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Hamza no respondió y continuó en cuclillas, aspirando el humo del tabaco. Ahora fumaba sin parar, por más que su madre se quejara. Su padre estaba más callado que de costumbre y se le había agriado el carácter.

Hamza se preguntaba por qué Mahmud no les quería adelantar cuál sería su objetivo; creía que más que por desconfianza era por alardear de autoridad.

Hasta las cuatro de la madrugada no empezó a dar las órdenes.

– El grupo de Ehsan arrasará la aldea; el de Ali, asaltará el almacén, y el tuyo, Hamza, atacará el kibbutz que linda con la huerta de tu casa. Conoces bien el lugar y has ido allí en ocasiones. Os meteréis sin que os vean y colocaréis las cargas de dinamita. Luego entraréis en las habitaciones y dispararéis antes de que les dé tiempo a despertar; cuando salgáis, detonad la dinamita. Yo os acompañaré. He elegido vuestro grupo para combatir esta noche.

– En ese kibbutz viven veinte niños -dijo Hamza horrorizado-, morirán…

– Sí, puede que mueran todos o algunos, pero eso a nosotros no nos importa. Son judíos -respondió Mahmud riéndose entre dientes-. Si no tienes valor, no vayas -añadió de manera amenazante.

Mahmud le apuntaba directamente a la sien. Hamza sabía que no dudaría en disparar. Notaba que Mahmud estaba deseando encontrar una excusa para matarle y se lamentó por su apego a la vida.

Escuchó las instrucciones de Mahmud dominando la náusea que intentaba abrirse paso en su estómago. Sentía la risa seca de Mahmud regocijándose por su angustia. Aquélla era la prueba a la que le sometía para saber si podía confiar en él. Si era capaz de matar a quienes conocía, sería capaz de matar a cualquiera. Era una ecuación simple y terrible.

Dirigió al grupo reptando entre los arbustos para aproximarse a la cerca. Conocía bien los lugares por donde patrullaban las gentes del kibbutz. Cortaron la cerca y se adentraron en el recinto sin casi atreverse a respirar. Escuchó las voces de los que patrullaban y creyó reconocer la de David.

Rogó a Alá que no fuera así, que su amigo no estuviera de guardia aquella noche. Si no lo estaba, podría salvar la vida; de lo contrario, no sabía qué podía suceder.

Indicó a los hombres cómo repartirse. Ya les había señalado dónde colocar las cargas. Una en el taller, otra en el silo, otra más en las cocinas, que a esa hora estarían vacías; en el recinto donde guardaban los tractores, en el corral de los animales, en el pozo, para dejarles sin agua, en el tendido telefónico… Sus compañeros se movían con rapidez y sigilo entre las sombras de la noche mientras él y otros hombres aguardaban el momento para matar a los que patrullaban, irrumpir en las habitaciones y ametrallar a cuantos dormían. Sabía dónde estaba el cuarto de David y allí no entraría. Tampoco permitiría que lo hiciera nadie.

No tardaron mucho en distribuir las cargas y cuando se agruparon, hizo una señal. Se desplegaron en abanico y comenzaron a abrir las puertas con una patada mientras ametrallaban a los que en ese momento dormían plácidamente. En un minuto los gritos rasgaron el silencio de la noche; el traqueteo de otras armas automáticas comenzó a responder a las suyas. Los niños lloraban, hasta que su llanto era interrumpido por una bala.

Fuera de sí, Hamza disparaba sin pensar, corriendo de un lado a otro seguido por Mahmud, que parecía complacerse con el caos y la muerte.

Vio caer a algunos de sus compañeros por las balas de la gente del kibbutz; se sorprendió al ver a Tania disparando mientras gritaba. Entonces recordó que entre los judíos no se hacía distingo con las mujeres y que éstas recibían instrucción militar y manejaban armas. Luego la vio caer, con el rostro destrozado por la metralla.

De repente sucedió lo que más temía. Vio a David con una pistola en la mano disparando a quemarropa. Le sorprendió la falta de expresión en el rostro de su amigo, la firmeza con la que actuaba. El encuentro fue inevitable. Mahmud le incitaba a avanzar hacia el rincón del kibbutz que David defendía, hasta que, de pronto, se encontraron frente a frente. David le miró con pena pero sin sorpresa, como si hubiera estado esperando ese momento. Hamza iba a decirle que se cubriera y bajó la pistola. No pensaba matar a su amigo, aunque se arriesgara a que Mahmud le matara después a él. Pero David no vaciló como él. Avanzó hacia donde estaba disparando. Sintió un dolor agudo en el vientre y escuchó a Mahmud gritarle sin entender qué le decía. Luego se llevó la mano al estómago y se percató de que manaba sangre, volvió a mirar a David y pudo apreciar la angustia reflejada en el rostro de su amigo. Le sonrió mientras tiraba el arma y caía al suelo.

Mahmud saltó por encima del cadáver disparando una ráfaga de subfusil contra aquel hombre que acababa de matar a Hamza. Poco le importaba la muerte de su compañero, pero sintió una oleada de satisfacción cuando vio caer al joven junto al cuerpo de Hamza. El muy estúpido había dudado, había bajado el arma, incluso había sonreído a su asesino. Merecía morir como un perro por su cobardía.

Dio orden de replegarse y, mientras salían del kibbutz, se escucharon las explosiones de la dinamita. Se sentía satisfecho, la operación había sido un éxito: aquel kibbutz había desaparecido de la faz de la tierra.

Era un milagro que aún estuviera vivo. Los disparos de Mahmud le habían reventado un pulmón, hecho añicos la clavícula, perforado el estómago y destrozado una pierna.

Durante varios días transitó por el mundo de los muertos. Los doctores que le atendían se sorprendieron de la resistencia de su corazón y de que no cejara de luchar por la vida.

El ataque al kibbutz había sido una carnicería. Sólo cinco niños habían salvado la vida; de los cien adultos habían sobrevivido treinta, entre ellos él mismo.

Aún no podía hablar: una máscara de oxígeno le ayudaba a respirar y se sentía sin fuerzas siquiera para abrir los ojos. Había creído ver a Martine una vez que los abrió, quizá también a Saul, pero no estaba seguro.

Escuchaba a los médicos decir que aún no le habían rescatado de las garras de la muerte, que era pronto para decir si viviría. Tanto le daba. Prefería dormir, sumirse en los brazos de los fármacos que le suministraban para aliviar los dolores. Cuando recobraba la razón, por tenue que fuera, veía a Hamza sonreírle, ir hacia él con la pistola bajada. Sí, había visto con claridad cómo su amigo no tenía ninguna intención de dispararle, pero él, en cambio, no había dudado un segundo. Le vio caer sonriéndole como si se tratara de un juego, como queriendo decirle algo.

No podría vivir con la mirada de Hamza en su retina. En ningún momento de su vida mientras estuviera despierto podría dejar de ver el rostro sonriente de Hamza y su mano bajando la pistola. En ese instante Hamza había demostrado su valor y él su cobardía. Ese instante le perseguiría como una pesadilla, y él no aceptaría convertirse en un fugitivo. Mejor morir. ¿Por qué no se rendía su corazón? ¿Por qué se empeñaba en latir? Si tuviera fuerzas, se arrancaría todos esos tubos que le tenían aprisionado a la cama, que entraban y salían de su cuerpo uniéndole a unos aparatos que se le antojaban monstruosos.

Tanto esfuerzo por salvarle la vida, ¿para qué? Si la recuperaba, se la quitaría él mismo. Eso es lo que quería decirles pero no le oían, acaso porque no le salían las palabras.

– David, hijo, ¿me oyes?

Creyó escuchar la voz de su padre e intentó abrir los ojos, pero los sentía pesados. No podía ser. Era otro sueño. Otra pesadilla. -Doctor, ¿cree que me oye?

– No lo sé, no se lo puedo decir; es un milagro que aún viva, pero desconozco la evolución que tendrá, ni sé si se podrá mover, o no… Es su corazón el que se ha resistido a morir, un corazón joven y fuerte que no ha dejado de latir. Sigue en coma, no sé cuánto tiempo continuará así…

La voz de su padre murmurándole palabras de aliento le llegaba hasta lo más recóndito del cerebro en aquel sueño del que parecía no poder despertar.

También creía escuchar la voz de su abuelo alentándole a abrir los ojos y a luchar.

– No te rindas, David, estamos aquí, vive, tienes que vivir. A veces les escuchaba con más claridad; otras el sonido se perdía en la negrura de su mente.

– Mi hijo sufre, lo sé -creyó escuchar a su padre. -No, no sufre, está sedado, no se preocupe, no piensa ni siente -respondía el médico.

– Usted se equivoca, lo veo en la expresión de su cara. David sufre, sufre un dolor profundo e insoportable… haga algo… no le deje padecer.

– Le aseguro que no sufre, está totalmente sedado, es imposible que sienta nada.

– Mi hijo siente, doctor, mi hijo siente… yo lo sé, yo siento que siente.

Hamza le sonreía y le tiraba de la mano. No estaba enfadado con él. Quiso hablarle pero no le salían las palabras. Necesitaba pedirle perdón por haberle matado, pero su amigo no quería escucharle, sólo tiraba de su mano llevándole consigo hacia la eternidad.

Ferdinand notó que la mano de su hijo se había quedado helada. Se la apretó con fuerza y luego llamó a la enfermera, gritando.

Entraron otros dos médicos y más enfermeras, mientras él se encomendó a Dios pidiéndole que esta vez no le fallara. No recordaba haber rezado desde la niñez, salvo cuando buscaba a Miriam. Entonces no se había apiadado de él; no podía volver a abandonarle.

Se abrió la puerta de la habitación en la que su hijo yacía monitorizado desde hacía dos largos meses. Las enfermeras salían con la expresión del rostro contraída, como quien acaba de sufrir una dolorosa derrota, dejando que fueran los médicos los que se acercaran a él.

Antes de que dijeran nada, Ferdinand supo lo que iba a oír.

Gritó. Un grito desgarrado repleto de un dolor insoportable. Le sujetaron para evitar que se golpeara la cabeza contra la pared, le obligaron a sentarse, mientras una enfermera le descubría el brazo para inyectarle un calmante, como si algo pudiera calmar el dolor del alma.

Le enterraron en el kibbutz, cerca de la verja que les separaba de la huerta de Rashid. Ferdinand vio a aquel hombre mirarle a través de los árboles y reconoció en sus ojos el mismo dolor que él sentía. Su hijo había matado al hijo del árabe y otro hombre había matado al suyo.

No tenían nada que decirse, ni siquiera habrían sido capaces de darse consuelo.

Cuando la última pala de tierra cubrió la tumba, Ferdinand supo que había perdido definitivamente. Su vida ya carecía de sentido. Su padre le sujetaba cubriendo su espalda con el brazo, y al otro lado, Inge le daba la mano. Se había presentado allí junto a John Morrow. Como siempre, Inge estaba presente en los momentos más trágicos de su vida.

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