– Pero ¿quién la ha hecho desaparecer? -preguntó Ferdinand elevando la voz.
– La policía, los camisas pardas, la Gestapo… el régimen, señor Arnaud. Acuda a la policía, hágase acompañar por alguien de su embajada, ponga una denuncia, pero nadie hará nada porque no se van a investigar a ellos mismos.
– Mi esposa es francesa.
– No sé lo que ha sucedido, no lo sé, pero por lo que me ha contado no es difícil imaginar algunas de las cosas que han podido ocurrir. Acaso discutió con la portera al preguntarle por Yitzhak y Sara; acaso esa nazi la denunció y sus amigos de la policía o los camisas pardas se presentaron a detenerla. Estamos en guerra, profesor, su embajada presentará todas las requisitorias que sean necesarias, pero si a alguien se le ha ido la mano con su esposa… o alguien decidió castigarla por su actitud si se enfrentó a ellos… entonces puede haber sucedido cualquier cosa.
Ferdinand ocultó el rostro entre las manos y se puso a llorar. No soportaba escuchar aquellas palabras. Aquel hombre no le estaba dejando ni un solo resquicio a la esperanza. Se negaba a admitir que en la Alemania que él había conocido, la de la razón y la inteligencia, pasara esto. Claro, que ahora apenas reconocía el país.
– ¿Me está diciendo que me rinda y regrese a Francia? -preguntó al médico, con la voz quebrada.
– Le estoy describiendo la situación, nada más. Perdóneme por hacerlo.
– ¿Sara y Yitzhak podrían haberse escondido en casa de algún amigo?
Bauer dudó antes de darle una respuesta:
– Profesor Arnaud, si estuvieran escondidos lo sabríamos, nos lo habrían hecho saber, se lo aseguro.
– ¿Qué puedo hacer? ¿Qué haría usted?
– Ya se lo he dicho: intentaría buscarles, pero sabiendo a qué se enfrenta.
En ese momento entró Lea, la esposa del doctor Bauer. Era una mujer menuda y nerviosa que se apretaba las manos en un gesto de impotencia.
– Profesor Arnaud, hace unos meses desaparecieron nuestro hijo y su esposa con nuestros dos nietos, el mayor de veintiún años, el pequeño de diecisiete. Hemos hecho lo imposible por saber su paradero, los amigos que tan generosamente nos ayudan lo han intentado todo pero no hemos logrado saber nada, sólo que probablemente están en un campo de trabajo, sólo eso; pero ni siquiera tenemos la certidumbre de que estén vivos. Por eso mi marido no le engaña ni le dice palabras de consuelo.
La mujer se puso a llorar secándose las lágrimas con un pañuelo.
El profesor Bauer se levantó y la abrazó.
– Vamos, querida, vamos, no llores.
– Lo siento -musitó Ferdinand-, lo siento…
– No se disculpe, entendemos su dolor porque es el nuestro, y como el de tantos otros de nuestra comunidad que un día han visto desaparecer a sus padres, sus hijos, un sobrino, un nieto. Todos los días nos llegan noticias de esas desapariciones. Su esposa es francesa, a lo mejor tiene suerte y logra… No quiero ser cruel con usted pero será difícil que se la devuelvan precisamente porque es francesa. Si la han maltratado, si la han enviado a un campo, ¿cómo admitirlo? Lo siento, señor Arnaud, siento haber sido yo el que le diga esta verdad. Mi esposa y yo sabemos lo que está sufriendo…
El profesor Bauer le entregó una lista con las direcciones de los amigos más íntimos de Sara y Yitzhak, insistiendo en que fuera prudente, puesto que era posible que la policía ya estuviera siguiéndole los pasos.
– Seguramente la portera de la casa de Yitzhak ha dado aviso a sus amigos de que usted está pidiendo información sobre su esposa y sus tíos. Tenga cuidado, por usted y por nosotros.
– Inge… bueno, ¿Yitzhak y Sara se fiaban de ella? Me ofreció alquilarme una habitación, y acepté; no sé si me he precipitado…
– Es una buena chica -aseguró Lea-, comunista como su novio, sólo que no la han cogido, o, como ella dice, su padre, pese a no hablarle, la protege y evita que la detengan.
– ¿También es comunista? -preguntó Ferdinand sorprendido.
– Sí, eso me contó Sara. Ella y su novio estaban en la misma célula y él un buen día desapareció. Tenía que repartir unas octavillas en la universidad; debieron detenerle, porque nunca se ha vuelto a saber de él. Inge tuvo su hijo, y parece que se ha alejado un poco de sus antiguos compañeros, pero no lo sé bien. Creo que puede confiar en ella.
– Gracias… no sé cómo agradecerles lo que han hecho por mí.
– No hemos hecho nada, salvo desesperanzarle aún más.
– Por favor, salude a sus suegros -le pidió el profesor Bauer-, fueron unos anfitriones encantadores cuando estuvimos en París.
Al salir, Ferdinand tomó nota de que en la esquina continuaba aquel coche negro con dos individuos que se le antojaron siniestros. Decidió caminar para poner en orden sus emociones. Estaba agotado, no sólo porque aún no había descansado del viaje sino por todo lo que había vivido en las últimas horas.
Se detuvo en una tienda que estaba a punto de cerrar. Compró manzanas, café, té, harina, galletas, pasta, mantequilla y jamón, confiando, de esta manera, en contribuir a hacer su estancia menos onerosa para Inge.
Tuvo que andar más de lo previsto hasta encontrar un taxi, sintió alivio cuando se montó en uno. Conocía Berlín, pero no lo suficiente para no perderse.
Inge acababa de bañar a Günter y le estaba dando una papilla. El niño tenía sueño y se durmió apenas su madre le metió en la cama.
Ferdinand le relató su visita a la embajada y a los Bauer, además de lo que éstos le habían contado, excepto que la creían una militante comunista. Parecía ensimismada, como si estuviera en otra parte.
– ¿Puedo pedirle un favor?
Ferdinand la miró sorprendido. Se puso tenso, era él quien necesitaba favores, pero le respondió afirmativamente.
– Necesito salir una hora, quizá dos… Günter es muy bueno y duerme de un tirón toda la noche, pero yo estaría más tranquila sabiendo que usted está pendiente de él. Sólo le pido que deje la puerta de su cuarto entreabierta por si se despierta y se pone a llorar.
Le dijo que podía contar con ese favor, aunque bromeó diciéndole que estaba tan cansado que lo mismo se dormía tan profundamente que no oiría nada. Ella sonrió distraída y una vez que recogió los platos de la cena se despidió.
– No volveré tarde, muchas gracias por cuidar del niño.
¿Dónde iría? Intuyó que seguramente iba a reunirse con sus camaradas comunistas.
Decidió llamar a David y hablar con él ahora que estaba solo.
Su hijo le preguntó con angustia sobre el paradero de su madre y él se las vio y deseó para no quitarle la esperanza. Luego volvió a hablar con su suegro, que le pidió que siguiera buscando a Miriam y le insistió en que no se preocupara por David, que ellos le cuidaban como si fuera una joya.
Cuando por fin se metió en la cama sintió un deseo profundo de llorar. ¿Dónde estaba Miriam? ¿La volvería a ver o habría desaparecido para siempre?
Le costó dormirse; eran las dos de la madrugada cuando miró el reloj por última vez. Inge no había regresado, ¿le habría pasado también algo a ella?
– Despierte, o llegará tarde.
En el umbral de la puerta, Inge, a pesar de estar perfectamente vestida y peinada, mostraba falta de sueño.
– Son las seis y media, voy a hacer café y a tostar pan, ¿quiere desayunar?
Ferdinand asintió, y se dirigió al baño donde después de una ducha se aplicó a afeitarse con rapidez. Veinte minutos después ambos estaban sentados a la mesa saboreando el desayuno.
– Esto es un lujo -dijo Inge-, normalmente no me puedo permitir comprar café, es demasiado caro para mí.
Después del desayuno despertó a Günter, le dio leche con galletas y le vistió con rapidez.
– Hoy tengo tres casas para limpiar, de manera que no le veré hasta la tarde, salvo que quiera venir a almorzar. A las doce vuelvo a casa para dar de comer a Günter y luego continúo trabajando…
– No, no se preocupe por mí. Tengo que ir a la embajada y quiero visitar a algunos otros amigos de Sara y Yitzhak, no tengo otras pistas.
Ella se mordió el labio. Iba a decirle algo, pero se arrepintió. Luego salió con el niño en brazos.
En la embajada le estaban esperando. El funcionario le escuchó con paciencia y amabilidad hasta que Ferdinand terminó su relato.
– Bien, como ya le habrán informado, hemos hecho gestiones para encontrar a su esposa. Yo mismo fui al domicilio de los señores Levi, y desde luego la actitud de la portera no fue colaboradora. Estaba deseando que me marchara y no me dio ninguna explicación salvo que los tíos de su esposa ya no estaban. Hemos hablado con algunos amigos que nos quedan en la policía y con el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. Todos han prometido poner el máximo interés en el caso, pero hasta ahora no han sabido darnos razón alguna de lo sucedido.
– Pero ¿están haciendo algo? -preguntó Ferdinand sin ocultar su desesperación.
– Oficialmente cursan nuestras peticiones, nos escuchan y nos aseguran que harán todo lo que esté en su mano.
– ¿Y usted qué cree?
El funcionario bajó la vista, buscó un cigarrillo, le ofreció otro a Ferdinand y luego respondió. Había necesitado esos segundos para evaluar si podía dar una respuesta relativamente sincera a aquel hombre desesperado.
– Mis opiniones personales no cuentan, señor Arnaud. Usted sabe lo que está pasando: Alemania está en guerra, primero fueron los Sudetes, después… ya veremos, pero Hitler seguirá haciendo avanzar a sus ejércitos hasta doblegar a toda Europa. En estos momentos la posición de Francia es muy comprometida. Hitler se cree invencible, no teme a nada ni a nadie, no hay nación a la que respete.
– Por favor, ya sé cuál es la situación política.
– ¿De verdad lo sabe? Bien, entonces no le será difícil entender que en el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán el menor de sus problemas es su esposa. Siento decírselo así.
– ¿Al Ministerio de Asuntos Exteriores alemán no le preocupa la desaparición y denuncia de una ciudadana francesa?
– No, no les preocupa. Ésa es la verdad. Toman nota, me han hecho rellenar varios formularios y ya está.
– ¿Y la policía? -preguntó Ferdinand como si no hubiera escuchado las últimas palabras.
– La policía dice que nosotros aseguramos que su esposa cogió en París un tren con destino a Berlín, pero que eso no significa que haya llegado a la ciudad, pudo bajarse en cualquier estación… Nadie la ha visto, no tenemos ni un solo testigo de que su esposa llegara a Berlín.