– La creo, Inge -musitó Ferdinand-, pero ahora sé que Miriam ha estado aquí y tengo que hacer algo.
– Y lo hará. Pero volver ahora a la casa de Sara y Yitzhak no serviría de nada. Tengo la llave del portal; podremos regresar por la noche o en otro momento.
Inge le explicó a la portera del edificio donde vivía que Ferdinand era pariente de unos amigos, que estaba por negocios en Berlín y que ella le iba a alquilar un cuarto durante su estancia.
– ¿Es también nazi? -le preguntó él mientras subían la escalera hacia el piso.
– No lo es de la forma de la señora Bruning, pero está encantada con Hitler. Dice que va a devolver la grandeza a Alemania. A su manera es amable conmigo; fue ella la que habló con algunos vecinos para decirles que yo estaba disponible como asistenta.
Entraron en el apartamento, situado en la última planta. Era una buhardilla de techos inclinados, donde apenas se podía estar de pie en algunos lugares. El vestíbulo, diminuto, daba paso a una sala y a dos puertas. Una conducía a la cocina, la otra al baño. La sala a su vez tenía otras dos puertas que daban a los dos únicos dormitorios de la casa.
– Vine aquí cuando mi novio desapareció; el alquiler no es muy alto, la dueña vive en la primera planta y alquila las buhardillas. Hay cuatro en total; al lado está el piso de esa vecina que le dije que compraba libros a sus tíos. Es maestra, soltera, sin hijos, y buena persona, que aborrece lo que está pasando en Alemania. Otra buhardilla la ocupan un músico y su esposa, un matrimonio ya mayor a los que les cuesta subir las escaleras. Él se gana la vida tocando el piano en un restaurante. Y en la cuarta buhardilla vive Hans. No sé su apellido, todos le llaman Hans; estudia medicina. Son buenos vecinos, nosotros somos los pobres del edificio. En las plantas de abajo vive gente acomodada.
Ferdinand deshizo la pequeña maleta que había llevado consigo. Un traje, un jersey, otros pantalones y unos zapatos, además de ropa interior y un par de camisas. El cuarto era pequeño, con una ventana ovalada desde la que se veía la calle. Una cama, una mesa, una mesilla y un par de sillas, además del armario, ocupaban la estancia sin dejar un hueco libre. Pero el cuarto era cómodo, alegre y limpio. Se sentía extraño por estar allí, pero seguía pensando que lo prefería a estar solo.
Telefoneó a sus suegros para explicarles lo sucedido hasta el momento y se alegró de que David no estuviera en casa. Temía el momento que tuviera que decirle que aún no sabía nada de su madre. Explicó a su suegro que se quedaría en casa de la empleada de tío Yitzhak y tía Sara porque le ayudaría a intentar encontrarlos y les dio el número de teléfono para que le llamara David cuando regresara. También les pidió direcciones y números de teléfono de amigos judíos de Yitzhak y Sara, alguien que le pudiera dar, por pequeña que fuera, una pista sobre ellos.
Inge no tardó en preparar una comida ligera: una tortilla con un poco de queso. Después le ofreció un té. Günter tomó una papilla hecha con harina a la que añadió un huevo. El niño comió sin rechistar y luego, cansado, se quedó dormido en brazos de su madre.
– Siento no tener nada mejor que darle; vivo con lo justo -se excusó.
– La tortilla estaba buena y además no tengo hambre. Pero ya que he de estar aquí, tenga -le entregó unos cuantos billetes de la cartera-. Además del alquiler del cuarto, que ya me dirá cuánto es, esto ayudará a pagar mis gastos, la comida, el teléfono… en fin… No quiero ser una carga para usted.
– Gracias -dijo ella mientras cogía el dinero-, en cuanto al alquiler… deme lo que considere; lo que decida me vendrá bien.
Acordaron una cantidad por el alquiler de la habitación durante una semana. Ferdinand creía que en ese tiempo habría podido dar con alguna pista de Miriam y de sus tíos, y con suerte regresar con ellos a Francia. Inge no quiso contradecirle. Ella estaba segura de que las cosas no serían tan fáciles.
Después de comer Ferdinand se fue a la embajada de Francia pero no encontró al funcionario amigo del cuñado de Paul Castres. Solicitaron una tarjeta con su nombre y le dijeron que regresara al día siguiente a las ocho.
Cuando salió de la embajada paró un taxi y dio una de las direcciones que le había facilitado su suegro.
El taxista le observaba a través del espejo retrovisor; Ferdinand empezó a sentirse incómodo.
– Usted es francés -adivinó el taxista.
– Sí, soy francés.
– Habla bien alemán pero el acento…
– Ya -admitió Ferdinand.
– Va usted a una zona donde viven muchos judíos -dijo el taxista, atento a su reacción.
Ferdinand decidió no responder; ¿qué podía decirle a aquel hombre que a lo mejor era un nazi?
– Aquí las cosas están mal para los judíos -insistió el taxista.
– Sí, lo sé -respondió con desgana.
– Al parecer tienen la culpa de todo -dijo el taxista en tono de broma.
– No lo sabía…
– Bien, hemos llegado, ésa es la casa que busca y ese coche negro que ve aparcado es de la policía.
Se bajó del taxi y se dirigió con paso rápido al edificio señalado. Apretó varias veces el timbre de la puerta hasta que una mujer menuda y nerviosa abrió la puerta mirándole con terror.
– Quisiera ver al profesor Bauer -dijo a modo de saludo.
– ¿Quién es usted? -preguntó la mujer.
– Verá, al parecer los tíos de mi mujer, Sara y Yitzhak Levi, conocen al profesor y también a mis suegros. Ellos me han dado esta dirección. Tenga mi tarjeta, soy profesor en la Universidad de París.
La mujer le examinó con pena, dudando qué hacer, luego decidió franquearle la entrada.
– Pase.
Le acompañó hasta una sala en la que le pidió que aguardara.
El profesor Bauer no tardó mucho en hacer acto de presencia. El hombre, ya entrado en años, aún conservaba cierta prestancia física: era alto, ancho de espaldas y sus ojos, de un azul oscuro intenso, brillaban con energía.
– ¿Quién es usted?
– Me llamo Ferdinand Arnaud, mi esposa Miriam es sobrina de Sara y Yitzhak Levi. Han desaparecido, mi mujer vino a Berlín y… también ha desaparecido.
En los ojos del profesor Bauer se dibujó la compasión que le producía aquel hombre, que se había presentado de improviso en su casa.
Le veía desesperado, haciendo acopio de un enorme esfuerzo para no volverse loco como a tantos otros les había sucedido.
– Conozco a Sara y Yitzhak y sé a ciencia cierta que han desaparecido. De su esposa no tengo noticias. Lo siento.
La mujer entró con una bandeja y un servicio de té y lo colocó diligente encima de una mesa baja, luego salió sin decir nada.
– Mi mujer, Lea, era muy amiga de Sara. En realidad fue la primera amiga que Sara tuvo en Berlín.
– Mi suegro me lo ha contado… -murmuró Ferdinand.
– A sus suegros les conocí hace unos años, luego les vi en un par de ocasiones cuando vinieron a ver a Yitzhak y Sara.
– ¿Qué les ha sucedido? -preguntó Ferdinand temiendo todas las respuestas que le pudiera dar el profesor Bauer.
– Les han hecho desaparecer. No son los primeros, tampoco serán los últimos. Un día nos sucederá a nosotros.
– Pero ¿cómo es posible?
– Somos judíos.
– Pero…
– No sabemos mucho, señor Arnaud. Sólo que a algunos judíos se los llevan a campos de trabajo. Tampoco sabemos a ciencia cierta dónde están esos campos. Nadie ha vuelto para decirlo.
– Pero ¿por qué? No puedo entenderlo.
– Ya se lo he dicho: somos judíos, sólo judíos. De repente hemos dejado de ser alemanes.
– Y eso significa…
– Que nos despojan de nuestras posesiones, que no tenemos derecho a tener nada, que malvivimos, que nos llevan a campos de trabajo para hacer funcionar las fábricas de armamento, que no podemos andar por la calle como ciudadanos normales, que hemos perdido nuestros trabajos… Yo he perdido mi cátedra, señor Arnaud. He enseñado medicina durante cuarenta años, pero como soy judío parece ser que puedo contaminar a los jóvenes alemanes. Ahora vivo recluido en casa, aunque tengo suerte: otros colegas ya han desaparecido, les han hecho desaparecer.
– ¿Y usted cómo…?
– ¿Cómo continúo aquí? En medio del mal también es posible encontrar el bien. No todos los alemanes son iguales, aunque la mayoría prefiere mirar hacia otro lado y no enterarse; pero hay gente buena, gente que hace lo imposible por luchar contra la injusticia aun a riesgo de su bienestar. Tengo amigos que intentan protegerme, profesores como yo, colegas, pacientes a los que salvé la vida como médico, que hacen lo imposible para que vivamos, para que no desaparezcamos como tantos otros judíos. Pero sé que no seremos una excepción, que es cuestión de tiempo que vengan a por nosotros. Un día desapareceremos, lo mismo que Yitzhak y Sara.
– ¡Lo que dice es una locura! ¡No puede ser!
El profesor Bauer le miró con pena. No quería dar falsas esperanzas a aquel hombre, por grande que fuera su desesperación.
– Sabemos que los camisas pardas destrozaron la librería de Yitzhak e hicieron una hoguera con los libros. Les pegaron hasta romperles varios huesos; otro amigo nuestro, el doctor Haddas, fue a socorrerles avisado por una joven que trabajaba para ellos. Pero los camisas pardas volvieron unos días después, y Yitzhak y Sara desaparecieron, como también desapareció el doctor Haddas y su familia. ¿Cree que no hemos intentado indagar sobre su paradero? Pero es como chocar contra un muro, nadie sabe nada.
– Mi esposa llegó a Berlín hace unos días. Sé que estuvo en casa de sus tíos porque he encontrado esto -y Ferdinand le enseñó el lápiz de labios que había envuelto en su pañuelo-. Lo encontré tirado en el cuarto de baño, entre los objetos destrozados en el suelo. La portera… yo creo que la portera sabe algo, nos echó.
El profesor le pidió a Ferdinand que se calmara y le explicara con detenimiento todo lo sucedido desde su llegada. Le escuchó en silencio, sintiendo la angustia profunda que destilaba cada palabra.
– Las porteras, los vecinos… muchos son la punta de lanza de los grupos de los camisas pardas. Se apresuran a denunciar que en sus edificios viven judíos… y luego, una noche, llegan esos salvajes y destruyen todo. Puede que ella viera a su esposa, pero nadie le obligará a confesarlo; ella se siente fuerte. En Alemania tanto da un judío más que un judío menos.
– Pero puedo denunciarla.
– ¿Qué va a denunciar? Dirá que encontró un lápiz de labios que pertenecía a su esposa y que sospecha que la portera la vio. Nada más. Desengáñese, nadie hará nada al respecto.