Hasta dos o tres horas después no se marcharon los invitados de Abdul; entonces se quedaron a solas con su anfitrión.
– Lo siento, Saul, he perdido -confesó Abdul levantando las manos en un gesto de impotencia.
– Entonces…
– Entonces estaremos en bandos distintos, lucharemos y nos mataremos y de nada servirá tu muerte y la mía.
– ¿Lucharás?
– Debo estar donde estén los míos. Aunque se equivoquen. Tú harías lo mismo.
– Sí, Abdul, yo haría lo mismo. Rezaré para no encontrarnos en ninguna batalla.
– Yo también rezaré porque no me perdonaría tener que matarte, hermano mío.
Los dos hombres parecían emocionados. David se daba cuenta de que entre ellos el afecto era tan profundo como sincero y se preguntó qué era lo que les unía. Él, que había juzgado con dureza a Saul creyéndole incapaz de entender su amistad con Hamza, descubría que tenía lazos de afecto firmes como las rocas con aquel hombre llamado Abdul.
– Quedaos a dormir esta noche en mi casa -les invitó. -No podemos, he de visitar a algunos amigos -respondió Saul.
– No tendremos muchas oportunidades más -se lamentó Abdul.
– Las buscaremos. ¿Crees que alguien puede destruir nuestra amistad? No, Abdul, aunque tuviéramos que matarnos seguiríamos siendo amigos, yo te llevaré siempre en mi corazón. Te debo la vida -recordó Saul riendo.
– ¡Es que siempre fuiste un imprudente! -respondió Abdul con otra carcajada.
– Cuando éramos pequeños me caí en una acequia -explicó Saul a David que les miraba atónito-, aún no sabía nadar, y él tampoco, pero se tiró a por mí y me sacó. No sé cómo lo consiguió, porque yo me agarraba a su cuello con fuerza y Abdul pateaba el agua con las manos y los pies intentando mantenernos a flote a los dos. Consiguió agarrarse al saliente de una piedra y tirar de mí hasta que logramos salir. Creo que no he bebido más agua en mi vida.
– Ni yo, amigo mío, ni yo…
Abdul y Saul conversaron durante un rato sobre otras anécdotas de cuando eran niños. David les veía reír mientras recordaban, pero sus risas estaban cargadas de nostalgia.
Caía el sol cuando se despidieron de Abdul y de su esposa en el umbral de la casa. Era palpable la emoción que sentían ambos y la tristeza de la esposa de Abdul.
Estaban subiendo al coche cuando Abdul les llamó:
– ¡Saul, ésta siempre será tu casa! ¡Aquí estarás a salvo, pase lo que pase!
Saul se bajó del coche y se dirigió a la casa; de nuevo ambos hombres se fundieron en un abrazo, ante el asombro de David al ver a aquellos dos hombres, dos guerreros, tan emocionados porque tenían que enfrentarse y luchar.
– Yo vivía en aquella casa -le dijo Saul señalando una construcción de piedra muy parecida a la de Abdul, localizada a pocos metros de donde se encontraban.
– Y ya no vive nadie allí…
– Mis padres murieron y yo comencé a trabajar con los grupos de judíos que llegaban a Eretz Israel. Y aunque sabes que nunca estoy en ningún sitio fijo, donde más tiempo paso es en el kibbutz.
Llegaron frente a una verja más baja que la de la casa de Abdul, pero a diferencia de ésta no salió ningún hombre armado. Saul condujo el coche hasta la puerta de la casa, de la que en ese momento salía un anciano vestido a la manera tradicional de los palestinos, con la kefiya cubriéndole la cabeza.
– ¡Saul!
El anciano abrazó a Saul y ambos entraron en la casa sin prestar atención a David que los seguía con curiosidad.
Una mujer palestina con un traje desde el cuello hasta los pies y con el cabello cubierto con el hiyab empujaba a su marido para poder abrazar a Saul.
– ¡Cuánto tiempo sin venir! ¿Qué te ha pasado? -le reprochó la mujer.
– Trabajo, mucho trabajo -se excusó Saul-, pero siempre me acuerdo de vosotros.
– Puedes estar tranquilo, guardamos tu casa como si fuera nuestra -afirmó el anciano.
– Lo sé.
La mujer fue corriendo a por agua, té, fruta y dulces, que colocó primorosamente en una bandeja.
David notó que la vivienda tenía una estructura parecida a la de Abdul, incluso sala con sofás rodeando una mesa que ocupaba el centro.
Se sentaron y Saul escuchó las explicaciones del hombre sobre la última cosecha, las novedades entre los vecinos y el dolor de huesos por la edad.
– Habrá guerra, Marwan.
– Lo sé, Saul, lo sé, pero nos quedaremos aquí, y así salvarás tu casa.
– No quiero pedirte tanto.
– No me lo pides, lo hemos decidido nosotros. Mi esposa está de acuerdo y mis hijos… unos sí y otros no. Pero no nos moveremo de aquí, también es nuestra casa. Aquí nací y aquí han nacido mis hijos. Mi abuelo y mi padre vivieron aquí, ayudaron a los tuyos a trabajar la tierra.
– Lo sé, Marwan, hemos sido siempre amigos, pero ahora…
– Ahora habrá guerra, pero nosotros no nos enfrentaremos. Nosotros nos quedaremos cuidando tu casa y cuando todo acabe vendrás. Todas las guerras acaban, Saul, todas.
Saul y Marwan hablaron de lo que había que hacer en la casa y en el huerto y, para sorpresa de David, Saul entregó una importante cantidad de dinero a Marwan.
– ¡Pero si no lo necesitamos! He ido recibiendo la ayuda que nos mandas, ya te enseñaré las cuentas.
– No necesito verlas. Este dinero es por si ocurre algo; es mejor que tengas una reserva, no sé cuándo podré volver.
– ¡Pero es mucho…!
– Espero que sea suficiente.
La mujer insistió en que se quedaran a cenar y a dormir. Saul dudó, pero luego se dejó convencer, aunque les dijo que primero tenían que hacer unas gestiones.
– ¿Y ahora adónde vamos? -quiso saber David.
– A un kibbutz cerca de aquí. Tengo que reunirme con algunos oficiales de la Haganá. Me esperan a las siete.
– ¿Y qué haré yo?
– No te viene mal escuchar.
– Ya, y esos palestinos que cuidan tu casa… Se nota que te quieren…
– Los conozco desde que era niño, les confiaría mi vida.
Entonces, ¿por qué me reprochas que sea amigo de Hamza?
– No te he reprochado nada, simplemente te he advertido de lo que va a pasar. También yo soy amigo de Abdul. Crecimos juntos, tuvimos los mismos maestros, la primera vez que nos enamoramos fue de la misma chica, una prima suya; pero ambos sabemos que tendremos que luchar el uno contra el otro. Se lo has oído decir a él mismo.
– Todo esto me parece una locura. Por una parte tenemos amigos palestinos y por otra ellos nos atacan, nosotros nos defendemos, les matamos, nos matan…
– Sí, a veces hasta a mí me cuesta entenderlo. Pero es muy simple: ésta era nuestra patria, llegaron los romanos, la conquistaron y a partir de ahí no han parado de invadirnos. Muchos judíos se marcharon, y a lo largo de los siglos han vivido en otros lugares, formando parte de ellos, sintiéndose de otra tierra pero siempre añorando ésta. No te voy a dar una lección de historia, hablándote de los pogromos o de la Inquisición, hasta llegar al Holocausto. Ahora se trata de recuperar nuestra patria y que no haya en el mundo un judío sin hogar.
– Yo me sentía francés, sólo francés, hasta que desapareció mi madre. No me había dado cuenta de lo que significaba ser judío. En realidad no me sentía judío.
– Pues ahora ya sabes lo que eso significa.
– ¿Somos tan diferentes como para no poder entendernos?
Saul pensó la respuesta durante unos segundos. En realidad él no se sentía diferente a Abdul, ni a Marwan, ni a tantos otros amigos con los que había crecido.
– La diferencia estriba en que la mayoría de los judíos que están llegando venís de Occidente, y vuestra manera de ver las cosas y organizar la sociedad es occidental. Ahí radica la diferencia, el abismo. Yo he nacido aquí, al igual que toda mi familia, de manera que mi cabeza es más de Oriente que de Occidente, por eso comprendo sus miedos y temores, por eso sé que es inevitable lo que va a pasar.
– Pero has intentado convencer a Abdul.
– Abdul es un jeque respetado por otros muchos jeques, a él le escuchan. Él y yo no nos engañamos, sabemos lo bueno y lo malo que hay en nosotros mismos, en lo que defendemos y en lo que queremos. Su gente ha dicho no, y él estará con ellos por más que crea que se equivocan.
»El viejo rey Abdullah de Cisjordania también era partidario de entenderse con nosotros, y ya ves cómo le mataron. La vida y la muerte no tienen el mismo valor en Oriente. Eso no lo entienden en Occidente. Ni tú tampoco.
Llegaron a un kibbutz situado en las orillas del desierto de Judea. Estaba fortificado y se veían hombres armados recorriendo todo el perímetro.
Saul le dejó con otros jóvenes mientras él asistía a una reunión de oficiales de la Haganá. Le enseñaron el kibbutz, mucho más grande que el suyo, y le preguntaron cómo se las apañaban cuando les atacaban. Muchos de los jóvenes que vivían allí formaban parte de la Haganá, y estaban preocupados por lo que sabían que se avecinaba.
Una hora después, Saul fue a su encuentro para regresar a Jerusalén.
– Es una estupidez volver, pero lo haremos, Marwan y su esposa se llevarían un disgusto. Además, ¡quién sabe cuándo podré volver a dormir en casa!
Aquella noche David no pudo conciliar el sueño; se preguntaba por qué Saul le había llevado consigo. Pero estaba seguro de que lo había hecho por algo: no era hombre de gestos vacíos.
Mahmud observaba cómo preparaban las armas. Había organizado tres grupos formados por quince hombres cada uno. Ninguno sabía cuál sería su objetivo, lo único que les había dicho era que debían estar preparados para antes del amanecer.
Hamza pensaba en David. Apenas se habían visto en los últimos días. Él le había evitado, pero David también a él. Se habían saludado a través de la cerca haciéndose señales de que se verían más tarde, pero ninguno de los dos buscó al otro. ¿Acaso David sospechaba algo?, se preguntaba Hamza para, de inmediato, desechar este pensamiento: ¿qué podía saber? Nadie podía haberle dicho que ahora formaba parte de un grupo guerrillero.
También a él le había chocado no ver a David durante un par de días.
«A lo mejor estamos dejando de ser amigos porque no confiamos el uno en el otro. Yo tengo un secreto y puede que él desconfíe de mí o tenga otro», pensó.
– Bien, así me gusta, el arma limpia, bien preparada -le dijo Mahmud interrumpiendo sus pensamientos-; esta noche demostrarás lo que vales y lo que has aprendido.