos encendió el televisor y buscó una cadena que retransmitía en directo la clausura de la cumbre. Cuando el locutor anunció el último discurso se levantó, apagó el receptor, se ajustó la corbata frente al espejo y antes de salir de la habitación llamó a recepción para que el portero tuviera listo su coche frente a la puerta del hotel.

Unos minutos después el hombre se había sumergido en el tráfico caótico de Atenas, que no le impidió llegar puntual a la cita.

Además de unos cuantos árboles centenarios que hacía imposible la mirada de los curiosos, el palacio no se veía desde la calle; una verja alta lo aislaba del exterior.

Del estilo neoclásico tan usado en muchos edificios a partir de mediados del siglo XIX, se notaba que sus dueños mimaban su conservación.

Nadie le preguntó dónde iba ni a quién quería ver. Primero se abrió la verja para permitirle entrar con el coche en la finca, luego aparcó y un mayordomo silencioso que apenas le dio los buenos días le acompañó hasta una sala y le pidió que aguardara allí. Por la ventana pudo observar que comenzaban a llegar limusinas negras que se paraban ante la puerta del palacio, de las que bajaban algunos de aquellos hombres cuyos intereses marcaban la política mundial.

– Buenos días.

Se levantó para saludar al hombre que acababa de entrar en la sala: alto, con el cabello entrecano, de edad indefinida, elegante, el inconfundible acento de la clase alta británica y con el aspecto de quien está acostumbrado a mandar sin que le repliquen.

El dueño de aquel palacio no perdió el tiempo en circunloquios sino que fue directamente al grano.

– Bien, infórmeme.

– Antes de venir he hablado con el conde d'Amis, y el plan sigue su curso.

– ¿Está seguro de no cometer un error confiando en ese conde?

– Estoy seguro. Es el personaje perfecto para llevar adelante el plan. Es un hombre desequilibrado, obsesionado… sí, es el hombre adecuado. Hasta ahora está haciendo lo que le pido sin cometer errores.

– ¿Para cuándo está prevista la culminación del plan?

– Aún faltan algunos detalles, puede que en un mes esté todo dispuesto.

– No se retrase.

– Para que el plan salga bien hace falta preparación, tiempo y dinero.

– Lo sé, pero el tiempo es un material sensible y escaso, del que no disponemos en este momento. ¿Ha seguido la cumbre?

– Sí.

– ¡Cuántas palabras inútiles se han dicho! ¡Pero en fin! Lo que quiere la opinión pública es que les digamos que el mundo irá mejor y que es posible que vivamos todos juntos y felices, como si dando un chasquido con los dedos fuera suficiente para que todos los seres humanos nos convirtiéramos en ángeles.

– Los periódicos dicen que la cumbre ha sido un éxito.

– Sí, eso dicen, ¿y sabe qué hemos decidido? Nada, absolutamente nada. El comunicado consensuado es un largo compendio de buenas intenciones. Los países desarrollados aprobarán planes de desarrollo en los países menos desarrollados. Se abrirán vías de diálogo entre países con distintas culturas respetando la idiosincrasia y diferencias de cada cual, etcétera, etcétera. O sea, nada. En fin… ahora tengo una larga reunión con los caballeros que me están esperando, que sin duda será más productiva. ¿Debo comunicarles algo?

– No, ya le he dicho que todo sigue su curso. Usted sabe que nunca canto victoria antes de tiempo, pero creo que el plan saldrá, se llevará a cabo y tendrá el éxito que ustedes desean.

– Hasta ahora usted no ha fallado…

– No, no lo he hecho, señor, y espero poder seguir cumpliendo sus encargos, como todos estos años.

– Las fuentes de energía no pueden estar en manos de esos ignorantes… es increíble que algunos no se den cuenta del peligro que representan. Sólo hay una manera de acabar con ellos, de hacer que el mundo se dé cuenta de que es necesaria la confrontación…

– Esperemos que el plan sirva para eso.

– Servirá, claro que servirá. Los políticos pueden decir lo que quieran, pero es la opinión pública previamente sensibilizada la que les fuerza a ir en una u otra dirección. Nosotros contribuimos a que la opinión pública acierte. ¿Cuánto tiempo hace que no visita Londres?

– Estuve hace cuatro días, señor.

– ¡Ah! Se me olvidaba que usted está en todas partes. Entonces habrá visto que en Londres hay de todo menos londinenses. Hay barrios que parecen una prolongación de Pakistán… Los musulmanes cada vez se muestran más exigentes y el Gobierno más débil, preocupado por aparecer como el adalid de los derechos humanos… ¡cómo si esa gente lo agradeciera! ¡Quieren destruirnos! ¡Acabar con nuestra civilización!

– Sí, eso es evidente.

– Lo es para cualquiera que no sea un estúpido. Por cierto, ¿ha tenido dificultades para encontrar este lugar?

– No, no ha sido difícil llegar hasta aquí.

– Este palacio pertenece a la familia de mi mujer; ella nunca ha querido venderlo, por una cuestión sentimental, y debo reconocer que al menos nos está sirviendo para la ocasión. Bien, estaré en Atenas un par de días antes de regresar a Londres; si hay alguna novedad, llámeme.

– Lo haré.

– ¿Sabe? He de decirle que estamos satisfechos con su trabajo… usted hace posible lo que parece imposible…

2

Ese mismo sábado, en el castillo d'Amis, sur de Francia

– Señor, ha llegado la prensa.

Raymond de la Pallisière, vigésimo tercer conde d'Amis, se levantó del sillón donde se encontraba repasando unos papeles, para coger de manos del mayordomo los periódicos que puntualmente le llegaban cada mañana.

Una vez solo, volvió a acomodarse en el sillón junto a un ventanal y cerca de la chimenea que caldeaba la estancia.

En la mesita baja que tenía delante colocó los diez periódicos que leía a diario: cinco franceses y cuatro alemanes, además del Herald Tribune .

Había heredado esta costumbre de su padre, que cada mañana se hacía traer los periódicos desde Carcasona y se encerraba con ellos como si se tratara de un trabajo.

En realidad, éste no era el único gesto de su padre que reproducía; casi toda su rutina diaria era una copia de la que había sido la vida de su progenitor.

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