– ¿Qué quieres decir, Fátima? -le preguntó Laila con más curiosidad que preocupación.
– Son nuestras costumbres… ya sabes… pueden lavar el honor de la familia… pueden matarnos si manchamos el honor de la familia… y tu primo… no sé… perdóname, pero no me gusta.
Laila soltó una carcajada y se acercó a Fátima para abrazarla. Sentía compasión por su cuñada, por aquella mujer poco agraciada, que se ocultaba bajo chilabas oscuras y con el hiyab cubriéndole siempre el pelo.
– Fátima, estamos en España, aquí no suceden estas cosas; nadie me va a matar, además yo no he manchado el honor de la familia.
Pero su madre había palidecido, sopesando las palabras de su nuera. A ella le había sorprendido el apremio del hermano de su marido para que recibiera a su hijo Mustafa, y la había inquietado ver cómo éste había buscado la confrontación con Laila.
– Pero el honor de la familia lo suelen resolver los familiares directos, el padre, el marido, el hermano… -dijo la mujer mirando a Fátima.
– Pero hay ocasiones en que si es necesario se busca a otro miembro de la familia. Puede haber padres que no se sientan capaces de matar a su propia hija, y… bueno, yo creo que pese a todo Mohamed quiere a Laila. A veces he temido que él… pero no… no creo que fuera capaz de matarla.
Su suegra emitió un sonido lastimero mientras que Laila la miró con asombro. Fátima estaba hablando de su vida como si no le perteneciera, como si vivir o morir dependiera de la voluntad de su familia.
– Fátima, llevo años luchando contra todo esto que dices. No podemos dar por bueno que a una adúltera se la lapide o que a un ladrón se le corte la mano o a que a una mujer se la asesine para lavar no sé qué extraño concepto del honor o que a una niña la casen con un desconocido.
– ¡Ten cuidado, Laila, no te confíes! -le pidió Fátima con voz de súplica-. Y cuídate de Mustafa, evítale. No te dejaremos sola, ni siquiera por la noche deberías estar sola. Atranca bien la puerta y no te fíes de tu primo.
Fátima se asustó cuando su suegra se acercó a ella y le cogió las manos apretándoselas con fuerza mientras la obligaba a mirarla de frente.
– ¿Qué sabes, Fátima? ¡Dínoslo! -le ordenó.
– ¡No sé nada, os lo aseguro! Si supiera algo no dudéis que lo diría, no quiero que… no quiero que le pase nada a Laila, pero tengo miedo.
Las tres mujeres se quedaron en silencio, sobrecogidas, y Laila por primera vez también sintió miedo.
Mohamed ayudaba a su primo a colocar la poca ropa que guardaba en la maleta.
– Tu madre no ha debido permitir que tu hermana se haya convertido en una cristiana -reprochó Mustafa a Mohamed.
– Laila es como es y no es culpa de mi madre. Esto es muy diferente de la aldea donde vives, aquí es obligatorio que las niñas vayan al colegio y, desgraciadamente, les meten ideas en la cabeza. Mis padres nos han educado como debían.
– Tú eres un buen musulmán; alguien de quien sentirnos orgullosos, pero tu hermana… está provocando el deshonor a nuestra familia.
– Mí hermana no ha hecho nada reprobable -la defendió Mohamed.
– ¡Vamos, tú sabes que sí! Lo que ha dicho esta noche es blasfemia. Supongo que le tienes afecto, pero no debería importarte lo que le pase; cuanto antes lo resolvamos, mejor. Tú deberías haberlo hecho pero ya me han dicho que… bueno, que eres un hombre importante, que no debes tener problemas con la ley. Para eso está la familia. Tu padre es débil, siempre lo ha sido, me lo ha explicado el mío. Es una pena, porque es el mayor, aunque de hecho es a mi padre a quien acude la familia para pedirle justicia.
– Mi padre no es débil -protestó Mohamed sintiéndose humillado.
– Tu hermana debería estar muerta. Tú no puedes hacerlo, pero ¿y él?
– ¿Matarías a tu propia hija? Bueno, supongo que no puedes responder a esa pregunta; aún eres joven y no tienes hijos.
– Tengo tres hermanas a las que no dudaría en cortar el cuello si se comportaran como Laila. Pero eso nunca sucederá porque mi madre las ha educado bien y ya están casadas.
– Creí que tus hermanas eran más jóvenes que tú.
– Y así es. La mayor tiene dieciocho años, le sigue una de dieciséis y la pequeña de catorce años. Mi padre arregló sus esponsales cuando eran niñas y ellas han aceptado su destino, como debe ser. ¿Por qué no habéis casado a Laila? Mi madre dice que si se la hubieseis enviado os la habría devuelto casada. Mi madre no comprende a la tuya.
– Bien. Te dejaré que descanses.
Mohamed no quería continuar la discusión con su primo. Él abominaba de cuanto hacía Laila, pero no soportaba los reproches de Mustafa contra su hermana y sus padres.
– No me quedaré mucho tiempo, puede que una semana -le advirtió su primo.
– No te precipites, porque a lo mejor… -Mohamed quedó en silencio mientras Mustafa aguardaba a que terminara la frase.
– Haré lo que he venido a hacer -respondió Mustafa. Mohamed salió de la habitación sin responderle.
Raymond de la Pallisière presidía la reunión semanal de la fundación Memoria Cátara respondiendo a las preguntas preocupadas de sus más allegados. Aquellos hombres compartían con él su odio contra la Iglesia y habían confiado a su buen juicio que llevara adelante un plan para infligir un golpe a Roma, pero ninguno sabía, ni quería saber, en qué consistiría el golpe, aunque ansiaban saber cuándo sería.
Todos quedaron en silencio cuando Edward, el leal mayordomo del conde, entró con paso precipitado en la biblioteca donde celebraban la reunión.
Edward se acercó al conde d'Amis y le murmuró algo al oído que conmocionó al aristócrata, porque todos los presentes le vieron palidecer.
– Señores… me van a perdonar unos minutos, enseguida regreso.
Raymond abandonó la biblioteca seguido de Edward. El mayordomo aún no había salido de su asombro desde que un criado le había avisado de que una señorita acababa de llegar, una señorita que aguardaba en el vestíbulo y decía ser la hija del conde.
Edward había acudido de inmediato y se había encontrado con una mujer joven de mirada impertinente, con un par de maletas Vuitton que le apremiaba a que avisaran a su padre.
El conde había llegado el día anterior; no le había dicho a Edward que esperaba la visita de nadie y menos de aquella hija que, por lo que él sabía, vivía en Norteamérica y con la que no tenía trato.
Catherine estaba de pie y parecía de mal humor. Raymond se acercó a ella interrogándola con la mirada.
– He decidido venir -dijo ella como toda explicación a su inopinada visita.
– Eres bienvenida al castillo.
– Gracias.
– Edward, acompañe a mi hija Catherine a la habitación verde; mande una doncella para que le ayude con el equipaje y con cuanto necesite.
– No me voy a quedar mucho tiempo…
– Quédate lo que quieras; ahora, si me lo permites, tengo una reunión con unos caballeros miembros del comité de mi fundación. El castillo está a tu disposición. Espero no demorarme mucho.
– No quiero ser un incordio.
– No lo eres; y ahora perdóname.
Raymond regresó sobre sus pasos sintiéndose desconcertado a la vez que satisfecho por la llegada de su hija. Tendría que acostumbrarse al carácter imprevisible de Catherine, en eso sí se parecía a su fallecida esposa.
Catherine siguió a Edward por las escaleras hasta el primer piso, donde el discreto mayordomo abrió una puerta que daba paso a una habitación entelada en seda de color verde pálido.
– Ahora mismo le enviaré a una doncella para que la ayude a deshacer el equipaje.
– No hace falta; soy capaz de deshacer mi propia maleta.
– Aun así la enviaré por si necesita algo…
– No necesito nada. Gracias.
Cuando Edward salió de la habitación, Catherine suspiró aliviada mientras miraba a su alrededor.
La cama con dosel le pareció inmensa y le gustó el secreter apoyado contra la pared y los dos pequeños sillones tapizados en un verde más intenso que el de las paredes. Vio dos puertas y, curiosa, las abrió; una daba a un cuarto de baño y la otra a un vestidor.
No tardó más de diez minutos en deshacer las maletas. Estaba ansiosa por conocer el castillo.
Cuando salió de la habitación se encontró a Edward a pocos pasos de la puerta.
– ¿Desea algo la señorita?
– Sí, quiero conocer el castillo, ¿puede enseñármelo?
El mayordomo sonrió satisfecho por la petición y se dispuso a convertirse en guía de aquella joven que algún día sería la dueña del lugar.
– Bien, señores, sólo queda anunciarles que dentro de unos días resarciremos a nuestras familias por el sufrimiento que les infligieron en el pasado. Será el Viernes Santo; ni yo puedo decirles más ni a ustedes les conviene saberlo.
Un caballero entrado en años y con un marcado acento occitano pidió la palabra.
– Quiero felicitarle en nombre de todos nosotros por la labor que viene desarrollando. La familia D'Amis ha sido la luz que ha impedido que se apague la memoria de cuanto sucedió en nuestra tierra y que olvidemos a nuestros mártires. Usted, lo mismo que su padre, ha demostrado una generosidad sin límites.
A continuación habló un hombre de mediana edad:
– Entendemos que no se nos deba dar información precisa, pero ¿no sería posible conocer al menos el alcance de lo que va a suceder?
Raymond les miró durante unos segundos antes de responder. No, no iba a decirles una palabra de más. El Facilitador le había guiado hasta ese momento insistiendo en la necesidad de la discreción. Nadie debía saber más de lo que necesitaba saber, le repetía. Ni siquiera los hombres y corporaciones a las que el Facilitador representaba sabían lo que sucedería, ni mucho menos cuándo. Querían resultados, eso es lo que el Facilitador les garantizaba, de la misma manera que él garantizaba a aquellos hombres que sentían como él que había llegado el día de la venganza.
– Por su propia seguridad, además de por la mía, por el éxito de la operación, es mejor que no sepan nada. Sólo estén atentos al Viernes Santo, el día que los cristianos lloran la crucifixión… No debo decirles más, caballeros.
En ese momento la puerta se abrió y todos los asistentes dirigieron la mirada hacia la figura de una mujer que se recortaba entre las sombras del umbral, mientras escuchaban la voz de Edward protestando.
– ¡Señorita, le he dicho que ahora no se podía entrar en la biblioteca!