– ¿Lo harán? -preguntó Salim a Omar en cuanto se quedaron solos.
– Sí, no te preocupes.
– No tengo dudas sobre Hakim, pero Mohamed y Ali… no sé, no les veo con fe suficiente.
– No es fácil decidir morir. Son jóvenes y pensaban que tenían mucha vida por delante. Llamaré a Frankfurt y hablaré con Hasan; al fin y al cabo Mohamed es ahora su yerno, no estará de más que le recuerde sus obligaciones hacia nosotros.
– Hazlo, y ahora dime, ¿cuándo viajan esos viejos a París?
– Dentro de cuatro días.
– Entonces, amigo mío, tendré todo preparado para que al regreso traigan el explosivo. Tengo que reconocer que tu agencia de viajes es una excelente tapadera. Podemos transportar lo que nos viene en gana por medio mundo sin que la policía sospeche nada. ¿Quién desconfía de un autocar con ancianos que van a pasar una semana en París?
– No has dicho quién hará lo de Roma -preguntó Omar con curiosidad.
Salim rió al tiempo que se levantaba.
– Hasta para ti será una sorpresa. Pero te gustará, ya verás cómo la sorpresa te gustará. Y ahora, amigo mío, querría descansar. Me queda mucho trabajo por delante, mañana he de estar en Roma.
Omar acompañó a Salim hasta la estancia que le habían preparado para que descansara. Las ventanas estaban entreabiertas y el olor a azahar parecía impregnarlo todo.
– Qué suerte tienes de vivir en Granada! -le dijo Salim antes de cerrar la puerta.
A las doce de la mañana del día siguiente Salim telefoneó a uno de sus lugartenientes desde el aeropuerto de Granada para encargarle que se pusiera en contacto con Karakoz. Debía tener preparado el material para una semana más tarde, ni un día más. Luego aguardó impaciente que saliera su vuelo con destino a Roma con escala en Madrid. Ella le estaría esperando en el hotel. Se había puesto muy contenta cuando la llamó ofreciéndole pasar el fin de semana en Roma. Miró el reloj y pensó que aún tenía tiempo para telefonear al conde; al fin y al cabo, él pagaba parte de la operación. El móvil del conde no respondió y decidió llamar al castillo. Sabía que no era una imprudencia: sus relaciones con él eran públicas y a ambos les unía la pasión por la historia. Raymond había ido a escucharle algunas de sus conferencias, y nunca habían ocultado sus encuentros en los mejores restaurantes parisinos.
– Castillo d' Amis.
Sonrió al escuchar la voz atiplada del mayordomo.
– Buenas tardes, Edward, soy el profesor al-Bashir, ¿el conde se encuentra en el castillo? Quisiera hablar con él.
– Lo siento, profesor, el conde está de viaje, regresará en unos días.
Salim guardó silencio durante unos segundos. Raymond no le había dicho que fuera a viajar y eso le inquietó.
– ¿Se ha ido de viaje? ¡Vaya, pues tenía cierta urgencia en hablar con él y su móvil no responde!
– Puede que el señor lo tenga apagado por la diferencia horaria.
– ¡Ah! ¿Y puedo preguntarle dónde se encuentra?
Ahora fue Edward el que se quedó callado sin saber si debía dar esa información, pero decidió hacerlo puesto que el profesor era un amigo muy apreciado por el conde.
– Se encuentra en Nueva York; el señor conde ha sufrido una desgracia: su esposa ha muerto.
– Cuánto lo siento, ¿sabe cuándo regresará?
– No, señor, aunque dijo que no estaría mucho fuera. Era posible que cuando el señor conde llegara, la condesa ya estuviera enterrada. Fue todo muy precipitado.
– Claro, lo entiendo. En fin, insistiré en el móvil, pero si llama hágale saber que tengo urgencia en hablar con él, y por supuesto transmítale mis condolencias.
– Desde luego, así lo haré.
Salim colgó el teléfono, contrariado. Esperaba que la muerte de la condesa, a la que nunca se había referido Raymond, no retrasara los planes que ya estaban en marcha. Seguramente el conde no era un sentimental que necesitara desahogar su pena interrumpiendo sus actividades, porque de lo contrario la operación se vería comprometida y eso era algo que no estaba dispuesto a permitir que sucediera. Pensó que la suya con el conde d'Amis era una extraña asociación. En realidad seguía preguntándose como había sido capaz de dar con él, pero en cualquier caso tenían un enemigo común: la Cruz. Raymond le había buscado para que hiciese lo que él no se sentía capaz de hacer: castigar a los católicos. Y lo harían, claro que lo harían, aunque por motivos diferentes. Además, el conde pagaba toda la operación aunque en realidad pensara que sólo se encargaba de una parte. Ya había desembolsado cantidades importantes para ponerla en marcha, y a Salim le divertía pensar que el conde d'Amis iba a financiar una operación del Círculo.
La voz metálica de los altavoces anunció su vuelo. Salim se dijo que iba a disfrutar de un espléndido fin de semana con aquella mujer que tan leal le era.
Los viernes a mediodía cientos de empleados del Centro de Coordinación Antiterrorista de Bruselas dejaban aprisa el edificio, ansiosos por comenzar el fin de semana.
Andrea Villasante entró en el despacho de Hans Wein.
– ¿Me necesita este fin de semana? -le preguntó.
– No, Andrea. Descanse, yo me quedaré un rato más a trabajar, pero también espero poder descansar.
– Si no le importa, me gustaría irme un poco antes.
– Váyase, además es casi la hora de salida.
– Es que…
– ¡No me dé explicaciones! -la interrumpió Hans Wein-. Usted trabaja sin que le importen las horas, de manera que no tiene que excusarse por salir media hora antes. Disfrute del fin de semana, nos veremos el lunes.
Apenas había salido del despacho de Wein, Andrea se dirigió al lugar donde se sentaba Laura White.
– Este sábado no podré ir al partido de squash; lo siento, tendrás que buscarte otra compañera.
– No te preocupes, Andrea; ahora mismo iba a decirte que no puedo jugar y que tendremos que dejarlo para otra semana.
– ¡Qué ocupadas estáis las dos! -dijo con ironía Diana Parker, la segunda de Andrea.
– Bueno, no tan ocupada como tú, que nunca tienes tiempo para venir a jugar al squash con nosotras -respondió Laura.
– No estoy ocupada, sólo que a mí no me gusta ir a vuestro club, es como estar en la oficina. Prefiero quedarme en casa, donde bien que os gusta que os invite a cenar. Mientras vosotras hacéis ejercicio yo me dedico a cocinar; cada una se relaja como mejor le parece.
Mireille las escuchaba sin decir palabra. Se preguntaba si ella también se convertiría en una solterona solitaria sin más horizonte que el trabajo y alguna relación esporádica con algún funcionario como ella. Sólo pensarlo la deprimió. No, no quería acabar como Laura White o Andrea Villasante, ni como Diana Parker, las tres dedicadas en cuerpo y alma al trabajo sin tiempo para tener vida privada. O al menos eso es lo que pensaba, porque no tenían otra conversación que no fuera el trabajo; incluso Diana, mucho más amable que Andrea y Laura, también parecía obsesionada con su profesión.
Cruzó los dedos para que nadie le pidiera que se quedara a trabajar precisamente ese fin de semana, aunque era difícil que lo hicieran porque en realidad apenas contaban con ella.
Cuando Lorenzo Panetta se disponía a entrar en el despacho de Wein vio que Laura metía las gafas en el bolso y despejaba su mesa de trabajo.
– ¿Te marchas?
– Aún no, pero espero descansar este fin de semana.
– Hazlo, tienes cara de cansada.
Panetta entró en el despacho de Wein, quien acababa de colgar el teléfono.
– Are han llamado de París -dijo Wein.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lorenzo con impaciencia.
– Tenías razón, ha sido un acierto mantener un control telefónico del castillo d'Amis, aunque yo también la tenía al pedir permiso a nuestros superiores; de lo contrario habríamos podido entrar en conflicto.
– Sí, supongo que sí, pero dime, ¿qué ha pasado?
– No imaginas de quién es amigo el conde.
– No, pero si el conde tiene tratos con el Yugoslavo puede ser amigo de cualquiera.
– Ahora mismo me pasarán el informe y la transcripción de la conversación. ¿Te suena el nombre de Salim al-Bashir?
– No, no me suena, creo… ¿Me tendría que sonar?
– Yo tampoco sabía quién era, pero me lo acaban de decir. Es un reputado profesor de historia que vive en Inglaterra. Tiene varios libros publicados sobre las Cruzadas, y al parecer goza de gran prestigio internacional. Incluso es consultado por dirigentes políticos para tratar la cuestión del entendimiento entre musulmanes y occidentales.
– Ya, ¿y es amigo del conde?
– Sí, por lo que parece.
Los dos hombres se miraron como esperando ver quién era el primero en expresar un pensamiento políticamente incorrecto. Panetta decidió ser él, ya que conocía bien a Hans Wein y su temor de ser malinterpretado.
– Así que tenemos un conde francés que tiene tratos con un traficante de armas y a la vez es amigo de un profesor cuyo apellido es Bashir. Interesante, ¿no? Sobre todo porque son dos hombres «limpios», fuera de toda sospecha.
– ¿Tienes algo nuevo sobre el conde? -quiso saber a su vez Hans Wein.
– Sí, hace dos horas me han enviado su biografía completa. ¡Menudo personaje! Digno heredero de su padre. Ten, aquí tienes los papeles, es todo muy raro. Preside una fundación que se llama Memoria Cátara, y su padre fue filonazi. Al parecer estuvo buscando el Grial con ayuda de ciertos personajes de la Alemania de Hitler, y durante la ocupación su castillo fue visitado por algún jerarca nazi. En la búsqueda del Grial contó con profesores alemanes y grupos de jóvenes nazis. Incluso la Iglesia se llegó a preocupar. Aquí está todo -le dijo a su jefe indicándole los papeles-, es interesante que lo leas.
– La gente de París está haciendo bien las cosas -afirmó Hans Wein.
– Y los norteamericanos también. Matthew Lucas me acaba de pasar un informe sobre todo lo que ha hecho el conde desde su llegada a Nueva York; además, sus laboratorios confirmaron que en aquella grabación era el conde quien habló con el Yugoslavo de esa misteriosa silla.
– Creo que te voy a pedir que este fin de semana nos quedemos a trabajar -empezó a decir Wein.
– Sí, yo también creo que debemos quedarnos.
– ¿A quién decimos que se quede?
– A nadie.
– Pero ¿por qué? ¡Por favor, Lorenzo, no hay ninguna fuga de información! Seguridad ha confirmado que todo el personal está limpio.
– Lo sé, y me alegro, pero… Un par de secretarias será suficiente; creo que nos podremos apañar sin pedir a la gente que se quede.