– Sí, soy abogada -afirmó Laila sonriendo a su hermano. -He visto que no llevas hiyab .
– No me lo pongo, aunque en algunas ocasiones he pensado hacerlo para que algunas mujeres estén más tranquilas; bueno, no ellas sino sus familias. Puede que así no desconfíen tanto y pueda seguir enseñándoles.
– ¿Enseñándoles? ¿Qué?
El nerviosismo de su madre le alarmó tanto como intuir en la mirada de su hermana un brillo desafiante.
– Les enseño el Corán. Rezamos, hablamos sobre el verdadero significado del Corán. He abierto una pequeña madrasa para mujeres. Bueno, en realidad para todo el mundo, pero por ahora sólo he conseguido que vengan algunas mujeres. Los musulmanes aún sois muy machistas para aceptar que una mujer dirija el rezo y enseñe el Sagrado Corán.
Mohamed se puso en pie rojo de ira y descargó el puño sobre la mesa haciendo caer la jarra con el agua.
– ¡Pero tú no puedes hacer eso! ¡Es una profanación!
Laila le miraba sin inmutarse, sin hacer caso de la reacción violenta de su hermano.
– ¿Ah, sí? ¿Y quién lo dice? ¿Dónde está escrito que no puedo enseñar y dirigir los rezos? Dime en qué lugar del Corán se prohíbe que lo haga.
La miró desolado. Había estudiado a fondo el Libro Sagrado cuando gracias a Hasan pudo ir a Pakistán a prepararse como un buen creyente para convertirse en un soldado de Alá. Su hermana blasfemaba tomando un papel que le estaba vedado a las muj eres.
– Eres una mujer.
– Lo sé. Soy una mujer y estoy orgullosa de serlo, no hay nada impío en ser una mujer. Soy una mujer y Alá me ha hecho igual de inteligente, o acaso más, que a muchos hombres. Soy creyente y llevo años estudiando el Corán. Sé que puedo enseñar y dirigir los rezos de otros creyentes. Sé que no hay nada malo en ser mujer, que no soy más que tú, pero tampoco menos.
– ¡Estás loca! -gritó Mohamed ante las miradas temerosas de su madre y su esposa.
– Eso dice papá -respondió Laila sin levantar la voz-, pero yo creo que sois vosotros los que estáis equivocados. O el islam se adapta al siglo XXI o habremos fracasado.
– ¿Fracasado? ¿Quiénes habremos fracasado?
– Nosotros, los creyentes. No podemos continuar mirando al pasado; el mundo cambia cada segundo y no hay vuelta atrás. Otras religiones, aunque a regañadientes, lo han tenido que aceptar. Lo importante es el espíritu, no la letra. Creo que hay un Dios, la vida no tendría sentido sin Dios, y los seres humanos, desde el principio de los tiempos, hemos intuido a Dios y le hemos interpretado a nuestra manera, incluso le hemos manipulado en función de intereses terrenales. Lo importante no es sólo que Mahoma asegurara que se le había aparecido el arcángel Yibril, lo importante es que supo unir a los árabes y canalizar nuestra espiritualidad enseñándonos que hay un solo Dios, alejándonos de ídolos importados de otras latitudes. Él interpretó a Dios a su modo, como los cristianos interpretan a su Dios al suyo, o los judíos hacen otro tanto. Interpretamos a Dios según nuestra cultura, el medio en que hemos nacido, en el que nos hemos desenvuelto, pero Dios es el mismo, y desde luego lo que es una monstruosidad es matar en nombre de Dios.
Las últimas palabras de Laila fueron para Mohamed como una puñalada. Su hermana le condenaba. ¡Cómo se atrevía! Su padre solía decir que aquella chiquilla les causaría problemas y tenía razón. Laila se había convertido en un monstruo que blasfemaba.
– ¡Basta, Laila! -su madre interrumpió la discusión entre los dos hermanos-. Vete a tu cuarto y descansa, ya hablarás con tu hermano de… de todo esto.
– Pero ¿cómo es posible que hayáis consentido que mi hermana se haya convertido en una perdida? -gritó Mohamed.
– ¿Cómo te atreves a insultarme? ¡No ves más allá de tus narices! Eres un pobre hombre, incapaz de pensar por ti mismo. ¿Qué es lo que te asusta tanto? ¿Te asusta la verdad?
– ¡La verdad! ¿Qué verdad? ¿Tu verdad? ¡Estás pisoteando las sagradas enseñanzas de nuestro Profeta! ¡Cómo re atreves!
– Hasta en Irán hay una escuela femenina en Qom y la díríge una mujer, una muchtahida .
– ¡Callaos los dos! -volvió a intervenir su madre-. ¿Qué va a pensar Fátima? Creerá que estamos todos locos…
– Lo único que pensará es que mi hermana blasfema y mis padres se lo permiten -se lamentó Mohamed.
Fátima bajó la cabeza, azorada, sin atreverse a intervenir. Estaba escandalizada por la actitud de Laila pero al mismo tiempo sentía admiración por ella. Le parecía valiente, y no sólo eso: ¡que Alá la perdonara!, pero lo que había dicho le había gustado; si pudiera ir a escucharla a esa madrasa… pero no, no lo haría. Mohamed no se lo permitiría jamás.
– En Frankfurt me advirtieron, ahora entiendo por qué.
– ¿En Frankfurt?
La voz temblorosa de su madre hizo que Mohamed se diera cuenta de que había expresado su pensamiento en voz alta. Sí, en Frankfurt Hasan le había advertido sobre su hermana, instándole a que interviniera, a que arreglara el problema en familia o la comunidad tendría que intervenir.
– ¡Vaya, no sabía que era tan famosa! -ironizó Laila.
– Hablaré con nuestro padre de todo esto. Pero quiero que sepas que no puedes continuar así. No sólo te perjudicas tú, también perjudicarás a nuestra familia.
– No tienes ningún derecho sobre mí, ni ningún poder. Soy un ser libre, libre, Mohamed, entiéndelo.
– ¡Libre! ¿Qué significa eso de que eres libre? ¡Debes obediencia a nuestro padre y a mí que soy tu hermano! Tu honor es nuestro honor.
– Mi honor, como tú dices, es mío y por tanto intransferible. Los hijos no pagan por los errores de los padres ni los padres por los de los hijos. En derecho cada individuo es el único responsable de sus actos. En cuanto a la obediencia… siento decepcionarte, pero no tengo que obedecerte ni a ti ni a nadie. Respeto a nuestro padre, respeto su manera de vivir, su cultura, sus tradiciones, pero eso no implica que las tenga que asumir en su totalidad. Quiero a nuestros padres como te quiero a ti, pero soy mayor de edad y procuro vivir de acuerdo con mi conciencia.
– ¡Que Alá nos proteja de tanta locura! ¿Cómo nos ha podido pasar esto? ¡Qué desgracia para la familia!
Laila se puso en pie y miró con pena a su hermano. Iba a acariciarle el pelo pero se contuvo. Sabía que él rechazaría su gesto de cariño.
– ¿Sabes, Mohamed? Soy yo la que lamenta que hayas cambiado tanto. Pensaba… bueno, pensaba que serías diferente, que habrías aprendido algo, no sólo durante tu infancia aquí, sino también en Frankfurt, aunque me alarmé cuando me dijeron que habías ido a Pakistán a estudiar en una madrasa. Recé para que no te perdieras y para no perderte; ingenua de mí, he mantenido la esperanza de que no te hubiesen lavado el cerebro. Puedo ver lo que han hecho contigo y créeme que me siento profundamente infeliz en este momento.
– Laila, déjalo ya, vete a descansar -insistió su madre.
– No, no me voy a dormir aún. Es viernes, y he quedado con unas amigas para salir. No volveré tarde.
Mohamed miró a su hermana y a continuación a su madre sin saber qué decir. Estaba extenuado por la discusión. Se sentía desgarrado por dentro. El rubor le cubría la cara y el cuello. Su reloj marcaba las once de la noche y su hermana se disponía a salir, o eso había creído entender. ¿Era posible que fuera así y su madre no hubiese puesto objeción alguna?
Ella pareció leerle el pensamiento y levantó la mano en un gesto que parecía pedirle que se calmara.
– Tu hermana sale cuando quiere. Nunca llega demasiado tarde, es una chica juiciosa y prudente.
– ¿Mi hermana sale sola por la noche? ¿Es eso propio de una mujer decente? ¿Y tú se lo permites? ¿Y mi padre? ¿Qué dice mi padre? ¿Cómo es posible que mi padre acepte está situación? Debería matarla.
– ¡Calla! ¿Cómo dices eso? ¡Es tu hermana!
– ¡Es una perdida!
– ¡Cállate! ¿Cómo es posible que no lo entiendas? ¿Dónde crees que vivimos? Esto es España, ¿se te ha olvidado? Y tú vienes de Frankfurt. ¿Es que las mujeres son diferentes a las de aquí? Esto no es nuestra aldea de Marruecos, lo sabes bien; aquí las mujeres tienen derechos, incluso allí los empiezan a tener. Tu hermana… tiene razón en algunas de las cosas que dice. El mundo ha cambiado…
– ¡Madre! ¿Tú también te has vuelto loca?
Mohamed volvió a dar un puñetazo sobre la mesa y los niños rompieron a Ilorar. Habían permanecido en silencio, temerosos de hacerse notar, pero la tensión se les hacía insoportable y no pudieron contenerse. Fátima intentó apaciguarlos, aterrada por la reacción que pudiera tener su marido. Pero Mohamed se limitó a ordenar que se llevara a los niños a la cama.
Fátima se levantó con rapidez y con un niño en cada mano salió deprisa de la sala temiendo que su marido cambiara de opinión y pudiera descargar su furia en su espalda. No sería el primer hombre que libraba su frustración atormentando a su esposa o a sus hijos.
En la sala se quedaron frente a frente Mohamed y su madre. La mujer sostenía la mirada iracunda de su hijo sabiendo que éste no se atrevería a faltarle al respeto.
– Déjame solo.
– Lo haré en cuanto recoja la vajilla. Deberías descansar y aclarar tus ideas. Soy una mujer ignorante, pero me doy cuenta de que te han cambiado, no sé si en Pakistán o en Frankfurt, no sé quién ni por qué. Pero puedo leer en tus ojos la desgracia.
– ¡Cállate, madre, y déjame!
La mujer no insistió. Salió de la sala y regresó al minuto con una gran bandeja en la que comenzó a colocar meticulosamente los platos y cubiertos. Mohamed hacía como si no estuviera, sumido como estaba en sus pensamientos, pero su madre podía leer en el rostro de su hijo confusión y sufrimiento. De repente intuyó que la llegada de Mohamed les acarrearía una gran desgracia y no pudo evitar estremecerse.
Laila bajaba con paso rápido por las callejuelas del Albaicín. Había quedado en un pub situado en el centro de Granada. La esperaban dos de sus compañeras de despacho. El pub Generalife solía ser el punto de encuentro de buena parte de la gente joven de la ciudad; quedar allí era garantía de encontrarse con muchos amigos y conocidos, sobre todo los fines de semana.
Cuando entró, su amiga Paula le hizo señas para indicarle dónde estaban sentadas.
– Te has retrasado -le recriminó Paula.
– Sí, es que mi hermano acaba de llegar. Hacía mucho que no le veía. Ya sabes que vive en Alemania.