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Pero Catherine se plantó en medio de la gran estancia sonriendo a los presentes y sin mirar a su padre.

– ¡Perdónenme! Siento haberles interrumpido… Raymond miró a su hija y ella pudo ver en sus ojos verdes un destello de ira.

– Caballeros, les presento a mi hija. Catherine, estos señores son los miembros del comité de la fundación Memoria Cátara.

Todos los presentes se levantaron de inmediato para saludar a la hija del conde d'Amis. Todos sabían de su existencia, algunos incluso habían conocido a Nancy, la efímera esposa de Raymond de la Pallisière.

Catherine les saludó sonriente, y les reiteró sus disculpas por haber irrumpido de aquel modo.

– Pero acabo de llegar y… bueno, les confieso mi entusiasmo por este lugar. No he podido resistir la tentación de entrar cuando Edward me ha dicho que aquí estaba la biblioteca con algunos retratos de nuestros antepasados… todo esto es tan nuevo para mí… La encontraron encantadora y felicitaron a Raymond por la presencia de su hija en el castillo, incluso le dijeron que ya era hora de que aquel lugar se viera favorecido por una mano femenina.

No hizo falta dar por terminada la reunión, de hecho ya lo estaba, y Raymond pidió a Edward que sirviera un refrigerio a sus invitados. Dada la hora, las siete y media, la mayoría optó por un jerez.

Catherine departió con unos y con otros interesándose por las costumbres de la región, asombrándose de cuanto le contaban, mostrándose ávida por aprender. Raymond dejó que se le disipara la ira para dejar paso al orgullo de tenerla por hija.

Media hora después, aquellos caballeros se despidieron deseando a Catherine una feliz estancia en el castillo e invitándola a visitarles en compañía de su padre.

Un hombre anciano, mucho más que el conde, se acercó a éste y le abrazó, luego besó la mano de Catherine.

– Hoy es un día feliz, no sólo por las buenas noticias que nos ha dado su padre sino por haberla conocido. Mi querido amigo, hablaremos el Viernes Santo.

Raymond estuvo tentado de recriminar a Catherine su interrupción en la reunión, pero decidió no hacerlo; se sentía demasiado orgulloso de que aquellos hombres conocieran a quien sería su heredera.

– Hablas muy bien francés -dijo el conde-, ¿dónde lo has aprendido?

– Mi madre se empeñó en que lo estudiara-contestó Catherine-. Tuve una profesora canadiense, madame Picard. Era muy buena.

– A juzgar por tu acento, desde luego debía de serlo.

* * *

Hakim bebía lentamente el té aromático que le había ofrecido Said, el jefe del Círculo en Jerusalén. Los dos hombres comentaban los detalles del atentado.

– Tienes visado para un mes, de manera que no debes preocupárte. Los peregrinos con los que viniste están visitando el Sinaí -afirmó Said.

– ¿Crees que los judíos no se van a dar cuenta? Lo controlan todo.

– Ya no son infalibles. No saben luchar en la sombra. Mira lo que ha sucedido en Líbano, han sido incapaces de derrotar a Hizbullah. Están preparados para luchar contra ejércitos, para tirar la bomba atómica, pero no para luchar entre sombras.

– El Mossad…

– ¡Es un mito! La prueba somos nosotros: no saben nada del Círculo. ¡Vamos, tranquilízate!

– No debemos confiarnos.

– Y no lo hacemos. Tenemos hombres que nos siguen a todas partes para saber si nos vigila el Mossad o la Shin Beit y no han detectado a nadie. Estás protegido las veinticuatro horas, amigo mío.

– No me preocupa mi vida sino el éxito de la operación.

– Vivirás hasta ese día y el mundo entero se asombrará de tu hazaña. Nuestros hermanos te bendecirán.

– No es a mí a quien deben bendecir sino a los hombres que nos saben guiar.

– Y ahora, amigo mío, repasemos el plan. Es una suerte que nuestro hermano Omar tenga una agencia de viajes. Sus órdenes son claras: la mañana del viernes te unirás al grupo de peregrinos con los que llegaste, para ir a los oficios en la iglesia del Santo Sepulcro. Nadie se fijará en ti; ese día habrá cientos de peregrinos de todo el mundo y los guías tienen bien organizada la visita de los grupos. Llevarás puesto el cinturón con los explosivos.

– Pero ¿y los controles?

– ¿Crees que un grupo de peregrinos va a interesar a los soldados israelíes? Ni os mirarán. Sólo tienes que llegar hasta el lugar donde se guarda la reliquia y allí… desde allí irás al Paraíso. El manejo del cinturón es sencillo, sólo tienes que tirar de una anilla.

– Pero la reliquia está muy protegida, ¿crees que la explosión la destruirá?

– No quedará nada; es una pena que no puedas verlo. ¡Ah! Omar me encarga que te diga que estos últimos días debes unirte a alguna de las excursiones del grupo con el que has venido. Cuando regresen de la excursión al Sinaí cruzarán a Jordania, para ir a Petra; debes ir con ellos.

– Lo haré. Pero antes quiero volver a la iglesia del Santo Sepulcro, quiero hacer de nuevo la ruta que deberé recorrer.

– No, no irás. No es conveniente que lo hagas, alguien podría fijarse en ti. Ya hemos ido en tres ocasiones, te sabes el recorrido de memoria.

– Debo ir una vez más…

– No, Hakim, no debemos tentar a la suerte.

– ¿Sabes? Echo de menos mi pueblo.

– ¿Tu pueblo?

– Caños Blancos… nunca he sido más feliz que allí. Desde la carretera uno piensa que las casas están suspendidas sobre los riscos. En primavera huele a azahar y a fruta y el cielo es de color azul intenso y todo el día escuchamos el sonido del agua cuando cae en las fuentes. Creo que es lo más parecido al Paraíso.

Catherine se había empeñado en conducir y él había accedido de mala gana; se sentía más seguro con el chófer que llevaba a su servicio muchos años.

Raymond estaba asombrado por el cambio que parecía estar operándose en Catherine. No es que su hija se mostrara cariñosa con él, pero al menos no estaba tan arisca y en guardia como al principio, e incluso había momentos en que la veía relajada y sonriente.

Él le había enseñado cada rincón del castillo y habían visitado los alrededores, pero la gran visita era la de aquella mañana en que se dirigían a Montségur.

Su hija no dejaba de preguntarle por la fundación Memoria Cátara; parecía tener un repentino interés por el pasado, incluso se confesó entusiasmada por la Crónica de fray Julián , a pesar de que se había mostrado reticente a leerla cuando él le insistió en que era necesario que lo hiciera para que comprendiera la historia familiar.

Pero en ese momento Raymond pensaba en el Facilitador. Le había llamado un par de veces sin recibir respuesta y eso le inquietaba. También había telefoneado al Yugoslavo\para asegurarse de que Ylena hubiera recibido el material tal y como le habían asegurado, pero tampoco tuvo suerte con esa llamada: el teléfono del Yugoslavo no respondía.

– No me escuchas, estás distraído.

– Perdona, ¿qué me decías?

– Te preguntaba por ese profesor que escribió la historia de fray Julián.

– ¿El profesor Arnaud? Bueno, mi padre le contrató porque él era uno de los mejores medievalistas de Francia. Desafortunadamente, la relación con el profesor no fue fácil. Estaba casado con una judía que desapareció un buen día y eso le enloqueció.

– ¿Desapareció? ¿Por qué?

– No lo sé, creo que se fue de viaje y no regresó. Él no aceptó que le abandonara. Se convirtió en un hombre difícil. Mi padre quiso que trabajara junto a un equipo de investigadores y estudiosos no sólo franceses, pero él sólo ponía inconvenientes. Lo único que le interesaba era la crónica de fray Julián.

– ¿Y qué otra cosa debía de interesarle?

– Catherine, ya te he explicado que los cátaros guardaban un secreto, un secreto que aún no ha sido desvelado: el Grial.

– ¡Por favor, eso son cuentos de niños! -respondió ella irritada.

– Eso es lo que tú crees, pero en algún lugar hay un objeto con una fuerza extraordinaria y quien lo posea… en fin, se convertiría en el hombre más poderoso del mundo.

Catherine se rió, pero él no se enfadó. Sabía que era inútil convencer a su hija de que existía tal objeto. También rechazaba la existencia del tesoro cátaro.

– Tú mismo has dicho que el profesor Arnaud era un gran medievalista, y en sus notas a la crónica de fray Julián descarta la existencia del tesoro escondido. El profesor Arnaud deja muy claro que el tesoro no era otro que el dinero y joyas que donaban los credente s a su Iglesia, y que fueron gastando en sus necesidades.

– Hay textos que aseguran lo contrario. El profesor Arnaud era un hombre de gran prestigio, pero no es el único que ha estudiado la historia de los cátaros.

– Pero tu padre le buscó á él.

– Tu abuelo necesitaba alguien cuya autoridad todos respetaran para autentificar el legajo de la Crónica de fray Julián .

Hacía frío y Raymond se estremeció cuando se bajaron del coche. Catherine parecía entusiasmada por la visita y se sorprendió de encontrar a los pies de aquel risco a un grupo de turistas que escuchaban atentos las explicaciones de un guía.

– Montségur significa Monte Seguro y de hecho resistió más de lo que el rey de Francia y el Papa esperaban -decía el guía.

– ¿Vienes? -preguntó Catherine a su padre que andaba lentamente y no parecía demasiado entusiasmado con la idea de subir a la cima de aquel lugar que conocía como la palma de su mano.

– Te acompañaré a hacer parte del recorrido.

A Raymond le gustaba ver a Catherine ir de un lado a otro, estremecerse en el Campo de los Quemados, hacerse una foto junto a la estela conmemorativa en recuerdo de aquellos desgraciados.

Caía una lluvia fina cuando dos horas después Catherine dio por terminada la visita.

– He escuchado que el guía decía que éste no es el verdadero castillo de los cátaros, que en el siglo xiv se edificó la nueva fortaleza.

k -Quedan restos del antiguo castillo: la planta, parte de las murallas labradas en la propia piedra de la montaña.

– No he dejado de pensar en tu antepasada, en doña María.

– Nuestra antepasada, Catherine.

– Comprende que todo esto lo sienta muy lejano a mí, a mi mundo. Esa doña María era todo un carácter.

– Creo que tú lo has heredado -respondió Raymond con una sonrisa.

– ¿Por qué dices eso? Ni siquiera soy creyente y mucho menos una fanática como tu antepasada.

– Pues a mí me parece que tienes tan mal carácter como doña María. El pobre fray Julián vivía atemorizado, y toda la familia giraba alrededor de la buena señora.

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