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– ¿Quiere saber si han encontrado algo?

– Queremos saber qué están haciendo, eso es todo. Es un grupo inquietante. Nuestros amigos franceses nos piden colaboración y, como el interés es común, trataremos de ver qué podemos hacer.

– No sé si me recibirán…

– Dijiste que el hijo del conde, Raymond, te había invitado a ir cuando quisieras.

– Sí, pero eso son cosas que se dicen en un momento dado; creo que al conde no le caí tan bien.

– En todo caso lo intentaremos, pero no ahora. Ya te diré cuándo.

Estaba nervioso. Cuando llamó al profesor Arnaud se había mostrado muy seco a través del teléfono. Accedió a recibirle sin ningún entusiasmo. Y ahora temía encontrarse con él.

No se levantó para saludarle; simplemente le indicó que se sentara. En pocos meses Ferdinand Arnaud se había convertido en un anciano. El cabello blanco, los ojos apagados, la mirada crispada, las manos con la piel llena de manchas… Le costaba reconocer en aquel hombre al que meses atrás había acompañado hasta el castillo d'Amis, lleno de vitalidad y de esperanza en el futuro que contaba los días para viajar a Israel y ver a su hijo.

– Profesor, gracias por recibirme.

No le respondió. Permaneció en silencio, apático, indiferente.

Ignacio tragó saliva, no sabía cómo abordar aquella situación. Se daba cuenta de que nada de lo que le dijera le podía interesar; ni siquiera consuelo podía ofrecerle, nadie podía reparar el daño que había recibido.

– Siento la muerte de su hijo.

Ferdinand continuaba sin moverse, mudo, aguardando a que el sacerdote terminara de hablar y se marchara dejándole en paz.

– No quiero molestarle, sólo… en fin, necesitaba decirle cuánto lo siento, y que estos meses he rezado por usted y por su hijo.

La expresión de Ferdinand continuaba siendo la misma, para desesperación de Ignacio que, derrotado, decidió marcharse.

– Me voy, no quería molestarle. Siento haberle importunado con mi presencia.

No había terminado de levantarse cuando Ferdinand le indicó con la mano que volviera a sentarse.

– No tengo nada que decir, ni a usted ni a nadie. No soporto que me den el pésame, ni que me hablen de David. En realidad, lo único que espero es el momento de morir. Si tuviera valor ya no estaría aquí.

La confesión de Ferdinand le dejó noqueado. Seguía sin encontrar las palabras para comunicarse con él, para hacerle patente que sentía como suyo su sufrimiento, que haría cualquier cosa que estuviera en su mano por ayudarle.

– Me alegro de que le falte ese valor y siga aquí -acertó a decir-, su muerte no arreglaría nada.

– Eso ya lo sé, pero serviría para dejar de sufrir. Usted no sabe lo insoportable que puede llegar a ser el dolor del alma.

No, no lo sabía, de manera que no pensaba engañarle diciéndole que sí. No sabía lo que era perder a la mujer amada, buscarla desesperadamente, para saber años después que ha sido asesinada. No sabía lo que era perder a un hijo y que ese hijo también hubiera arrancado la vida de otros como él. En realidad, su vida había transcurrido sin nada relevante, y por tanto sin sufrimiento. De manera que no podía decirle que sabía lo que estaba sufriendo porque ni remotamente podía intuirlo. Y, sin embargo, era sacerdote y suponía que su misión era también consolar a los que padecen. Pero hacerlo en ese momento habría sido una impostura.

– He accedido a verle porque me lo ha ordenado el rector. No voy a estar aquí mucho tiempo más, me voy, pero mientras tanto tengo que aparentar normalidad.

– ¿Dónde irá?

– A ninguna parte, a mi casa, a esperar el momento de mi entierro.

– Usted no es culpable de nada.

– No, claro que no. No crea que me estoy castigando porque me siento culpable de nada; simplemente no tengo ganas de vivir. Aquí me he convertido en un incordio. No soporto a mis alumnos y ellos ya no me soportan a mí. Me da igual que aprendan o que no, que entiendan lo que les cuento o no. No les veo, ante mí atisbo formas extrañas que se mueven y hablan sin sentido. Es mejor que me marche y eso es lo que haré cuando termine el curso.

– ¿Cree que su esposa y su hijo estarían satisfechos?

– Un día le dije que era agnóstico; ahora tengo las cosas más claras: no hay nada, no hay Dios. De manera que ni mi esposa ni mi hijo existen más allá de mi cabeza y en las de quienes les han conocido. No piensan, no sienten, no existen; por tanto no pueden sentirse ni satisfechos ni insatisfechos con lo que hago. Por favor, ahórrese los falsos consuelos de cura.

– No era mi intención molestarle, comprendo que usted no crea en nada, pero para mí su esposa y su hijo existen. Permítame que yo también defienda mis certezas.

– Como comprenderá, no tengo ganas de discutir sobre creencias; tanto me da lo que usted crea. Dígame qué quiere, para qué ha pedido verme.

– Sentía la necesidad de hacerlo, de decirle lo mucho que siento lo que le ha pasado. Sí, ya sé que a usted le costará creer que a un desconocido le pueda importar algo de lo que le ha sucedido, pero el caso es que a mí me importa, y no porque sea sacerdote, me importa como ser humano. Puede que usted sea la primera persona a la que he visto sufrir de verdad, y su sufrímiento me haya afectado de tal manera que no puedo dejar de sentirme involucrado en él.

– ¿Esto es todo lo que quería decirme? El rector me habló de que usted quería volver al castillo.

– Así es, pero le aseguro que eso no tiene nada que ver con mi deseo de verle.

– ¿Por qué quiere regresar allí?

– Porque los servicios de seguridad tienen informes sobre las actividades del conde que les inquietan, y porque la Iglesia quiere saber si han avanzado algo en su búsqueda.

– No le acompañaré.

– No se lo he pedido.

– Mejor así.

– ¿Ya no significa nada para usted la crónica de fray Julián?

– Fue un trabajo, nada más.

– Siempre pensé que había sido algo diferente para usted.

– Lo fue, pero eso pertenece al pasado. En el presente no me importa. No sé si se ha dado cuenta de que estoy muerto.

24

Esta vez el viaje en tren se le antojó pesado. Miraba al frente y veía el asiento vacío. En menos de un año su vida había sufrido muchos cambios.

Había terminado sus estudios con buenas calificaciones, trabajaba en la Secretaría de Estado, en un par de ocasiones había estado cerca del Santo Padre… Su familia se sentía orgullosa de él y presumían ante los vecinos. Cada día que pasaba se sentía más seguro de la decisión de haberse hecho sacerdote. Nada podía colmarle más que servir a Dios donde pudiera necesitarle Su Iglesia.

Esperaba estar a la altura de la misión que le habían encomendado. No le iba a resultar fácil; no se sentía cómodo engañando. Temía, además, que en cualquier momento se dieran cuenta de la impostura. Cuando telefoneó a Raymond éste pareció alegrarse, pero luego dudó cuando le anunció que iba a Carcasona y le gustaría visitarle. Le pidió que esperara unos minutos, mientras consultaba a su padre si podían recibirle. Sintió alivio cuando Raymond le dijo que le invitarían a almorzar. De manera que su estancia en el castillo sería corta, ya que la invitación incluía sólo el almuerzo.

Le pareció que Raymond estaba más alto que la vez anterior. Seguramente aún estaba en edad de crecer. Le recibió en la puerta del castillo con cordialidad, pero con la mirada alerta, como si no estuviera cómodo con su presencia.

– Me alegro de volver a verle -le dijo al estrecharle la mano-, ha sido una sorpresa su llamada.

– Espero no haberle molestado. Tenía que venir a Carcasona a mirar unas cosas en los archivos y pensé en pasarme a saludarle, fueron ustedes muy amables conmigo cuando estuve con el profesor Arnaud.

– ¡Ah, el profesor Arnaud! Dicen que ha enloquecido. Ignacio se sintió molesto con el comentario y no fue capaz de contenerse.

– Pues les han informado mal; el profesor está estupendamente.

– Nos habían dicho que la muerte de su hijo le había trastornado…

– Bueno, lo normal en estos casos, imagínese a su padre si a usted le sucediera algo… Pero el trabajo le ayuda a superar este mal momento, y poco a poco vuelve a ser el de siempre.

Raymond no hizo ningún comentario más, pero clavó su mirada en Ignacio y éste supo que no le había creído.

Comenzaron a caminar por los jardines del castillo sin rumbo fijo ni saber muy bien cómo romper el hielo que ambos notaban.

– ¿Cómo va la búsqueda? -planteó Ignacio directamente.

– ¿La búsqueda? ¿A qué búsqueda se refiere?

– Al Grial. Cuando estuve aquí me contó que estaban a punto de encontrarlo.

– Le rogaría que no hiciera mención de esto delante de mi padre ni de sus invitados. Fui indiscreto, hablé demasiado, algo imperdonable en mí.

– ¡Por favor, no se preocupe! Naturalmente que no diré nada delante de su padre. Si le he preguntado es porque como historiador que aspiro a ser, esa misión me parece la más extraordinaria de cuantas se puedan acometer.

– Lo es, pero desafortunadamente aún no lo hemos conseguido. Llevará tiempo y mucha paciencia, pero mi padre está seguro de que lo lograremos.

– Ese día, aun a riesgo de resultar maleducado, le pediré que me permita ver lo que encuentren.

Raymond rió halagado. Se sentía poderoso ante ese joven aspirante a historiador que parecía estar suplicándole que le permitiera meter las manos en el pastel.

– No se lo puedo prometer, no dependerá de mí, pero le aseguro que lo intentaré.

– ¿En qué fase están?

– Buscamos documentos, tenemos gente investigando en Escocia, seguimos excavando… nada nuevo, pero lo encontraremos, no lo dude, el Grial será nuestro.

El almuerzo transcurrió casi en silencio. Al igual que en la ocasión anterior el conde se mostró seco y distante, en el límite para no ser tachado de mal anfitrión.

Los invitados del conde eran un grupo heterogéneo formado por chicos jóvenes de la edad de Raymond y hombres de la edad del conde. Ninguno hizo alusión a las razones que les habían llevado a estar allí.

Después del almuerzo todos desaparecieron dando las excusas más variopintas. Raymond invitó a Ignacio tomar café antes de que el coche le llevara a Carcasona.

– ¿Sabe? Parece cada vez más evidente que el Grial es la sangre de Jesús. Sí lo confirmamos, adiós Iglesia. Son patéticos esos curas arrodillados ante la cruz, ante un objeto de tortura. Están enfermos. Lo peor es la cantidad de estúpidos que les creen.

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