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De repente él se detuvo ante la puerta de una iglesia.

– Ven, entremos -le invitó él mientras tiraba de ella.

– ¿A una iglesia? ¡Estás loco! ¿Qué vamos a hacer aquí?

– ¿Sabes cómo se llama esta basílica? -continuó hablando Salím sin prestar atención al asombro que se dibujaba en el rostro de la mujer.

– ¿Es una basílica?

– Sí, la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén. La mandó construir el emperador Constantino para que su madre santa Elena guardara las reliquias que había traído de Jerusalén.

– Pues no parece tan antigua…

– Bueno, ha sido remodelada a lo largo de los siglos: en la Edad Media y posteriormente en el siglo XVIII. Y verás que, entre las columnas antiguas, hay intercalados pilares barrocos.

– ¿Cómo sabes tanto de esta basílica? -preguntó ella asombrada.

Salim sonrió y cogiéndole de la mano tiró de ella hacia el intenor.

La mujer le susurró que, efectivamente, era impresionante, mientras él se la mostraba como si le perteneciera.

– ¿Dónde están las reliquias? -quiso saber ella.

– Ahora iremos a verlas; están en una capilla que se construyó en 1930. Se va por aquella escalera, a la izquierda del coro.

Bajaron las escaleras en silencio y Salim le fue señalando los tesoros allí guardados.

– Son tres fragmentos de la Vera Cruz y eso de ahí son dos espinas de la corona de Cristo, y aquello un trozo de la esponja; ¡ah!, y el travesaño de la cruz…

Ella rió por lo bajo apretándole la mano para sacarle de su ensimismamiento.

– ¡Eres increíble! ¡No creerás que todas estas cosas son auténticas! ¿Cómo van a ser las espinas de la corona?

– Calla y mira. Allí se encuentra uno de los denarios que recibió Judas por traicionar a Jesús, y aquello es el dedo de santo Tomás que tocó la llaga del profeta. Incluso bajo el pavimento pusieron tierra del Gólgota.

– ¡Qué absurdo! Esto es un cuento para niños tontos. Nadie en su sano juicio puede creerse que alguna de estas cosas sean las auténticas. No te voy a contar a ti lo que fue el negocio de las reliquias a través de los siglos. ¿Y para ver esto nos hemos dado esa caminata? ¡No te entiendo! No pensarás que me importan las reliquias, ya sabes que soy atea.

– ¡No digas eso! -la conminó Salim mientras le colocaba un dedo en los labios como si de esta manera pudiera evitar sus palabras.

– Bueno, no es que sea atea -se disculpó ella-, pero hace años que he abandonado la religión.

Volvieron a subir al primer piso. Ella no se atrevió a romper el silencio que Salim había establecido entre ellos. Cuando salieron de la basílica empezaba a caer la noche.

La mujer empezó a preocuparse al observar el rostro contraído de Salim. Apenas respondía con monosílabos a sus requerimientos y le había soltado la mano.

Caminaron en dirección hacia el centro de la ciudad y ella empezó a sentir pánico. No sabía qué sucedía, la causa de la pesadumbre de Salim, pero sí admitía que la visita a aquella basílica les había separado sin que supiera por qué.

Cuando llegaron cerca del hotel, Salim le pidió que entrara antes.

– Subo enseguida a tu habitación -dijo ella.

– No; si no te importa me gustaría estar solo. Mañana nos vemos.

– Pero ¿por qué? -gritó ella-. ¿Qué sucede? ¿Qué he hecho? ¡Dímelo!

– Vamos, cálmate, y sobre todo no grites, ni llames la atención. Necesito estar solo, eso es todo.

– ¿Y para eso me has hecho venir a Roma? ¡Dime qué te pasa, por favor!

– Tienes que respetarme, no puedes imponerme tu presencia. Quiero estar solo, ya te he dicho que mañana hablaremos.

Ella le agarró del brazo pero él la soltó con un movimiento brusco dirigiéndose hacia el hotel y dejándola en la calle con los ojos llenos de lágrimas.

Salim subió a la habitación seguro de que ella no le obedecería y que más pronto que tarde se presentaría rogándole que la dejara entrar. La conocía como a la palma de su mano y sabía que dependía de él, que haría cualquier cosa que le pidiera, pero exigirle que se suicidara era algo que debía hacer con tacto y una preparación previa.

Dos horas después escuchó unos tímidos golpes en la puerta; fue a abrir sabiendo que era ella.

Tenía los ojos enrojecidos, y su cara reflejaba una angustia infinita. Parecía perdida y frágil, desarbolada.

Él no dijo nada, aunque mantuvo la puerta abierta, mirándola con indiferencia.

– Déjame entrar, por favor -le suplicó.

– ¿Por qué no aceptas que no quiero estar contigo? -murmuró él.

Ella comenzó a llorar tapándose la cara con las manos.

– ¿Quieres que nos vea todo el mundo? ¿Es eso lo que pretendes? -le preguntó enfadado.

– ¡Por favor, déjame pasar! Necesito comprender…

Salim se dio la media vuelta dejándola en el umbral pero sin cerrar la puerta. Como un perro apaleado la mujer entró cerrando suavemente, siguiéndole hasta la habitación.

– ¡Por lo que más quieras, dime qué he hecho para disgustarte tanto!

Salim se sentó en el borde de la cama y la miró con frialdad, lo que le heló aún más el alma.

– ¡Por favor, Salim…!

– La mujer se había puesto de rodillas ante él intentando abrazarle las piernas, pero él la rechazó.

Ella empezó a llorar convulsivamente y él no se movió observando su desesperación, sabiendo que estaba rota, y cada segundo que pasaba más empequeñecida, sin voluntad.

Hasta dos horas después de seguir humillándola, de mostrar su desprecio, no pareció apiadarse de ella.

– ¿Quieres saber qué pasa? Bien, te lo diré.

La mujer le miró agradecida. Le amaba sin límites, sabía que no podría vivir sin él.

– Tú no crees en nada, eres como todas esas mujeres que se acuestan con cualquiera buscando placer.

– ¡No, no! Sabes que te quiero -gimió ella.

– No, no me quieres, eres una infiel, no crees en nada, no respetas nada. Hoy me he dado cuenta de que no tienes cabida en mi vida. Si no respetas las creencias de tu pueblo, ¿cómo vas a respetar las mías y respetarme a mí? El islam es lo más importante, Io más sagrado de mí vida. Bien, ha llegado el momento de que acabemos esta relación.

– ¡No! -El grito de la mujer fue desgarrador. De nuevo intentó abrazarle, pero él se zafó dejándola tendida en el suelo, aullando como un animal herido.

– ¡Haré lo que me pidas, pero por favor no me dejes! ¡Haré lo que quieras! ¡Creeré en lo que tú creas! ¡Pídeme lo que quieras, pero no me dejes!

Él sonrió para sus adentros. La despreciaba, despreciaba a aquella mujer tirada a sus pies, suplicándole que hiciera con ella lo que deseara. Era una puta, una ramera cualquiera, como lo eran todas las occidentales que había conocido, no importaba que estuvieran casadas o solteras.

– Quiero una mujer a la que respetar, y que me respeten por lo que es ella. Quiero una buena musulmana a mi lado, una esposa leal y fiel que me obedezca, que esté dispuesta a los mayores sacrificios por mí. Quiero una mujer que tú no eres ni nunca podrás ser.

– ¡Seré como tú quieres! ¡Te juro que te obedeceré, haré lo que me pidas, lo que me pidas…! ¡No puedo soportar perderte, no puedo! -Gemía y lloraba desconsolada.

– Dentro de unos días me habrás olvidado y estarás en la cama de otro.

– ¡No! ¡No! ¡Te quiero a ti! ¡Eres el único hombre que he querido! ¡Por favor… por favor…!

La dejó llorar y suplicarle un buen rato más hasta que la voz de la mujer se empezó a apagar y sus ojos se convirtieron en dos líneas rojas sobre el rostro hinchado.

– Levántate.

Pero ella no respondió ni se movió del suelo donde permanecía sentada rodeándose las rodillas con los brazos como si quiera protegerse de la desgracia.

– ¡Obedece! -le ordenó con voz áspera.

Intentó incorporarse pero apenas le quedaban fuerzas. Estaba exhausta y se sentía más muerta que viva.

– No creo en ti, pero… -Él la miró de reojo para ver el efecto de estas últimas palabras y pudo ver un destello en los ojos de ella-. Si quieres estar conmigo deberás cambiar, y estar dispuesta a sacrificarlo todo. Todo es todo.

– Lo haré -balbuceó ella.

– ¿Estás segura de que serás capaz de cambiar?

– Haré cualquier cosa con tal de estar contigo.

– Quiero que te conviertas en creyente, que seas una buena musulmana.

Ni siquiera se extrañó al escuchar su petición, la aceptó de inmediato con sumisión, tal y como él sabía que haría.

– Seré una buena musulmana, me convertiré. Sólo te quiero a ti.

– Si estás dispuesta… entonces… bueno, puede que…

– ¡Por favor, Salim, no me dejes, sabes que haré todo lo que quieras!

– Quiero a mi lado a una buena musulmana, a una mujer valiente que comparta mi fe y mi lucha. Quiero una mujer que crea como yo que Occidente debe rendirse al islam cueste lo que cueste. Quiero una mujer que me ayude a conseguirlo.

– Te ayudaré, creo lo mismo que tú crees.

Volvió a sentir una oleada de desprecio hacia ella. ¿Cómo era posible que hubiera podido despojarla con tanta facilidad de su voluntad? Aquella mujer era un muñeco por el que comenzaba a sentir asco.

– Si dices la verdad estaremos juntos; de lo contrario…

– Digo la verdad, lo sabes -afirmó ella con voz apenas audible.

La ayudó a ponerse en pie y la acompañó hasta el cuarto de baño.

– Lávate la cara. Llamaré al servicio de habitaciones para que traigan una infusión de tila; la necesitas.

Cuando salió del baño la camarera ya había traído la infusión, que se bebió bajo la atenta mirada de Salim.

Se sentía como un guiñapo, avergonzada por haber demostrado de manera desesperada su dependencia de él.

Podía leer en los ojos de Salim cuánto la despreciaba y pensó que aún no sabía por qué su vida había sufrido aquel inesperado revés.

Salim había sido siempre caballeroso y atento, la había mimado haciéndola sentir como si fuera una princesa medieval… y de repente… de repente parecía otro, un hombre que le daba miedo, aunque se dijo que a pesar de todo haría cualquier cosa con tal de seguir con él, aunque tuviera que ponerse el hiyab y renunciar a su vida profesional y encerrarse de por vida para dedicarse a él; cualquier cosa menos perderle.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó Salim.

– No, no tengo hambre.

– Pues yo sí. Saldré a comer algo; vete a tu habitación, te llamaré cuando regrese.

Iba a protestar pero los ojos de Salim brillaban amenazadores, de manera que bajó la cabeza y terminó de beber la tila.

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