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– No estoy de acuerdo… al menos podría pedírselo a Laura. Andrea me ha dicho que hoy se quería ir antes, pero también podríamos decirle a Diana que nos ayude.

– ¡Por favor, Hans! No es necesario que todo el departamento esté de guardia. Creo que podemos manejarnos solos.

– Bien, haremos lo que dices, pero es la última vez que no contamos con la gente del departamento.

– Hans, estoy seguro de que la filtración parte de nuestro núcleo. Ni siquiera digo que sea de manera malintencionada, pero mi instinto…

– ¡Tu instinto! Lorenzo, trabajemos con hechos, no con corazonadas. Bueno, déjame los papeles y llama a Matthew por si puede venir después del almuerzo.

Laura White llamó a la puerta antes de entrar. La acompañaba Andrea Villasante.

– ¿Qué pasa? -preguntó directamente la española-. Os veo ir de un lado a otro. ¿Hay alguna noticia nueva?

– ¡No! -dijeron los dos hombres al unísono.

– No hay ninguna novedad -se apresuró a decir Panetta.

– Andrea, disfrute de su fin de semana -añadió Hans Wein.

– De acuerdo, venía a decirles que ya me voy. Les veré el lunes.

La vieron salir, pensando con curiosidad dónde pasaría el fin de semana. Andrea era una mujer extremadamente discreta, a la que no se le conocían amoríos en Bruselas, siempre dedicada al trabajo. Lorenzo pensó que en realidad aquella mujer sobria y eficaz era un enigma.

Laura White observaba a Hans Wein y a Lorenzo Panetta, intentando escudriñar el pensamiento de los dos hombres.

– No tienen por qué decírmelo, pero intuyo que pasa algo.

– ¡Vamos, Laura, no seas suspicaz! -respondió Panetta-. Estamos revisando papeles, asuntos de trámite.

– Entonces tampoco me necesitan a mí…

– ¿Tienes un plan estupendo para el fin de semana? -le preguntó Lorenzo con una sonrisa.

– Pues sí, este fin de semana tengo previsto ser feliz.

– ¡Pues a ello! No te preocupes.

Laura esperaba que fuera Hans Wein quien diera por terminada su jornada laboral.

– Váyase tranquila y descanse -le recomendó su superior.

Aún no había salido Laura del despacho cuando Diana Parker, la ayudante de Andrea Villasante, se asomó a través de la puerta.

– Me voy a ir un poco antes, ¿les importa?

– No, claro que no -respondió Hans Wein-; en realidad sólo faltan diez minutos para que comience el fin de semana. -No me necesitan, ¿verdad?

– No, no se preocupe; no hay ningún motivo para quedarse a trabajar más de lo necesario -afirmó Wein.

– Mireille también se va… en fin, la chica no se atreve a entrar aquí, pero me he ofrecido a decirlo en su nombre. No creo que quieran que se quede -dijo Diana con una sonrisa irónica.

– Desde luego que la señorita Béziers puede irse ya -respondió Wein.

– De acuerdo, nos vamos, que pasen un buen fin de semana.

Cuando salió Diana Parker, Laura les volvió a observar con desconfianza, intuyendo que los dos hombres se traían algo entre manos.

– Tienen mi móvil… pero lo advierto: sólo admitiré llamadas si estalla la tercera guerra mundial.

Hans Wein se quedó en silencio, pensativo, cuando Laura salió del despacho. Lorenzo también parecía ensimismado.

– Es curioso, al parecer todas las mujeres del departamento tienen planes apasionantes para el fin de semana. En el caso de Diana no me extraña, en el de Laura tampoco, pero Andrea… -murmuró Lorenzo más para sí mismo que para que le respondiera Hans Wein.

– Bueno, no es asunto nuestro lo que hagan y tampoco es tan extraño que la señora Villasante tenga algo que hacer durante el fin de semana. A lo mejor va a Madrid a ver a su familia.

– Puede ser, pero… en fin, voy a mi despacho.

– ¡Ah! Espera, no te vayas, me está entrando en el ordenador la transcripción de la conversación de ese Bashir con el mayordomo del castillo…

Los dos hombres estudiaron durante un buen rato los dossieres sobre los últimos acontecimientos y ambos guardaron un silencio cauto sobre sus más íntimas impresiones. Habían tirado del hilo de Karakoz y se estaban encontrando con personajes insospechados.

Hans Wein llegó a la conclusión de que Lorenzo debía ponerse en contacto de inmediato con el Vaticano. Al fin y al cabo, en el pasado la Iglesia se había preocupado de las actividades esotéricas de un conde d'Amis; tal vez sabían algo que pudiera ayudarles o, en todo caso, complementar la información que tenían sobre aquella aristocrática familia.

Lorenzo Panetta se fue a su despacho para desde allí llamar al departamento de Análisis del Vaticano, aunque eran más de las tres y no creía poder encontrar a nadie a esa hora. Se llevó una sorpresa cuando le respondió el padre Ovidio.

Le explicó brevemente la última información conseguida prometiéndole enviar un e-mail urgente con información más precisa. El padre Ovidio le aseguró que hablaría de inmediato con el obispo Pelizzoli y que se pondrían en contacto con él si efectivamente encontraban algo en sus archivos referente al conde d'Amis.

– Tienen que tener algo, porque según los investigadores franceses en sus archivos figura que el Vaticano les solicitó información y colaboración discreta.

– En cuanto hable con el obispo le llamaré, pero dígame: ¿qué tiene que ver esto con el atentado de Frankfurt?

– No lo sé; en realidad puede que nada, pero es lo único que tenemos. Hemos ido tirando del extremo del hilo de Karakoz y esto es lo que nos hemos encontrado.

– Un conde que preside una fundación sobre cátaros… -murmuró Ovidio.

– Bueno, en realidad los cátaros se han convertido en un reclamo turístico para la región, tampoco es tan extraño.

– Le llamaré en cuanto pueda hablar con el obispo.

Ovidio se quedó pensativo sin saber muy bien qué hacer. Tenía que llamar a monseñor Pelizzoli, pero a esa hora el obispo estaba almorzando en la embajada de España y dudaba si molestarle o esperar a que acabara el almuerzo.

Mientras tomaba la decisión, llamó al móvil de Domenico, que acababa de marchar media hora antes a almorzar.

– ¿Estás muy lejos? -le preguntó al dominico.

– Aún no he salido del Vaticano, ¿por qué?

– Tengo noticias de nuestros amigos de Bruselas, y son bien extrañas.

– No tardo ni cinco minutos en llegar.

Monseñor Pelizzoli leía con atención el informe que Ovidio le había colocado en el portafolios. Acababa de regresar de almorzar con el embajador español ante la Santa Sede y había encontrado a Ovídío y Domenico preocupados y tensos por el informe enviado por el Centro de Coordinación Antiterrorista.

Cuando terminó de leer suspiró y descolgó el teléfono.

– Póngame con el padre Aguirre -le pidió a su secretario.

Díez minutos después escuchó al otro lado de la línea del teléfono la voz enérgica de Ignacio Aguirre. No perdió el tiempo en formalidades.

– Ignacio, tienes que venir de inmediato. Investigando el atentado de Frankfurt, el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea se ha encontrado con Raymond de la Pallisière, el conde d'Amis.

Hubo un silencio a través de la línea. Monseñor Pelizzoli sabía que la noticia había llamado la atención de su viejo maestro. De repente, Ignacio Aguirre se encontraba con un pasado que sabía nunca estaría del todo enterrado.

– No, no es que el conde tenga nada que ver con el atentado, es que estaban siguiendo la pista de un traficante de armas al que tenían pinchado el teléfono, y… bueno, es complicado de explicar y más por teléfono. ¿Puedo pedirte que vengas cuanto antes? Sí, Ovidio continúa en el caso… Gracias, mi secretario se encargará de que encuentres un billete electrónico en el aeropuerto. Te mandaré un coche a Fiumicino. Cenaremos juntos esta noche, aunque me temo que será en el despacho.

Después de dar instrucciones a su secretario le pidió que llamara al padre Ovidio y al padre Domenico. Los dos sacerdotes entraron con gesto preocupado en el despacho. El obispo no se anduvo con rodeos.

– El padre Ignacio Aguirre llegará a Roma esta misma noche y se pondrá al frente de este caso; los dos trabajaréis a sus órdenes.

El estupor se dibujó en el rostro de los dos sacerdotes. Ovidio fue el que se atrevió a preguntar por qué.

– Porque el padre Aguirre conoce al conde d'Amis desde hace muchos años. A la Iglesia le preocuparon en su momento las actividades del padre del actual conde. Buscaba el Grial y el tesoro de los cátaros. En fin, era una época difícil, después de la Segunda Guerra Mundial. Parece que el mismo Himmler estuvo implicado en aquella historia. No hay mayor experto sobre cátaros que el padre Aguirre, pero sobre todo no hay nadie que sepa más que él de esa familia, a la que además conoció bien.

»Ahora mismo llamaré a Lorenzo Panetta a Bruselas; creo que podemos ayudarles, aunque no sé muy bien cómo.

Cuando Lorenzo Panetta entró en el despacho de Hans Wein, éste se dio cuenta de que pasaba algo importante.

– Hans, no te lo vas a creer, pero en el Vaticano tienen información, y mucha, sobre el conde d'Amis. Hay un viejo jesuita que incluso le conoce y que ha estado en varias ocasiones en su castillo. El obispo Pelizzoli me ha dicho que el conde es un fanático, y que en cuanto llegue este jesuita, un tal padre Aguirre, nos llamarán. Incluso nos ofrecen que ese sacerdote venga a Bruselas si lo consideramos conveniente.

– ¿Cuándo puedes hablar con ese jesuita?

– Al parecer vive en España, en Bilbao, pero ya se ha puesto de viaje hacia Roma; creo que esta noche podremos hablar con él. -Si lo que te cuenta es importante, hazlo venir.

– Sí, claro. ¡Madre mía, cómo se está complicando todo esto!

– Tranquilo, Lorenzo, a lo mejor no tenemos nada. Los informes sobre el tal Salim al-Bashir lo describen como la quintaesencia del buen ciudadano; además, tiene nacionalidad británica.

– Llevo un buen rato leyendo algunas de las declaraciones y conferencias de ese profesor y, ¿sabes lo que más me llama la atención? Que jamás ha condenado un atentado. Lamenta que no haya puentes de entendimiento entre musulmanes y occidentales y que Occidente no tenga sensibilidad para con los musulmanes; pide que se establezcan esos puentes para evitar más desgracias, y no sé cuántas frases grandilocuentes más, pero ni una sola condolencia por los atentados del Círculo. Sólo explicaciones de por qué pasa lo que pasa. No me gusta ese Salim al-Bashir. No sé por qué, pero no me gusta.

– Pues más vale que no lo digas en voz alta, porque se hace pasar por un hombre clave en las relaciones de los europeos con los musulmanes, y se le considera un moderado.

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