– Siéntese, le explicaré cómo trabajamos en esta sección. Luego, para cualquier duda que tenga, pregunte a Diana Parker.
Mireille se sentó obedientemente dispuesta a no salirse del guión. Si lo hacía estaría fuera de juego y eso era lo último que quería.
Mientras Andrea le explicaba en qué iba a consistir su trabajo, no pudo evitar desviar la mirada hacia Matthew Lucas. El norteamericano tenía reflejado en el rostro un gesto de antipatía, de antipatía hacia ella, y se preguntó por qué, aunque inmediatamente constató que el sentimiento era mutuo. A ella tampoco le gustaba Matthew. Sentía una profunda desconfianza hacia los arrogantes funcionarios de las agencias de información norteamericanas, fuese la CIA o cualquier otra. Se comportaban como si sobre ellos recayera la responsabilidad de salvar al mundo y los europeos fueran todos unos ingenuos izquierdistas condicionados por sus opiniones públicas que siempre anteponían la libertad a la seguridad.
Suspiró resignada. Le había costado mucho llegar hasta allí y no podía echarlo a perder por motivos personales.
– Vamos, no es tan terrible trabajar con nuestro equipo.
Diana le acababa de devolver a la realidad. Le sonrió. Eran más o menos de la misma edad y parecía simpática; al menos siempre se había mostrado amable con ella. Sabía que se había licenciado en Antropología y que también hablaba árabe. Mireille se dijo que quizá podía llegar a ser amiga de aquella inglesa de larga melena rubia y ojos azules, por más que fuera la mano derecha de Andrea Villasante.
El viaje fue largo y pesado. Desde Frankfurt llegaron hasta Estrasburgo, luego atravesaron Francia y cruzaron los Pirineos por Perpiñán, y por la carretera de la costa hasta Granada. En total habían tardado cuatro días que se le habían hecho eternos, preocupado porque le pararan en un control rutinario en cualquier carretera y le detuvieran.
Pero los infieles no parecían desconfiar de una familia; los niños pequeños le habían sido de gran ayuda para despejar la desconfianza de las miradas.
Aunque tenía miedo, se sentía feliz desde el momento en que había entrado en la provincia de Granada, colmada del olor a azahar, limones y espliego. Eran los olores de su infancia. Aún conservaba en la memoria cada rincón de su ciudad, porque era suya, más suya que de aquellos infieles que osaban mancillarla con su presencia. Algún día expulsarían a todos los infieles y el suelo sagrado de sus antepasados volvería a sus legítimos dueños. En realidad, la reconquista había comenzado con cautela pero sin vuelta atrás. Cada vez eran más los granadinos que volvían los ojos a la verdadera fe y aclamaban a Alá como su único Dios. La comunidad musulmana se extendía por todos los rincones ante los ojos de los españoles que, llevados por su afán de tolerancia y para que nadie pudiera acusarlos de perseguir a otras razas o religiones, se dejaban conquistar sin oponer resistencia.
Sintió que el pulso se le aceleraba cuando llegaron a los pies del Albaicín. En el barrio de su infancia había una importante comunidad musulmana y su aspecto no era distinto al de las ciudades del otro lado del Estrecho.
Se regocijó al ver a las mujeres con el pañuelo tapando sus cabellos y muchas de ellas vestidas a la manera tradicional, con galabiyas que las cubrían desde el cuello hasta los pies.
Al azahar se le unía el olor a cuero de los artesanos que habían abierto sus tiendas encaramadas en las calles estrechas y quebradas. Casas blancas de tejados pardos, rodeadas de naranjos y cipreses.
En la plaza Larga, el Arco de las Pesas recuerda el viejo esplendor nazarí, así como el aljibe de la antigua mezquita en la plaza de San Salvador.
Cuando llegó a la casa de su padre se sintió a salvo. Nada malo podía sucederle en aquel lugar, donde había sido tan feliz a pesar de las dificultades de su padre para sacarles adelante. Pero lo había conseguido con la ayuda de su madre. Él, trabajando en la construcción, ella como asistenta por horas en las casas burguesas de la ciudad. Entonces el Albaicín era un lugar dejado de la mano de los infieles, donde sólo vivían los que no podían hacerlo en ninguna otra parte.
En los últimos años, la comunidad musulmana había ido creciendo y recuperando, al mismo ritmo, aquella parte de la ciudad que siglos atrás brillaba con luz propia.
Había dejado el coche a unos cuantos metros de la casa de su padre. Pidió a Fátima y a sus hijos que le aguardaran hasta que comprobara si su familia estaba en casa.
Llamó a la puerta con los nudillos, primero con suavidad, después con fuerza, e inmediatamente escuchó la voz cantarina de su madre.
– ¡Ya va! ¡Ya va!
Cuando la mujer abrió la puerta dejó escapar un grito en el que se mezclaban angustia y alegría a partes iguales.
– ¡Hijo mío! ¡Mohamed! ¡Alá ha escuchado mis oraciones! ¡Hijo, estás aquí!
Le estrechó con fuerza y Mohamed hundió la cabeza en el cuello de su madre oliendo la suave colonia de limón con que la mujer se perfumaba.
– ¡Madre, tranquila, que estoy bien! ¿Y mi padre?
– Creíamos… creíamos que habías sufrido una desgracia… Tu padre se acaba de marchar, ahora trabaja de noche, como guarda de una obra. Ya es viejo para andar por los andamios. Pero pasa, hijo, pasa. ¡Qué alegría!
– ¿Y mi hermana?
Su madre le soltó y dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo, como sí de repente le hubieran abandonado las fuerzas. -Tu hermana está bien, ella no tardará en llegar.
Mohamed recordó que Hasan le había advertido sobre su hermana, pero ¿por qué? Decidió preguntárselo más tarde a su madre, ahora tenía que presentarle a Fátima y a los niños.
– Madre, me he casado, tengo esposa e hijos.
– Pero ¿cuándo te has casado? ¡A tu padre no le gustará que lo hayas hecho sin su permiso!
– Mi esposa es la hermana pequeña de Hasan. Fátima estaba casada con Yusuf y él… bueno, ha muerto como un mártir. Hasan me ha hecho el honor de aceptarme en su familia dándome a su hermana. Tiene dos hijos que ahora son mis hijos y serán tus nietos. Te ocuparás de Fátima y de ellos…
Su madre le miró a los ojos y se dio cuenta de lo mucho que había cambiado su hijo.
La diferencia, lo supo de inmediato, es que había perdido la inocencia.
Ya no era el joven idealista, confiado en un futuro mejor. En sus ojos se reflejaba angustia y miedo, pero también determinación.
– Tu esposa será mi hija, y sus hijos serán mis nietos, y espero que pronto tengas los tuyos propios para alegrar mi vejez. ¿Dónde están?
– Me esperan en el coche, lo he dejado en la plazuela. Ahora les traigo.
Fátima se preguntaba cómo la recibiría su suegra. Confiaba en que ser hermana de Hasan le serviría para que la trataran con tanto respeto y deferencia como lo hacían los miembros de la comunidad en Frankfurt, pero no estaba segura del todo.
Su suegra la abrazó, besó con afecto a los niños e invitó a pasar a todos.
– Estaréis cansados del viaje y seguro que tenéis hambre. Esperaremos a que llegue Laíla y cenaremos juntos. Mientras, os enseñaré dónde os podéis instalar. Mohamed y tú podéis ocupar su antiguo cuarto, y al lado hay otro pequeño que utilizamos como trastero, pero que servirá para los niños.
– Mientras los instalas iré a ver a mi padre; dime dónde está esa obra.
– No, es mejor que aguardes a mañana. A tu padre no le gusta que le molestemos mientras trabaja, salvo que sea por extrema necesidad.
Mohamed no protestó. Sabía que su madre tenía razón. Su padre podía enfadarse si se presentaba de improviso en su trabajo. Era un hombre discreto y cumplidor, que procuraba pasar inadvertido.
Descargó el equipaje y aleccionó una vez más a los pequeños para que se portaran bien.
– Mi padre -les dijo- es un hombre justo, pero no duda en utilizar el cinturón si es necesario. No le gustan los gritos, ní que se corra por la casa. No manchéis nada, y nada de hablar si no os preguntan.
Los pequeños asintieron asustados. Notaban el nerviosismo de su madre ante aquella mujer mayor que era la madre de Mohamed, su nuevo padre. Granada también se les antojaba una ciudad extraña, diferente del Frankfurt donde ellos habían nacido.
Una hora después, ya de noche, se abrió la puerta de la calle y escucharon unos pasos rápidos sobre las baldosas de barro cocido.
Laila entró en la sala principal y soltó un grito alegre mientras se abrazaba al cuello de su hermano.
– ¡Tú aquí! ¡Qué alegría! ¡Hoy es un gran día! ¿Por qué no has avisado de tu llegada?
Mohamed escuchó sonriendo el parloteo de su hermana y sintió una oleada de cariño hacia ella. Quería muchísimo a Laila; su hermana tenía sólo tres años más que él; había sido su confidente cuando eran pequeños y le había cubierto las espaldas en sus travesuras para que su padre no utilizara el cinturón con él. Pequeña, rebelde y valerosa, siempre dispuesta a ayudar a los más débiles, incluidos todos los perros y gatos abandonados que se cruzaba por el Albaicín y que terminaban encontrando acomodo en el patio trasero, para desesperación de su madre y enfado de su padre.
Laila era menuda, como su madre, con grandes ojos de color castaño oscuro, el cabello negro y la piel blanquísima. No era una belleza, pero tenía tanta fuerza y determinación en la mirada que era difícil no rendirse ante lo que quería.
A Mohamed le sorprendió verla con el cabello descubierto, vestida con una falda y un jersey como cualquier chica occidental, pero no dijo nada: estaba demasiado contento para iniciar una discusión con su hermana, y al fin y al cabo estaban en casa, donde nadie podía verla.
Su madre sirvió la cena en la sala y durante un buen rato hablaron de banalidades; Mohamed estaba deseando saber del trabajo de su padre, de sus antiguos amigos, de los cambios en Granada, de la situación política en España.
Saboreaba uno de los dulces preparados por su madre cuando preguntó a su hermana por los estudios.
– He acabado Derecho, soy abogada.
– Bueno, no me extraña, siempre te ha gustado defender a todo el mundo -respondió Mohamed.
– Incluido a ti -replicó Laila.
– Sí, es verdad, siempre fuiste una buena hermana -reconoció con afecto Mohamed-. ¿Trabajas?
– Sí, en la universidad, en el departamento de Derecho Internacional. Soy una de las ayudantes del catedrático. No me pagan mucho, pero sí lo suficiente para ser independiente. También colaboro con un despacho que montaron unos amigos de la facultad cuando acabaron la carrera.
– ¡Así que eres toda una abogada! -exclamó Mohamed con orgullo.