Ferdinand sacó del bolsillo de su chaqueta un pañuelo en el que había envuelto el lápiz de labios.
– Lo encontré en el suelo del cuarto de baño de sus tíos; es de Miriam.
El hombre miró el objeto sin tocarlo.
– Bien, enviaré una nota a la policía y al Ministerio de Asuntos Exteriores dando cuenta del hallazgo, ¿le parece bien?
– Sí, pero haga algo más. Pregunte a la policía si ha interrogado al revisor del tren. Tuvo que pedirle el billete. Él puede decir si se bajó en Berlín.
– ¿Tiene una foto de su esposa?
– Sí, he traído varias.
Sacó de la cartera cuatro fotos de Miriam. El funcionario las miró con curiosidad. Las imágenes eran de una mujer madura, de unos cuarenta años, alta, delgada, melena corta, cabello castaño claro y ojos marrones.
– Ahora dígame qué más puedo hacer -preguntó con desesperación el profesor.
– Esperar, nada más. Si quiere regresar a París, nosotros nos pondremos en contacto con usted si se produce alguna novedad.
– ¿Qué haría usted si fuera su esposa la que ha desaparecido en estas circunstancias?
– Rezar.
Ferdinand no esperaba una respuesta que pudiera sobrecogerle tanto el alma.
– ¿Qué le ha pasado a mi mujer? -preguntó ya sin fuerzas.
– Le aseguro que no lo sé. Le doy mi palabra que hacemos cuanto está en nuestras manos.
– Pero sin confianza, sin fe. Para ustedes es un asunto rutinario.
– Señor Arnaud, le aseguro que entiendo su angustia, pero por increíble que parezca, es difícil hacer más de lo que hacemos. Hitler ha cambiado las reglas, se lo he dicho, desprecia tanto a sus enemigos como a sus aliados y en Alemania él es la ley.
– Quiero que interroguen al revisor -insistió Ferdinand.
– Lo pediré.
Quedaron en verse unos días más tarde. No tenía otra cosa que hacer, así que se dirigió él mismo a la estación. Allí paseó de arriba abajo hasta que se decidió a acercarse a una ventanilla y preguntar por el jefe de la estación.
Cuando logró dar con el hombre, éste le escuchó impaciente como si se tratara de un loco. El tren de París ya había llegado y el revisor estaba descansando. Podía probar suerte otro día, aunque difícilmente iba a acordarse de una pasajera precisamente en ese tren. ¿Acaso tenía algo de especial? En el libro de incidencias no había ninguna reseñada el 20 de abril.
Le despidió sin muchas contemplaciones y Ferdinand se sintió tan solo como nunca imaginó que podía llegar a sentirse.
Decidió continuar las visitas a la lista de amigos de Yitzhak y Sara que su suegro le había proporcionado.
La tienda de los Landauer no estaba lejos, de manera que fue andando.
El edificio era señorial y los transeúntes de aquella calle daban la impresión de ser gente acomodada. Buscaba una tienda de antigüedades; su suegro le había dicho que se trataba de una de las mejores de Berlín. Debió de serlo, pero ahora estaba cerrada y con las lunas rotas. Era evidente que la tienda de los Landauer había recibido la visita de los camisas pardas. Entró en el portal de al lado y preguntó a la portera por la familia Landauer.
– Se han marchado -dijo la mujer-. No creo que regresen.
– Y con la tienda, ¿qué ha pasado?
– Eran judíos -respondió la mujer a modo de justificación.
– Que yo sepa, eran alemanes.
– Ferdinand se sentía dominado por la ira. Judíos, eran judíos -insistió ella.
– ¿Dónde se los han llevado?
– ¿Llevado? Yo no he dicho que se los hayan llevado, sólo que se han marchado. Y ¿usted quién es? ¿Otro judío?
La observó con rabia, iba a decirle que no, que él no era judío, pero hizo lo contrario.
– Sí, yo también soy judío, corra a denunciarme a sus amigos.
Salió del portal con paso rápido, tanto como su respiración. ¿Es que todas las porteras de Berlín eran iguales? Se preguntó si aquella mujer, si todos los que habían convertido a los judíos en los chivos expiatorios de sus locuras, iban a misa, si serían cristianos, si se daban cuenta de que el cristianismo había nacido de Jesús, un judío.
No tuvo mejor suerte en las dos siguientes direcciones. Nadie supo darle noticias de las familias por las que preguntaba. Se habían marchado, decían; nada más.
Pero en la última dirección le abrió la puerta una mujer de unos treinta años, con el cabello lleno de canas y el miedo asomándole en los ojos.
– Por favor, quisiera hablar con el señor Schneider.
– Es mi padre, pero no está. ¿Quién es usted?
Ferdinand le explicó con brevedad quién era y por qué estaba allí; la mujer entonces le invitó a pasar.
– Yitzhak y Sara son amigos de mis padres, les conozco bien, hemos celebrado muchos sabbats con ellos. Les visitamos cuando… cuando lo de la librería; luego desaparecieron. Mi padre se ha acercado varias veces a su casa, con mucha precaución, ya sabe que los judíos no somos bien recibidos en ninguna parte.
– Ustedes al menos continúan aquí.
– ¿Por cuánto tiempo? Usted mismo lo está comprobando. De repente un día la gente desaparece, deja de existir. Dicen que a los judíos nos llevan a campos de trabajo. Pero a los ancianos y niños ¿por qué? Tengo dos hijas y he logrado sacarlas de Alemania, es de lo único que me siento satisfecha.
– ¿Sacarlas? ¿A dónde?
– Tenemos familia en Estados Unidos, un hermano mío se fue allí hace unos años. Yo… yo trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores hasta que me echaron; allí se oían muchas cosas, también hay gente buena aunque esté tan asustada como nosotros. Se lo contaré: mi jefe era un buen hombre, y un día me llamó para decirme que tenía que despedirme, que yo no era de confianza para los nuevos amos de Alemania, y me dio un consejo: «Márchate, hazlo antes de que sea demasiado tarde, vete con tus hijas, yo te ayudaré ahora que puedo». Yo no quería dejar aquí a mis padres, porque ellos se resistían a abandonar su ciudad, me decían que éramos alemanes. Pero decidí que si aquel hombre me hablaba así era por algo muy grave, de manera que me puse en contacto con mi hermano y le pregunté si podía hacerse cargo de mis hijas. Le doy gracias a Dios porque viven seguras en Nueva York.
– ¿Dónde están sus padres ahora?
– Han ido a reunirse con amigos, espero que no les pase nada. Cuando sales de casa nunca sabes si vas a regresar.
No se quedó mucho tiempo más; sabía que la mujer no podía aportar ninguna luz sobre la desaparición de Yitzhak y Sara, y mucho menos de Miriam.
Vagó por la ciudad sin rumbo y entró en varias tiendas para comprar comida para llevar a Inge. Cuando ella le vio llegar cargado de paquetes le regañó.
– No debería comprar tantas cosas; se lo agradezco, pero no quiero que se sienta obligado, usted ya paga por su habitación.
– No quiero ofenderla -se excusó.
– No, no me ofende; al contrario, soy yo la que no quiero que se sienta usted comprometido a ayudarme. Yo acepto la vida como viene. En realidad, yo he elegido lo que me pasa.
Ferdinand se indignó al escucharla hablar así. No, ella no había elegido a unos nazis como familia, ni nacer en un país al borde de la locura, ni que su novio hubiera desaparecido, ni que no pudiera trabajar en otra cosa que limpiando casas. Él no había elegido lo que le estaba pasando, de ninguna manera había elegido aquella pesadilla.
Cenaron casi en silencio, Günter se había dormido hacía rato. Inge estaba cansada, y él también; le ayudó a recoger los platos y después le pidió permiso para llamar a su hijo. La conversación con David se le hacía difícil, pero no podía engañarle ni darle falsas esperanzas.
– Hijo, continúo buscándola, hago lo imposible, pero si supieras cómo está este país…
A David poco le importaba la situación de Alemania; lo único que quería era recuperar a su madre, no aceptaba que hubiese desaparecido ni que le hubiese abandonado sin más. Él sabía que por nada del mundo les dejaría.
Durmió de un tirón toda la noche, y se sorprendió cuando a la mañana siguiente le despertó Inge.
– Tengo que irme a trabajar; le he dejado café en la cocina.
– ¿Qué hora es?
– Las ocho. Como no me dijo que tenía que madrugar, he pensado que le vendría bien dormir un poco más.
En cuanto oyó la puerta cerrarse saltó de la cama. No tenía nada que hacer. Ya había visitado a los amigos de Yitzhak y Sara que su suegro conocía y al funcionario de la embajada tenía que darle tiempo: no podía presentarse a requerir noticias todos los días. De repente pensó en el conde d'Amis. Le había pedido ayuda y él no se había pronunciado.
Cuando el conde se puso al teléfono le notó malhumorado y durante la conversación se mostró seco y cortante; pero después de mucho insistir aceptó darle el teléfono del barón Von Steiner para que le llamara en su nombre.
El barón se extrañó al recibir su llamada, pero aceptó recibirle esa misma tarde a las tres en su despacho.
Ferdinand regresó a la estación. Tampoco esta vez tuvo suerte, ya que no encontró al revisor del tren procedente de París. Paseó por Berlín sin rumbo fijo. Sabía que no lograría nada, pero decidió regresar a la casa de los tíos de Miriam.
Dio unas caminatas de arriba abajo por la acera, fijándose en las lunas rotas de la librería, en cuya puerta habían clavado unas maderas para impedir la entrada a los intrusos. No vio a la portera ni tampoco entrar ni salir a nadie del portal. Parecía una casa deshabitada, aunque sabía que no lo estaba. Volvió a tener la sensación de que era observado por alguien desde la segunda planta, pero no alcanzó a identificarle.
Regresó a casa de Inge justo en el momento en que ésta daba de comer a su hijo.
– ¿Quiere que le prepare algo? -se ofreció ella.
– No, no se preocupe, no tengo hambre; tomaré un té y unas galletas.
– Tiene que comer, no le servirá de nada no hacerlo. Uno piensa mal con el estómago vacío.
– Ya, pero no tengo ganas, luego cenaré. A las tres voy a ver a un hombre, al barón Von Steiner.
– ¿Von Steiner? ¿Le conoce?
– Le conocí hace poco más de un año, en el sur de Francia, en el castillo del conde d'Amis. Ya le he dicho que soy medievalista y doy clases en la Universidad de París.
– Es un hombre muy bien relacionado; si alguien le puede ayudar es él, debería haber empezado por ahí.
– ¿Conoce a Hitler?
– Imagino que sí; tiene mucho dinero y es de los que decían que la providencia nos ha traído a Hitler para salvar a Alemania.
– ¿Y cómo sabe lo que dice?