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– Es una teoría interesante -acertó a decir Ignacio-, pero difícil de probar.

– A la Iglesia le haría daño que se difundiera. A lo mejor algún día escribo algo al respecto; veríamos la reacción.

– ¿Escribir? Pero ¿qué?

- Un libro sobre los secretos de Montségur, una recopilación de leyendas… incluso una novela.

– Pero nada de eso sería una demostración de lo que quieren probar.

– Ya sabe que si se repite algo millones de veces…

– Ésa es una frase de Goebbels.

– Por desgracia, no por ello deja de ser verdad.

– ¿Se trata sólo de hacer daño a la Iglesia?

– Se trata de muchas cosas, pero de eso también. Tienen que pagar por lo que han hecho. Han derramado mucha sangre inocente; recuerde la crónica de fray Julián.

* * *

Regresó a Roma insatisfecho. Había fracasado en el intento de acercarse al profesor Arnaud, y tampoco era extraordinaria la información que había obtenido en el castillo.

El padre Grillo no pensaba lo mismo. Creía que Raymond le había dicho más de lo que habría querido.

– Van a empezar a difundir especulaciones sobre Jesús y María Magdalena, y habrá mucha gente deseosa de creerlo. El propio Raymond te lo ha dicho: el objetivo es hacer daño a la Iglesia, encontrarán quien escriba uno o varios libros, pueden inundar las librerías con novelas, falsos ensayos… intentarán polemizar con nosotros. Debemos estar preparados para cuando eso suceda y ponderar la respuesta.

– La mejor respuesta es que no haya respuesta -propuso Ignacio.

– ¿Que no digamos nada?

– Eso pienso. La Iglesia no debe responder a infundios ni a teorías peregrinas, sólo puede responder a hechos. -Transmitiré tu opinión al secretario de Estado.

– No se burle de mí.

– No me estoy burlando; cuando despache con él sobre este asunto, le diré lo que opinas. Puede que tu consejo sea el acertado.

Hasta un mes después el padre Grillo no volvió a mencionar el asunto. Cuando entró en su despacho, en su rostro serio Ignacio vio el preámbulo de una mala noticia.

– En primer lugar quiero decirte que el secretario de Estado ha decidido que te hagas responsable del asunto francés. De ahora en adelante te encargarás de procurar que tengamos noticias de los trabajos del conde y sus amigos, de estar alerta a cualquier publicación sobre el Grial; dispondrás de los medios que necesites. Quién iba a imaginar que un fraile dominico de la Inquisición nos iba a dar tanto trabajo y quebraderos de cabeza. Fray Julián se ha convertido en una pesadilla.

– Bueno, el pobre fraile no tiene la culpa de lo que hagan los descendientes de su familia.

– Esa crónica… en fin, no le voy a juzgar. Es evidente que el pobre sufría.

– Supongo que algún día la Iglesia tendrá que revisar algunas de sus actuaciones para poder explicarlas a la luz de hoy.

– Eso, Ignacio, no es asunto ni tuyo ni mío; bastante tenemos con estar alerta frente a lo que pueda hacer la familia de fray Julián. No te separes de su crónica, porque es la causante de todo. Y… bueno… tengo que darte una mala noticia; sé que te afectará.

Ignacio tragó saliva y esbozó una oración pidiendo que no se refiriera a su familia.

– El profesor Arnaud ha muerto de un infarto. Ha tenido un final triste. Al parecer llevaba dos días sin ser visto y en la universidad se preocuparon; se pusieron en contacto con su familia y… bueno, le encontraron muerto.

– No, no murió, ya estaba muerto.

– ¡Ignacio…!

Ignacio salió del despacho con la Crónica de fray Julián en la mano. Sabía que aquel libro le había unido para siempre con Ferdinand Arnaud.

* * *

Dos días después Ignacio estaba en la nunciatura de París junto al padre Nevers y dos policías que habían acudido a interrogarle.

Le explicaron que no había nada extraordinario en el fallecimiento del profesor Arnaud y que la autopsia había confirmado el infarto de miocardio.

El padre Nevers estaba nervioso. Le incomodaba la situación. ¿Por qué el profesor Arnaud había tenido la infeliz idea de dejar en herencia a Ignacio Aguirre todos sus papeles referentes a su investigación histórica sobre fray Julián? La pregunta se la hacía él, pero también se la formulaba la policía. Por eso habían solicitado a la nunciatura hablar con el sacerdote español.

Ferdinand Arnaud había fallecido de un infarto, pero el día antes de su muerte había dejado sus cosas perfectamente ordenadas, así como y una caja de considerable tamaño con una dirección y un nombre escrito: «Ignacio Aguirre. Secretaría de Estado. Ciudad del Vaticano».

Naturalmente la policía había abierto la caja y encontró un sinfín de papeles y libretas que para ellos no tenían ningún sentido. En ellas, con letra apretada, Ferdinand había ido escribiendo el libro sobre fray Julián, pero también reflexiones más personales sobre el conde y sus amigos. Además de los papeles, había una carta cerrada y lacrada también para Ignacio.

Encima de la mesa del despacho habían encontrado también otra carta dirigida a una dirección en Berlín a nombre de una mujer: Inge Schmmid, con la que la universidad se había puesto en contacto. La policía también mostró interés en hablar con la señora Schmmid.

La carta a la señora Schmmid no parecía contener nada relevante, excepto que le indicaba la dirección y el teléfono de un notario de París con el que ella debía ponerse en contacto de inmediato. Le daba las gracias por haberle ayudado a mantenerse en pie en los momentos más difíciles de su vida y le instaba a buscar la felicidad.

– A esta señora la ha hecho heredera de sus bienes materiales: el piso de la rue Foucault donde vivía, el coche y todos sus ahorros. Un buen pellizco… -les contaba uno de los policías.

En cuanto a la carta para el sacerdote, la policía no terminaba de entender si había alguna clave relevante; por eso habían insistido en verle, ya que, decían, no se habían atrevido a abrirla, algo de lo que Ignacio dudaba a pesar de que parecía tener el lacre intacto.

– Les aseguro que no sabía que el profesor Arnaud iba a decidir entregarme precisamente a mí sus papeles más preciados -aseguraba Ignacio.

– ¿Eran muy amigos? -preguntó uno de los policías.

– ¡Apenas se conocían! -afirmó el padre Nevers, aunque la pregunta no se la habían hecho a él.

– Era una persona muy especial para mí, más que un amigo. En cuanto a por qué me eligió para que tuviera sus papeles, no lo sé; puede que se fiara de mí, que supiera…

– Que supiera… ¿qué? -preguntó el policía.

– Que voy a necesitar estos papeles en el futuro, que aquí pueden estar las claves de lo que pueda suceder.

– Pero ¿a qué se refiere usted? ¿Qué puede suceder que tenga que ver con esa crónica medieval? -terció el otro policía, hastiado de aquella conversación que se le antojaba inútil.

– Verán, no puedo decirles lo que no sé. Sólo que me siento muy honrado porque el profesor Arnaud me haya legado sus papeles.

– Preparó esta caja el día antes de morir… Sin embargo, la autopsia revela que murió por causas naturales, un infarto. Por eso no entendemos estas dos cartas de despedida.

– Ya estaba muerto -afirmó Ignacio, ante el estupor de los policías y del padre Nevers.

– ¿Cómo dice? -preguntó uno de los policías.

– Que estaba muerto, había dejado de vivir aunque continuara respirando. Murió el mismo día en que enterró a su hijo David.

– ¡Pero, Ignacio! ¿Cómo puedes decir eso? -protestó el padre Nevers.

– Es la verdad, se puede estar muerto en vida. Yo no lo sabía, lo he sabido después, la última vez que vi al profesor Arnaud. Sólo esperaba que se le parara el corazón, y era cuestión de días.

– ¡Qué cosas dices!

Ignacio no quería quedarse mucho tiempo en París, pero sentía curiosidad por conocer a esa frau Schmmid de la que nunca había oído hablar. Por eso les preguntó a los policías si seguía en París.

– Sí, tiene que arreglar los papeles de la herencia. Se aloja en el hotel Sena, en la orilla izquierda. Es un hotel pequeño y modesto, cerca de Saint-Michel.

El padre Nevers frunció el ceño al ver que la intención de Ignacio era ir a ver a la desconocida mujer.

– Pero ¿por qué quieres conocerla? ¿Qué más te da quién sea? Ni a ti, ni a nosotros nos concierne la vida del profesor Arnaud.

– Tiene razón, padre, pero siento la necesidad de conocerla; puede que ella sepa por qué el profesor Arnaud ha decidido legarme sus papeles.

– Tienes la carta del profesor Arnaud; seguramente en ella te explica el porqué de su decisión.

Pero Ignacio no se dejó convencer por el padre Nevers. -No se preocupe usted por mí. Regresaré por mis propios medios.

– ¡Pero si ni siquiera sabes si esa señora está en el hotel! Ignacio no replicó; se bajó del coche y, sonriendo, se despidió de él.

– Ya le llamaré, padre, no me iré sin despedirme de usted.

El recepcionista del hotel le miró con curiosidad. No era habitual ver a un cura en aquel lugar. Y se sorprendió más cuando preguntó por la señora Schmmid.

– Tiene usted suerte, porque salió esta mañana temprano y acaba de regresar no hace ni cinco minutos. Siéntese en aquella silla, la avisaré.

Inge no tardó ni dos minutos en bajar a la recepción y se dirigió hacia Ignacio con la inquietud reflejada en el rostro. ¿Qué podía querer un sacerdote de ella?

– Buenas tardes, ¿qué desea?

A él le asombró cómo era ella. Pensó que andaría por los treinta, pero las arrugas alrededor de los ojos y el rictus de los labios eran huellas claras de alguien que había vivido y sufrido.

– Perdone que la moleste, señora Schmmid, me llamo Ignacio Aguirre.

Su nombre a ella no le decía nada. Nunca había oído hablar de él.

Él le explicó quién era, y ella le escuchó sin decir palabra ni mostrar tampoco curiosidad.

– ¿Conocía desde hace mucho tiempo al profesor Arnaud? -se atrevió Ignacio a preguntar a aquella mujer de gesto inescrutable.

– Sí, nos conocimos hace tiempo.

Ignacio se impacientó; ella no parecía dispuesta a darle ninguna explicación.

– Siento importunarla, pero… en fin, me gustaría saber algo más del profesor Arnaud; me he encontrado con un legado que no esperaba y no sé por qué. Si he querido conocerla es porque sé que usted es la persona a la que ha dejado cuanto tenía. Por favor, ¿podríamos ir a algún sitio a tomar un café y hablar?

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