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Laila no pudo seguir hablando porque su hermano se levantó con extraordinaria rapidez y le propinó una bofetada que la hizo tambalearse.

– ¡Blasfema! -gritó Mohamed alzando el puño que estrelló contra el rostro de su hermana.

Su padre se interpuso entre ambos para evitar que Mohamed golpeara de nuevo a Laila. Se sentía impotente ante la situación.

De nuevo su esposa irrumpió en la sala chillando a su vez al ver a su hija con el labio partido, un ojo amoratado y sangrando a causa del puñetazo de Mohamed.

– ¡Que Alá sea misericordioso con nosotros! ¿Qué hemos hecho? -gritaba la madre, asustada, abrazando a Laila.

– ¡Vosotros tenéis la culpa de esto! -gritó Mohamed dirigiéndose a sus padres-. Nunca debisteis consentirle llegar tan lejos. ¡Tú, madre, has engañado a mi padre ocultándole las faltas de Laila, tú eres la responsable!

La mujer bajó la cabeza, asustada. No reconocía a su hijo en aquel joven lleno de ira que le gritaba amenazante, pero no se atrevió a responderle, ni siquiera intentó defenderse, sabiendo que si decía una sola palabra podía aumentar aún más la rabia de Mohamed. Tampoco sabía cómo iba a reaccionar su marido. Hasta ese día había sido un buen hombre que jamás las había golpeado, ni a ella ni a Laila, pero ahora veía en los ojos de su esposo un brillo especial que no sabía cómo interpretar. Abrazada a Laila y conteniendo las lágrimas, se dijo que lo único que podía intentar hacer era proteger a su hija con su propio cuerpo si Mohamed insistía en golpear a su hermana.

Los segundos se le hacían eternos hasta que por fin su marido habló.

– Llévatela y que no salga de su habitación hasta que yo lo diga. Laila tiene que obedecer, Mohamed tiene razón.

A duras apenas logró poner a su hija en pie y sacarla de la sala. Fátima aguardaba en el umbral de la cocina dirigiéndose con paso raudo para ayudarla a llevar a Laila a su cuarto. Entre las dos la acostaron en la cama y con la mirada se dijeron lo que debían hacer.

Fátima se quedó junto a la joven mientras su madre salía del cuarto en busca del botiquín para curar sus heridas.

Laila apenas podía hablar. Le dolía la cabeza y el ojo, tenía la visión borrosa y los labios entumecidos por el puñetazo.

Con gestos diligentes su madre le limpió las heridas mientras Fátima le sujetaba la cabeza. Su madre le dio un analgésico mientras en voz baja preguntaba a Fátima:

– ¿Crees que debería verla un médico?

– No, no… Se pondrá bien, si viniera un médico podría… bueno, podría denunciarnos, y eso sería terrible para todos. No te preocupes, Laila se pondrá bien.

La mujer la miró y asintió. Fátima estaba protegiendo a Mohamed; en realidad a todos ellos, pero aun sabiendo que su nuera tenía razón, sintió una punzada de remordimiento por no atreverse a hacer lo que creía que debía de hacer, que era procurar que a su hija la viera un médico.

– Deberíamos darle algo para que duerma -propuso Fátima-. Mañana estará mejor.

– No sé… quizá debiéramos esperar… Encárgate de los hombres y de tus hijos, yo me quedaré con Laila.

Fátima salió del cuarto procurando no hacer ruido para que ni su esposo ni su suegro se fijaran en ella. Sentía miedo, miedo de Mohamed, miedo de lo que estaba pasando en aquella casa.

Los niños estaban en la cocina jugando en silencio. Su madre les había advertido que no debían molestar y mucho menos enfadar a su nuevo padre, al que los pequeños, instintivamente, temían. De manera que, sentados en el suelo, jugaban con unos coches de plástico sin hacer ruido.

Mohamed y su padre seguían hablando en la sala, y aunque habían cerrado la puerta, de vez en cuando escuchaba la voz estridente de su marido. Acarició la cabeza de los pequeños y les susurró que debían portarse bien y acostarse pronto para no molestar a los mayores. Los niños no se atrevieron a protestar y ella pudo ver en los ojos de sus hijos cuán asustados y tristes se sentían. Pero Fátima no se dejó conmover más de un segundo por el rostro entristecido de sus hijos. Así eran las cosas, y nada se podía hacer. Lada le caía bien, pero su tozudez iba a provocar una desgracia. Las mujeres tenían que obedecer a los hombres y aceptar que ellos pensaran y decidieran por ellas. No sabía lo que pretendía Laila, pero en cualquier caso, se dijo, su cuñada estaba equivocada.

Mohamed y su padre discutían sobre lo sucedido.

– Ésta es mi casa y soy yo quien decide lo que ha de hacerse. Sí tu hermana merece un castigo es mi responsabilidad castigarla, de manera que…

– ¡Pero padre! -le interrumpió Mohamed-. Eres incapaz de ponerla en su lugar. Es una vergüenza que vaya sin velo, y mira cómo viste… no se la distingue de las cristianas. Me sorprende que no tenga ni una pizca de modestia y se atreva a enfrentarse a nosotros. Hay que poner fin a esta situación. No debe volver a ese despacho donde trabaja, y hay que obligarle a que no escandalice al Círculo, reuniéndose con buenas musulmanas a las que llena la cabeza con sus fantasías. ¡Lada enseñando el Corán! ¡Qué locura! Hay que impedir que lo haga si no queremos que nuestros hermanos nos juzguen por impiedad. Hasan me advirtió que o somos capaces de poner fin a esta situación o lo hará la comunidad. ¿Qué clase de hombres somos si no conseguimos que nos obedezcan las mujeres de nuestra casa?

– Mañana hablaré con ella, pero tú déjala -sentenció su padre.

– Pero si no logras hacerla entrar en razón, entonces lo haré yo. Sonó el timbre del teléfono y Mohamed levantó el auricular con gesto decidido.

– ¿Quién es? -preguntó.

Escuchó durante un segundo mientras enrojecía de nuevo por la ira.

– ¡No!, Laila no está, y no la vuelva a llamar. Usted no tiene permiso para preguntar por mi hermana.

Su padre le miró esperando que le dijera quién era, pero Mohamed dio un puñetazo sobre la mesa y de nuevo se puso a gritar.

– ¡Un hombre preguntaba por Laila! El muy indecente se atreve a llamar a nuestra casa, pero ¿cómo habéis consentido una cosa así?

– Mohamed, esto es España; hijo, hazte cargo, no es fácil prohibirle todo. Laila tiene que trabajar, tratar con gente. Has vivido aquí y en Alemania, sabes que las mujeres y los hombres trabajan juntos y sabes que en Marruecos también sucede lo mismo en las ciudades, pero lo importante es cómo se comporten ellas, y te aseguro que tu hermana nunca ha hecho nada de lo que debamos avergonzarnos, es una buena chica, y una buena creyente…

– Pero ¿cómo la defiendes? ¿No te das cuenta de lo que significa todo lo que hace Laila? ¿Qué sentido tiene nuestra lucha si nuestras mujeres se comportan como vulgares rameras?

– Hijo, para ganar esta guerra debemos ser cautos y no llamar la atención. No podemos encerrar a Laila, tiene que seguir trabajando…

– De ahora en adelante se comportará de manera diferente, y no saldrá sin pañuelo; no se lo permitiré.

Padre e hijo se miraron agotados. Llevaban muchas horas hablando y el enfrentamiento con Laila había dejado huella en los dos. Era hora de que cada uno se quedara a solas consigo mismo y meditara.

– ¿Por qué no llevas a tu esposa a que conozca Granada? Aún no es demasiado tarde y tu madre os puede dejar la cena preparada y hacerse cargo de los niños.

– Sí, me vendrá bien salir un rato.

Mohamed salió de la sala en busca de Fátima, aunque hubiera preferido ir a pasear sin ella. No es que la mujer le molestara, puesto que procuraba no hacerse notar, pero aun así la sentía como una carga. Se dijo que aún no habían compartido el lecho y que no podía demorar ese momento mucho tiempo más, puesto que tanto su familia como la de Fátima esperaban que tuvieran hijos. Sintió una punzada de repugnancia en la boca del estómago, porque su mujer le desagradaba físicamente y no sabía cómo iba a ser capaz de tomarla. El pensamiento le enfureció aún más y tuvo ganas de entrar en la cocina a golpearla, pero se contuvo porque al fin y al cabo ella era la hermana de Hasan y éste podría sentirse ofendido si pegaban a su hermana.

– Mujer, nos vamos -dijo, conminándola a seguirle.

Fátima no se atrevió a rechistar y cambiando una mirada con sus hijos les hizo un gesto para que no preguntaran nada, mientras ella se estiraba la galabiya y seguía a su marido hacía la puerta. Esperaba que su suegra se hiciera cargo de los pequeños y, aunque le hubiera gustado pedírselo, sabía que no debía porque Mohamed no le toleraría ningún retraso, de manera que mansamente salió de la casa caminando un paso detrás de su marido sin atreverse a decirle nada.

A esa hora Granada olía a azahar y Mohamed empezó a sentirse más tranquilo mientras reconocía los rincones de su infancia envueltos en el aroma inconfundible de esas flores minúsculas que sólo aparecía por la noche para embriagar los sentidos.

Fueron bajando por las calles empinadas del Albaicín hasta llegar a la orilla del río, donde a esa hora grupos de jóvenes se reunían en los bares de la zona.

Mohamed suspiró recordando los años vividos en Granada, cuando él mismo acudía a esos bares junto a sus amigos. Pensó en contárselo a Fátima pero la sentía una extraña para hacerla partícipe de sus recuerdos y emociones, de manera que volvió a perderse en sus pensamientos mientras saboreaba con los ojos cada rincón reencontrado.

De repente se acordó de que cerca había un pub donde solía reunirse con sus amigos y se dirigió hacia allí lamentándose de la compañía de Fátima. Aquel pub no era el lugar donde se lleva a una esposa. En el Palacio Rojo solían reunirse los «camellos» de la zona antes de salir a la calle para distribuir la droga. Él había sido uno de ellos antes de marcharse a Alemania. A los dieciséis años empezó a trapichear con hachís y se felicitaba del dinero obtenido con esta actividad.

Se convirtió en camello porque Ali, su mejor amigo, le propuso el negocio: él pasaría el hachís desde Marruecos y Mohamed y sus amigos lo venderían cobrando una buena comisión. Aceptó el trato sin pensarlo y se convirtió, además de en distribuidor, en consumidor. Cuando aspiraba el humo negro del hachís sentía que se le afinaban los sentidos y que el mundo era suyo. Lo mejor de todo era que convertirse en distribuidor de la droga le había abierto puertas que de otra manera le hubieran estado vedadas: las de todos aquellos señoritos que vivían en las zonas residenciales de la ciudad y que acudían a él suplicantes para que les vendiera «mierda». Incluso en ocasiones le invitaban a algunas de sus fiestas. Había disfrutado de lo lindo con aquellas chicas tan hermosas que aceptaban sus caricias a cambio del hachís.

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