Decidió que entraría en el Palacio Rojo a ver si encontraba a alguno de sus antiguos colegas y compraría una china de hachís. Era lo que necesitaba para poder acostarse con Fátima, y se dijo a sí mismo que nadie se enteraría. Sabía que si llegaba a oídos de Hasan que había vuelto a fumar, le expulsaría del Círculo.
Hasan se lo había advertido antes de enviarle a Pakistán y aceptarle entre los suyos: nada de drogas, nada de comportarse como esos cristianos corruptos capaces de matar a su madre por una dosis.
Pero Hasan estaba lejos y él tenía que hacer los honores de la cama a Fátima y sólo tras un buen porro sería capaz de afrontarlo.
– Quédate aquí un momento, voy a ver si está un amigo.
– ¿Aquí, sola? -se atrevió a decir Fátima.
– ¡Mujer, no te pasará nada! Es sólo un momento.
Empujó la puerta y sonrió al ver que nada había cambiado en el Palacio Rojo; incluso Paco seguía detrás de la barra.
– ¡Mira quién está aquí! -exclamó Paco al verle-. ¿Dónde has estado? Hace años que desapareciste; dijiste no sé qué de una beca y hasta hoy.
– Hola, Paco, ¿cómo va todo?
– Como siempre, sin cambios. Bueno, a algunos de tus colegas les han metido en el talego por pasarse de listos.
– Hace tanto que no sé de ellos… ¿qué sabes de Ali y de Pedro?
– Ali desapareció como tú y Pedro está en la cárcel de Córdoba. Le pillaron con un cargamento de pastillas que hubiera servido para surtir a media España.
– ¿Y de Ali no sabes nada?
– Lo que se rumorea. Unos dicen que se volvió a Marruecos, otros que le pilló la poli y está en alguna cárcel cumpliendo condena, otros que se ha vuelto un fanático y que está pegando tiros en Irak, vete tú a saber, estaba un poco pirado. Bueno, ¿y tú qué te cuentas?
– Nada de especial, terminé mis estudios en Alemania y he vuelto a ver a mis padres. ¡Ah, y me he casado!
– ¡Vaya pasada! Pero ¿cómo se te ocurre casarte?
– Bueno, no me parece que sea tan raro… por cierto, ¿sabes de alguien que tenga buen material?
– O sea, que el matrimonio no te ha retirado de la «mierda»; bueno, ése de la mesa del fondo, que es moro como tú, tiene de todo.
Mohamed dudó si dirigirse al hombre que Paco le señalaba. Temía que pudieran reconocerle y llegara a oídos de Hasan, pero decidió correr el riesgo; o fumaba hachís o no se podría acostar con Fátima.
Tardó dos minutos en comprar una barra de hachís y salió del local asegurándole a Paco que volvería pronto, aunque en realidad no tenía intención de hacerlo.
– Vamos, comeremos cualquier cosa antes de regresar a casa.
Fátima le miró sorprendida. No esperaba que su marido la fuera a invitar a comer fuera de la casa, era consciente de su rechazo hacía ella.
Caminaron el uno junto al otro sin decir palabra hasta llegar a un pequeño bar desde el que se veía la Alhambra. Mohamed la condujo hasta una mesa del fondo y él se dirigió a la barra. Dos minutos más tarde un camarero se acercaba con una bandeja en la que llevaba dos Coca-Colas, un plato de queso y dos raciones de tortilla de patatas.
Comieron sin mirarse el uno al otro, pero al final Mohamed la sorprendió preguntándole por Laila.
– ¿Qué piensas de mi hermana?
Fátima sintió que le ardía el rostro mientras buscaba las palabras con las que responder a su marido.
– Es una buena chica, y ahora que tú estás aquí, seguro que se portará mejor -dijo temiendo disgustar a su marido.
– Mis padres han sido demasiado condescendientes con ella, no han sabido encauzarla y ahora… me avergüenzo de ella.
– No… no deberías… ella… bueno… es una buena chica.
– ¡Es una estúpida! Suerte que estamos aquí y podré enderezarla.
No dijo más. Con un gesto pidió la cuenta, y una vez que pagó se levantó seguido de Fátima. De nuevo en silencio caminaron hacia el Albaicín.
Encontraron la casa a oscuras. Les llegaron murmullos desde la habitación de sus padres y se dirigieron a su propio cuarto, donde los niños dormían apaciblemente sobre un colchón colocado en el suelo.
– Llévales al cuarto de al lado; no deberían estar aquí.
Fátima se sobresaltó al escuchar la orden de su marido, sabiendo lo que entrañaba. No dijo nada: despertó a los pequeños y tiró del colchón hasta llevarlo al otro cuarto, allí les acarició el cabello y les conminó a dormirse de nuevo. Luego, suspirando, regresó al dormitorio, donde encontró a Mohamed fumando hachís. No dijo nada, se sentó en la cama y esperó las órdenes de su marido, rezando en silencio para que lo que viniera no fuera demasiado insoportable.
Ovidio estaba ensimismado releyendo los papeles que le había dado el obispo Pelizzoli. Había escrito en distintos folios cada una de las palabras salvadas del incendio y las tenía dispuestas sobre la mesa como si fuera un rompecabezas.
– Pues sí que estás entretenido -le dijo el padre Mikel mirándole de reojo mientras encendía un pitillo.
– Lo que estoy es atascado -confesó Ovidio- y no sé por dónde tirar.
– Deberías decirles a los de Roma que te liberen de ese trabajo, porque si no, no te vas a centrar en la parroquia. Perdona que te lo diga, pero te veo más preocupado por esos papeles que por nuestros feligreses. Es difícil conciliar lo que sea que te hayan encargado en Roma con los problemas de aquí.
– Tiene razón, pero no tengo más remedio que cumplir con lo que me han pedido -se excusó Ovidio.
– Y tú, Ignacio, podrías dejar de leer esa crónica de fray Julián, que ya te debes saber de memoria, y compadecerte del chico.
El padre Aguirre, que parecía absorto en la lectura de aquel relato, estaba sentado en una butaca junto al balcón, pero en realidad no se había perdido una palabra de la conversación. Dejó el libro y se levantó, acercándose a Ovidio.
– ¿Sabes, Mikel? Ovidio no tiene más remedio que estudiar estos papeles porque así lo ha dispuesto el Santo Padre -dijo el padre Aguirre en tono cansino.
– ¡El propio Papa! -exclamó cl padre Mikel-. Bueno, sise lo ha pedido el Papa… pero tiene que haber otros que puedan hacer lo de Ovidio, porque si sigue así no le van a dejar centrarse en lo de aquí -continuó refunfuñando el padre Mikel.
– ¿Y quiénes somos nosotros para juzgar las razones del Papa? A la Iglesia se la sirve donde nos piden que la sirvamos, y sin rechistar-respondió el padre Aguirre.
– Vale, si yo no digo nada. Es que me da pena ver al chico todo el día preocupado con esos papeles. Deberías echarle una mano, porque tú de esas cosas sabes.
– ¿De qué cosas? -preguntó el padre Aguirre.
– ¿De qué va a ser? ¡Pues de secretos! El otro día escuché a Ovidio decirte algo de la matanza de Frankfurt, que no sé yo qué tiene que ver con la Iglesia. Y tú… bueno… se habla mucho, y se dice que desde que has llegado te has empeñado en que aquí la gente deje de matarse.
– ¡Y parecía que no te enterabas de nada! -exclamó riéndose el padre Aguirre-. Pero, que yo sepa, ese empeño lo tenemos todos, ¿no?
– ¡Hombre, claro! -respondió riéndose el padre Mikel-. Y si os puedo echar una mano… a lo mejor os sirvo de ayuda.
– No, no puedes -respondió, veloz, Ignacio Aguirre.
– ¿Sabe, padre? A veces pienso que tanto secretismo no está justificado. ¿Qué hay de malo en que Mikel y Santiago sepan en qué estoy trabajando? Yo confío en ellos como…
– Como no has confiado en nadie en los últimos treinta años -terminó la frase el padre Aguirre.
– Sí, efectivamente.
– Pero tienes que cumplir las reglas, es la única manera de evitar problemas. Y en nuestro trabajo la regla de oro es la discreción.
– Ya… pero…
– Ovidio, yo pondría mi vida en manos de Mikel o de Santiago pero hay asuntos que no les confiaría; no porque no me fíe, sino porque es mejor para ellos.
– En Roma lo que usted dice tiene sentido, pero aquí… lo siento, padre, aquí no le veo el sentido.
– Tú sabrás cómo debes de actuar. Yo sólo te recuerdo las reglas a las que estamos sometidos.
– No, no me cuentes nada -terció el padre Mikel-; si Ignacio dice que no debes hacerlo no lo hagas, pero, al menos, que él te ayude, porque también ha andado metido en secretos. Me voy a buscar a Santiago, que está con los chicos del coro, así que aprovechad el tiempo.
Mikel Ezquerra fue a su habitación a por la gabardina y la txapela y luego se despidió de sus compañeros con un escueto agur .
– ¡Qué hombre! -dijo riendo el padre Aguirre-. Menudo carácter…
– Es un pedazo de pan -respondió Ovidio.
– Lo es, lo es. Ya te he dicho que le confiaría mi vida.
– Pero no le enseñaría estos papeles, ¿verdad?
– Es curioso que cuestiones uno de los fundamentos de nuestro oficio.
– Es que aquí las cosas resultan diferentes. Roma está muy lejos y las intrigas vaticanas también. Creo que todo es más simple de como lo vemos cuando estamos inmersos en la vorágine de allí. ¿Sabe? Yo no sólo confiaría mi vida al padre Mikel y al padre Santiago, también les confiaría estos papeles.
– No debes hacerlo, Ovidio, por tu bien y por el de ellos. Y el que no lo hagas nada tiene que ver con la confianza.
– Pero usted sí me podría echar una mano…
– No, no debería hacerlo, pero lo haré. Te has atascado y no sé por qué.
– Puede que la lejanía me impida pensar como lo hacía. Aquí todo es diferente.
– Bueno, cuéntame y veré si puedo ayudarte o no.
Ovidio ordenó los papeles sobre la mesa y comenzó a relatarle su encuentro con Lorenzo Panetta y Matthew Lucas; después le explicó minuciosamente cuanto sabía del caso de la matanza de Frankfurt. El padre Aguirre le escuchaba sin mover un músculo, y de cuando en cuando cerraba los ojos como si necesitara abstraerse del todo para entender lo que le contaba Ovidio. Cuando éste terminó su exposición volvió a distribuir por la mesa los papeles en los que tenía escrita una de las palabras encontradas en aquellos restos de folios rescatados del apartamento de Frankfurt donde los terroristas se habían volado.
A Ovidio le sorprendió la mueca de amargura y dolor que parecía haberse dibujado en el rostro del anciano sacerdote.
– ¿Qué opina de lo que le he contado?
El padre Aguirre le miró fijamente y, exhalando un suspiro de pesar, le respondió:
– Intentaré echarte una mano, aunque no debería hacerlo.
– Pero… ¿por qué? -quiso saber Ovidio que miraba preocupado el rostro sombrío del viejo jesuita.