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– Hace un siglo que no le veo, ¿sigue tan guapo? -preguntó su amiga Carmen.

– Sí, como siempre -respondió sin ganas Laila.

– Era guapísimo y un rato ligón -insistió Carmen.

– Era. Ahora se ha casado y tiene dos niños.

– ¡Se ha casado! Pero ¿cuándo? -quiso saber Paula.

– No hace mucho.

– ¿Y los niños? -preguntó curiosa Carmen.

– Son del primer matrimonio de su esposa.

– ¡Vaya palo! -exclamó Carmen.

– ¿Por qué? -Lada estaba deseando terminar la conversación, pero no quería parecer grosera con sus dos mejores amigas.

– Pues porque tu hermano era más joven que nosotras, le llevamos dos o tres años, o sea que debe de andar por los treinta, y casarse y ser padre de dos hijos es una pasada. ¿Terminó sus estudios?

– Sí, ya sabes que hizo Turismo y que se marchó a Alemania para aprender bien alemán. Allí tenernos familia… bueno, ¿habéis cenado ya?

– Sí -respondió Paula-, hemos tomado unos pinchos. Por cierto, me llamó Alberto para decirme que se pasará por aquí con Javier; deben de estar a punto de llegar.

Laila pidió una tónica y cogió distraídamente un cigarrillo de la cajetilla que Paula tenía sobre la mesa.

– ¿Vuelves a fumar? -le preguntó ésta.

– No, es que… bueno, estoy un poco nerviosa; además, no he dejado de fumar del todo y de vez en cuando enciendo algún pitillo.

Carmen comenzó a contarles los pormenores de una reunión que había mantenido aquella misma tarde con un nuevo cliente que estaba en proceso de separación matrimonial. Para alivio de Laila, las tres amigas se enzarzaron en la conversación; prefería olvidar por un rato el enfrentamiento con su hermano.

Carmen y Paula no sólo eran sus mejores amigas, sino que la habían incorporado al despacho que ambas habían montado junto con Javier.

Las había conocido en la facultad. Ellas venían de un colegio de monjas mientras que Laila había estudiado en un colegio público. Allí, al principio la miraron como a un bicho raro. Pero Laila les demostró no sólo que era inteligente y capaz de sacar las mejores notas de la clase, sino que era buena compañera, siempre dispuesta a ayudar a los demás.

No había sido fácil que la trataran como una más. Sobre todo porque su padre se negaba a que ella hiciera gimnasia como las otras niñas, incluso la obligaba a ir con hiyab al colegio. Hasta el día en que Laila se rebeló. No dijo nada para no ofender a su padre, pero en cuanto se alejaba unos metros de su casa se quitaba el pañuelo, y convenció a su madre para que le comprara un chándal igual que el que llevaban el resto de sus compañeras de clase. Su madre se lo compró y se juramentaron para guardar el secreto y que su padre no se sintiera avergonzado.

Pero a Laila le producía un profundo malestar engañar a su padre y temía por la reacción que éste pudiera tener si se enteraba de que su madre la había ayudado, no porque fuera a maltratar a su madre, de lo que le sabía incapaz, sino por el profundo dolor que le causaría la mentira. De manera que cuando cumplió dieciocho años, a punto de entrar en la Facultad de Derecho, se sentó a hablar con su padre para explicarle que no se iba a poner el hiyab , que se sentía española, que no sabía sentirse de otra manera y que en cuanto pudiera optaría por esta nacionalidad.

Su padre gritó lamentándose de la desgracia de tener una hija como ella, luego la amenazó con enviarla a Marruecos y casarla con un buen hombre que le quitara esas ideas absurdas de la cabeza. Su hermano había asistido a la discusión entre asustado y azorado; en su fuero interno pensaba como su padre, pero adoraba a su hermana y se le hacía muy duro pensar que la iban a enviar a Marruecos.

En realidad, por aquel entonces, Mohamed estaba hecho un lío sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Había ido a la misma escuela que Laila, salía con gente de su edad y no se le hubiera ocurrido tratar a las chicas de manera diferente que a sus amigos, entre otras razones porque ellas no se habrían dejado. Pero además, la directora del colegio no permitía ninguna manifestación machista. Doña Piedad era feminista, y habría cortado de cuajo cualquier signo de discriminación. En realidad, fue doña Piedad quién convenció a su madre para que permitiera a Laila hacer el bachillerato, y también la ayudó a conseguir una beca para que pudiera ir a la universidad.

Mohamed sentía un respeto reverente por la directora del colegio, que con su sola presencia era capaz de hacer callar a todos los niños de la clase, y eso que jamás había dicho una palabra más alta que otra; pero aquella mujer emanaba autoridad.

Al final, Lada se había salido con la suya. Ya no se ocultaba ante su padre al salir de casa sin el pañuelo. A regañadientes, su padre fue aceptando la nueva situación. Laila procuraba vestir sin llamar la atención, y sus faldas siempre le tapaban las rodillas. No llevaba camisetas ajustadas como otras chicas de su edad, ni tampoco escotes, pero salvo por esos detalles vestía como las demás. Sabía que había ganado una batalla importante a su padre, pero no quería que éste se sintiera derrotado totalmente, ni mucho menos que la vergüenza le hiciera bajar los ojos al verla.

Cuando Alberto y Javier entraron en el pub, Paula levantó la mano para indicarles dónde estaban sentadas.

Alberto tenía una tienda de material informático justo en la esquina de la calle donde ellas tenían el despacho. Javier era su socio, especializado en derecho mercantil, mientras ellas se dedicaban al derecho de familia.

Javier era primo de Carmen y compañero de curso en la facultad.

– ¿Habéis cenado? -preguntó Javier.

– Sí, hemos tomado unos pinchos, ¿y vosotros? -respondió Carmen.

– Alberto y yo estamos hambrientos, pero si ya habéis cenado pedimos algo aquí y luego nos vamos a algún sitio. ¿Qué te pasa, Laila?

La pregunta de Javier la sobresaltó. Estaba ensimismada pensando en la discusión con su hermano y apenas prestaba atención a sus amigos.

– Está rara -apuntó Paula- y eso que debería estar contenta porque su hermano acaba de llegar a Granada. ¡Chica, anímate!

– Pero si no me pasa nada, es que estoy un poco cansada.

– Es que te das unas palizas dando doctrina a esas mujeres… -protestó Paula.

– Vamos, dejadla -intervino Carmen-, tiene derecho a no tener un buen día. ¿O a vosotros nunca os pasa?

– ¿Cómo te va tu escuela? -quiso saber Alberto.

– Bien, cada vez vienen más mujeres, ya somos quince. No está nada mal. Espero aumentar el número, aunque cuando empecé me habría conformado con mucho menos.

– Hoy he vuelto a ver a ese tío malencarado -explicó Carmen-, el que las insulta cuando suben al despacho. No te lo he dicho, pero 1e he amenazado con llamar a la policía y se ha ido. ¡Menudo cretino está hecho!

Laila se mordió el labio. Paula y Carmen no sólo contaban con ella como abogada; también le habían cedido una sala, que ella había convertido en su madrasa: allí se reunía con mujeres musulmanas a hablar del Corán; rezaban y estudiaban, y además Laila las ayudaba cuanto podía porque sabía de sus dificultades familiares. Algunas eran muy jóvenes y vivían un duro conflicto con sus padres, defendiendo parcelas de libertad. No querían llevar el pañuelo, querían salir con chicas y chicos como el resto de las jóvenes de su edad, habían aprendido en el colegio que todos los seres humanos eran iguales y que la Constitución española garantizaba que nadie pudiera ser discriminado por razón de su sexo o religión.

Habían vivido la esquizofrenia de ser unas en la escuela y otras en el recinto familiar, y buscaban desesperadas el equilibrio entre dos mundos que, ineluctablemente, parecían destinados a la confrontación.

En el último mes se habían encontrado con la desagradable sorpresa de que un joven musulmán hacía guardia en la calle, frente al portal del despacho, y las insultaba, instándolas a irse a sus casas.

Javier y Alberto le habían recriminado su actitud y él les advirtió que pagarían muy caro el estar con esas mujeres, pero hasta el momento la situación no había ido a más.

– Vamos a tener que llamar de verdad a la policía -dijo Javier-, porque ese tipo puede ser un loco.

– Sí, hay que estarlo para perseguir a un grupo de chicas que se reúnen en un despacho a rezar -añadió Alberto.

– Es un fanático. Lo que no sé es hasta dónde está dispuesto a llegar.

Se quedaron mirando a Laila sorprendidos porque ésta había expresado lo que todos ellos pensaban pero no se atrevían a decir para no ofenderla.

– Bueno, pues lo mejor es que pongamos una denuncia-insistió Javier- y ya veremos quién es y qué pasa.

– Yo sé quién es -afirmó Laila.

– ¿Que sabes quién es? ¿Y por qué no nos lo has dicho? -quiso saber Carmen.

– No es que sepa cómo se llama, pero le he visto por el Albaicín. Va con un grupo de chicos que… en fin, son todos unos fanáticos.

– Pues entonces deberíamos tener cuidado -dijo Paula preocupada-, no vaya a ser que un día de éstos nos den un susto.

– Lo mejor será que me busque otro lugar donde reunirme con mis alumnas. De esa manera os dejarán de molestar.

– ¡Pero qué tontería! -terció Javier.

– No, no es ninguna tontería. Habéis sido muy generosos conmigo, pero no quiero que tengáis problemas por mi culpa. Esto no tiene nada que ver con vosotros, de manera que me buscaré un piso barato para montar mi madrasa.

– ¡De eso nada! -dijo Paula-. No te vamos a dejar sola; si es un fanático que le detengan, tú no estás haciendo nada malo. Es él quien os quiere amedrentar.

– Creo que deberías consultar con alguien lo que está pasando y ver si ese chiflado es un peligro o sólo va de farol -argumentó Alberto.

– Mi padre conoce al delegado del Gobierno. Quizá pueda preguntarle qué se hace en estos casos -afirmó Paula.

– Bueno, olvidémonos de ese cretino y vamos a tornar una copa por ahí, que para eso hemos trabajado duro esta semana.

Decidieron aparcar el problema, tal y como proponía Javier. A pesar de estar preocupada, Laila decidió acompañar a sus amigos para olvidarse de la discusión con su hermano.

10

Darwish abrió la puerta de su casa con gesto cansado. Trabajaba toda la noche como vigilante de una obra, lo que, a su edad, era mejor que estar subido a los andamios, pero aun así estaba agotado.

Se dirigió a la cocina seguro de encontrar a su mujer preparando el desayuno. Laila estaría durmiendo porque era sábado y no trabajaba; también él tenía dos días de descanso por delante.

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