Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Desde que su padre murió, apenas había introducido cambios en el castillo; sólo los imprescindibles para seguir garantizando su confort y el de sus invitados.

El personal de servicio sí había ido cambiando a lo largo de los años.

Pensó en su actual mayordomo, un hombre de mediana edad, educado y puntilloso, que siempre se anticipaba a sus deseos. Había tenido suerte con él, porque al anterior le había tenido que despedir por incompetente.

En realidad, el mundo había cambiado tanto que contar con un mayordomo era casi una excentricidad que sólo se permitían los viejos como él, aunque sus amigos y conocidos elogiaban su aspecto diciéndole que no aparentaba la edad que tenía. Se mantenía erguido, con la mirada verde brillante y el cabello rubio, que al haber encanecido le prestaba un aspecto imponente.

Siempre leía en primer lugar el Herald Tribune , lo mismo que antaño había hecho su padre.

De nuevo la noticia del atentado de Frankfurt ocupaba la primera página. La policía no había detenido a ningún sospechoso, aunque el atentado había sido revindicado por un grupo islamista que estaba poniendo en jaque a los países de la Unión Europea y que se autodenominaba el Círculo.

Los líderes del Círculo venían amenazando con no permitir a los europeos vivir en paz, y de hecho lo estaban cumpliendo. Atentados como el del cine de Frankfurt se sucedían cada cierto tiempo y sólo de vez en cuando la policía lograba detenciones importantes.

Los hombres del Círculo tenían muy claro su objetivo: derrotar a los «cruzados» y reconquistar las tierras que según ellos pertenecían a los musulmanes: al-Andalus, incluido Portugal, así como parte de Francia, los Balcanes, etcétera. Y, por supuesto, borrar a los judíos de Israel. Ése era su programa, al que se aplicaban con celo y fanatismo ante el que nada parecía poder detenerles.

Según el Herald Tribune no se habían encontrado «restos importantes» en el apartamento en el que los miembros del comando islamista se habían inmolado para no caer en manos de la policía, y Raymond se preguntó a qué se referían cuando hablaban de «restos importantes», porque era obvio que, importantes o no, algo habían encontrado.

Los periódicos alemanes ofrecían, fundamentalmente, información precisa sobre el atentado, sobre la conmoción en la sociedad alemana, las víctimas del cine, las víctimas del edificio de apartamentos que habían volado los miembros del comando para suicidarse, los estragos que habían causado.

Raymond se sintió inquieto sin saber por qué; se levantó a servirse una copa de calvados a pesar de lo temprano del día; aún no eran las once, pero el calvados se había convertido en su mejor compañía, y tanto en los momentos felices como en los de tensión le resultaba imprescindible.

Se sirvió una copa generosa y luego decidió hacer una llamada telefónica. No la hizo desde el teléfono que reposaba encima de la mesa del despacho, sino que buscó en uno de los cajones de la mesa y extrajo un móvil; marcó un número y aguardó a que le respondieran. El timbre del teléfono sonó insistentemente hasta que escuchó la voz de un hombre a través de la línea.

– Buenos días, quería preguntarle por lo sucedido en Frankfurt…

La respuesta del hombre pareció tranquilizarle. Luego, sin decir una palabra más, apagó el teléfono y lo volvió a colocar cuidadosamente en el cajón. Después miró el reloj; apenas quedaban unos minutos para que llegaran los miembros del consejo de administración de Memoria Cátara, la fundación que presidía desde la muerte de su padre.

Muchos de los miembros de la fundación eran hijos de los fundadores de la Asociación para la Memoria de los Cátaros, puesta en marcha por su padre para dar un aire de respetabilidad a su búsqueda del Grial y del tesoro de los cátaros.

Raymond pensó en el esfuerzo y el dinero que su padre y sus amigos habían invertido en esa búsqueda fallida, aunque creía que, al final, todos los esfuerzos no habían sido inútiles. El Languedoc había vuelto a renacer; ahí estaban los carteles anunciando a los turistas que llegaban al País Cátaro, o el logotipo diseñado como marca turística con forma de disco, o el sinfín de cafés restaurantes y tiendas de souvenirs donde la palabra «cátaro» era una constante. Algunos de los hombres que formaban parte del Consejo de Memoria Cátara eran ricos comerciantes cuyo compromiso con el pasado era tan fuerte como el suyo. Eran los herederos de un país que les habían arrebatado por la fuerza de las armas y que ahora ellos gobernaban a su modo a través de las leyes modernas del comercio.

Al consejo, además de occitanos, continuaban perteneciendo los hijos de los caballeros alemanes amigos de su padre, vencidos por las armas en la Segunda Guerra Mundial, aunque algunos habían logrado sobrevivir precisamente gracias a la generosidad y el empeño de los D'Amis. Algunos habían cambiado de apellido y de nacionalidad, otros habían logrado pasar inadvertidos en su propio país. Pero lo mismo que antaño a sus padres, a todos les unía la misma fe, la de saberse hombres superiores y por tanto diferentes.

Seguían buscando, sí, porque todos ellos sabían que el tesoro de los cátaros existía y no cejaban en el empeño de encontrarlo. La suya era más que una fundación, como en su día fue más que una asociación la creada por su padre. Era una «orden», una orden de caballeros comprometidos con la búsqueda del secreto de los cátaros.

A todos ellos también les satisfacía ver que cada año llegaban jóvenes de todo el mundo seducidos por el eco de la vieja herejía.

El País Cátaro había sobrevivido a sus destructores, y su vieja fe seguía anidando en el corazón de las gentes.

El mayordomo golpeó suavemente la puerta antes de entrar. -Señor, sus invitados ya han llegado.

El de aquel día era un consejo importante, un consejo en el que no participaban todos los miembros de la fundación, sino los de Orden Cátara, la hermandad fundada por su padre. Una orden secreta, formada por cinco hombres con los que compartía un sueño: un sueño de venganza.

Raymond se dirigió al salón donde le esperaban los miembros de la hermandad. El saludo consistió en una leve inclinación de cabeza, luego les invitó a tomar asiento.

– Señores, tengo buenas noticias: nuestro plan continúa en marcha. Aún no puedo señalar una fecha concreta, pero antes de un mes habremos culminado nuestra venganza.

Bilbao

Ese mismo día y a esa misma hora muy lejos de allí, Ignacio Aguirre paseaba sin rumbo pensando en la conversación que acababa de mantener con Ovidio Sagardía, su discípulo predilecto.

El viento soplaba con fuerza llevando consigo un olor lejano a mar. El anciano sacerdote se dijo que ya no tenía la paciencia de antaño, cuando no le importaba dedicar cuantas horas fueran necesarias a tratar los problemas de los jóvenes sacerdotes.

Ahora, retirado en su Bilbao natal, el Vaticano que había sido todo su mundo se le antojaba lejano, si no fuera porque de cuando en cuando el teléfono le sobresaltaba con la llamada de algún cardenal u obispo, necesitado de información sobre algún suceso del pasado en el que había intervenido.

Había hecho un largo camino desde que, casi por casualidad, llegó como sacerdote meritorio a la Secretaría de Estado y de allí a la tercera planta, donde se seguía al minuto cuanto acontecía en el mundo, analizando la información que, después de depurada, mandaba resumida en informes a la cúpula del poder de la Iglesia, es decir, a los despachos de los cardenales y al del mismo Papa.

En realidad su carrera, si es que la podía llamar así, se la debía a aquel viaje que realizó a Francia muchos años atrás como secretario del padre Grillo, el hombre que le ayudó a convertirse paso a paso en lo que había llegado a ser.

Recordaba con nitidez todo lo vivido en aquellos días, el viaje al castillo del conde d'Amis; su breve pero profunda relación con el profesor Ferdinand Arnaud, su preocupación, reflejo de la de sus superiores, por lo que parecía ser un renacer cátaro; la Crónica de fray Julián , y aquellos papeles que le dejó en herencia el profesor, convencido de que algún día le podrían ayudar.

En aquel viaje había comenzado a cimentarse lo que después había sido el resto de su vida eclesiástica.

Había vivido con intensidad, sintiéndose un privilegiado por la oportunidad de servir a Dios donde sus superiores creían que hacía más falta; por eso se sentía irritado con Ovidio Sagardía, un jesuita como él, al que había ayudado a situarse en el intrincado mundo vaticano porque creía en él, en su fe, en su inteligencia especulativa, en su capacidad de trabajo, sus dotes diplomáticas, su solidez sacerdotal, y de repente… sí, de repente Ovidio se había venido abajo, y estaba dispuesto a renunciar a todo porque quería convertirse en un párroco de cualquier lugar.

Habían mantenido varias disputas telefónicas, pero al final era tanta la angustia de Ovidio que había accedido a ayudarle a hacer un alto en el camino. El acuerdo al que habían llegado consistía en acogerle durante una temporada en la casa de Bilbao para, una vez que el sacerdote se hubiera reencontrado consigo mismo, decidir dónde podía servir mejor a la Iglesia, porque de eso se trataba: de servir a Dios y a los demás.

Sí, a eso había dedicado su vida. En realidad, su carrera sacerdotal la había determinado el profesor Arnaud al encomendarle que ayudara a evitar que se derramara sangre inocente. La vida de Arnaud había estado marcada a su vez por aquella Crónica de fray Julián que había convertido en obsesión. Pero el fraile dominico clamaba por vengar la sangre de los inocentes, mientras que el profesor Arnaud le colocó ante un reto diferente: evitar que se derramara sangre.

Poco antes de hablar con Ovidio lo había hecho con el secretario de Estado, quien le había comentado que, pese a la decisión del sacerdote de dejar en breve su trabajo, le había convocado a una reunión para tratar sobre el atentado de Frankfurt. En el Vaticano estaban preocupados por este atentado, revindicado por el Círculo, la red de fanáticos islamistas que con sus actuaciones estaban logrando poner en jaque a todos los servicios de inteligencia de Occidente. ¿Cómo evitar que se continuara derramando sangre inocente?, había preguntado el cardenal a Ignacio Aguirre, sin que éste supiera darle una respuesta.

3

Ciudad del Vaticano

Ovidio Sagardía no prestaba atención a lo que decía aquel hombre. En realidad, se lamentaba de su suerte preguntándose a sí mismo: «¿Soy un espía? ¿De qué otra manera podría llamarse alo que hago? Aun sabiéndolo, me irrita que me traten como tal. Me pregunto cómo he llegado hasta aquí, en qué momento se torció mi vida».

56
{"b":"88104","o":1}