– Yo te quiero, Salim, y claro que deseo casarme contigo.
– Entonces lo haremos cuanto antes.
– ¡Estás loco, sabes que no podemos! Tendrías a todo el Centro investigándote, y yo ya no te sería de ninguna ayuda.
– Por ahora sigo siendo un ciudadano fuera de toda sospecha. Quiero que nos casemos, lo tengo todo preparado. Lo haremos en Roma dentro de una semana.
– ¿En Roma…?
– El tono de ella denotaba dolor. En Roma había vivido el peor día de su vida, había creído que le perdía, se había sentido humillada, despreciada.
– Sí, en Roma, quiero compensarte por lo que pasó. No te abrazo porque no sé si alguien puede vernos, pero debes estar segura de mi amor.
Suspiró aliviada. No había logrado conciliar el sueño desde que regresó de Roma aquel fin de semana fatídico, y ahora él le pedía que se convirtiera en su esposa, algo con lo que ni siquiera se había atrevido a soñar.
– Te quiero, Salim, te quiero más que a mi propia vida y nunca creí que podría convertirme en tu esposa. Dejaré de ser como soy, me convertiré en una buena musulmana, te seguiré donde quiera que vayas. No soporto estar sin ti.
– Entonces me has perdonado -le dijo él mirándola con intensidad.
– Puedes hacer de mí lo que quieras, Salim.
– Bien, organízalo todo para estar dentro de una semana en Roma. Pide unos días de vacaciones para nuestra luna de miel.
– ¿Debo anunciar que me caso?
– No, ya lo harás a tu regreso. Decidiremos juntos qué hacer después. Ahora sólo debemos pensar en la boda.
– Salim, no quiero ir al mismo hotel -suplicó ella.
– No lo haremos. ¿Te parece bien el Excelsior?
– Cualquiera menos…
– Calla, no lo recuerdes. Te compensaré, te prometo que te compensaré. Y ahora vete, corre, piensa en nosotros. Siento no poder abrazarte.
Corrió sin rumbo, después de cruzar la rue de la Régence hacia la place du Gran Sablon donde en aquel momento se estaba iluminando la fachada de Nótre Dame du Sablon, una iglesia gótico-flamenca que era uno de los orgullos de la ciudad.
Cuando regresó a su apartamento estaba extenuada; se preguntaba por qué no se sentía feliz: quería casarse con Salim, sabía que su destino estaba unido al de aquel hombre, pero la petición de matrimonio la había apesadumbrado, sin que ello supusiera ni por un momento que cuestionara la idea de casarse con él. Lo haría, en realidad ya no se pertenecía a ella misma, lo había descubierto aquella noche en Roma cuando él la hizo sentirse poco menos que un guiñapo; desde entonces no había conseguido recuperar su autoestima; por eso no lograba sentirse feliz ni aun sabiendo que él la quería.
Su madre había cocinado un cuscús de cordero ayudada por la silenciosa Fátima.
Su padre había pedido a Laila que aquel sábado no saliera de casa y diera la bienvenida, junto al resto de la familia, a su primo. Mohamed había temido que su hermana se negara, pero parecía haber aceptado de buen grado participar en aquella cena familiar.
Mustafa llegó a media tarde con una maleta pequeña como todo equipaje, a pesar de que aseguraba que quería probar suerte en España.
– Aquí las cosas no son fáciles -le aseguró Mohamed-, cada día están más duros con los papeles; además son unos racistas, prefieren a los suramericanos porque son cristianos como ellos.
El padre de Mohamed aseguró a Mustafa que harían lo imposible por ayudarle y que podía quedarse a vivir con ellos el tiempo que fuera necesario.
– Eres hijo de mi hermano, sangre de mi propia sangre, y ésta es tu casa. No tenemos lujos, pero sí algunas comodidades.
Mustafa les entretuvo contándoles las últimas novedades que se habían producido en la familia: bodas, defunciones, bautizos, trabajos… lo mezclaba todo mientras daba buena cuenta del cuscús servido por la esposa de su tío.
– Y tú, Laila, ¿siempre comes con los hombres? -preguntó de improviso a su prima.
– ¿Acaso te ofende que me siente a comer en mi propia mesa?
– No, pero… bueno, veo que tu madre nos sirve como hacen las buenas musulmanas y que tu cuñada la ayuda, pero ninguna se ha sentado con nosotros.
Mohamed se revolvió incómodo en la silla mientras que su padre sintió la mirada de su esposa clavarse con rabia en su sobrino.
– Esto es España, Mustafa -respondió Laila-, y yo soy española. Hace años que tengo la nacionalidad. Aquí no hay diferencias entre mujeres y hombres, todos tenemos los mismos derechos y deberes. No me importa ayudar a servir la cena; lo hago encantada, pero no comparto que mi madre no pueda sentarse con nosotros y que tampoco lo haga Fátima. ¿Qué hay de malo en comer juntos? No creerás que a Alá le importa que lo hagamos.
– La tradición es ley y debemos respetar nuestras propias leyes. Por más que hayas cambiado de nacionalidad eres quien eres: Laila, la hija de tus padres, marroquí y musulmana, ¿o acaso has apostatado de nuestra fe?
– Soy creyente y cada día que pasa siento que Alá me da más fuerzas para vivir y hacer lo que hago.
– ¿Y romper con la tradición es lo que crees que debes hacer?
– Tenemos que entrar en el siglo XXI, Mustafa. El reloj no se para. Lo han hecho los cristianos, lo han hecho los judíos, y nosotros no podemos seguir retrasándolo. Dime, Mustafa, si tuvieras un cáncer, ¿irías a un hospital? ¿Permitirías que te operaran y te dieran un tratamiento del siglo en que vivimos o preferirías que te pusieran un emplaste y te dieran una cocción de hierbas para curarte?
– No sé qué pretendes decir -respondió Mustafa, malhumorado.
– Pues que si tuvieras una grave enfermedad te curarías con remedios de este siglo, no te empeñarías en morirte porque en el pasado se curaba con sangrías y emplastes. Tenemos que adaptar nuestras costumbres al mundo actual, y eso nada tiene que ver con la fe ni con la piedad. Yo soy creyente, Mustafa, pero si me pongo enferma voy al médico, si quiero ir de viaje lo hago en avión, en tren, en autocar, en barco, como tú lo has hecho; no me subo en un pollino para ir de un lugar a otro. Si me quiero informar de lo que sucede en Marruecos pongo la televisión, no espero a que un pariente nos escriba diciendo lo que allí sucede. Para saber de la familia utilizo el teléfono, lo mismo que tú. Y no confiamos los alimentos al fresco de la noche, sino que los guardamos en la nevera. El mundo ha cambiado, Mustafa, el reloj no se ha parado, y nosotros debemos adaptar nuestras costumbres, nuestras normas, al mundo en que vivimos; debemos leer los textos antiguos con otra mirada, sin perder lo esencial, y lo esencial es que Alá existe y que no debemos olvidar que es el Misericordioso.
La habían escuchado en silencio. Su madre, esbozando una sonrisa de orgullo; Fátima, con admiración; su padre, con cariño; Mohamed, con asombro; y hasta Mustafa, por lo mucho que tardó en reaccionar, parecía impresionado por Laila.
– Haces trampa con las palabras. ¿Quién eres tú para interpretar la Ley? ¿Acaso eres más sabia que nuestros imames y ulemas, que han dedicado toda su vida al estudio del Corán? Buscas excusas para justificar tu comportamiento, nada más.
– ¿Mi comportamiento? ¿Qué sabes tú de mi comportamiento? ¿A qué te refieres?
– Me ha extrañado verte sin el hiyab … y que estés sentada aquí con los hombres; en cuanto a las cosas que dices… procura que nadie te oiga, porque causarías escándalo en nuestra comunidad.
– Se escandalizan quienes quieren y es en ellos donde anida el mal, no en mis palabras. Yo sólo digo que no es incompatible la fe con la democracia y la libertad, y con el respeto a las creencias de los demás. Hay una frase de Martin Luther King que siempre me ha conmovido, dice así: «Hemos sido capaces de volar como los pájaros, de nadar como los peces, pero no somos capaces de vivir sencillamente como hermanos». Pues bien, yo creo que es posible hacerlo, depende de nosotros, de que no seamos tan soberbios de creer que a cada uno nos asiste toda la razón, de querer imponernos a los demás, de condenar y combatir a los que rezan, sienten o piensan de manera distinta. Dejemos que cada cual rece a su Dios, dotémonos de normas y de leyes que cumplamos todos y que hagan posible la convivencia pacífica y respetuosa, y reconozcan los derechos sagrados que tenemos como personas.
– ¡Basta! -gritó Mohamed, más conmovido de lo que quería permitirse. Las palabras de su hermana le llegaban a lo más profundo de su ser y sentía una rabia infinita hacia ella, por ser capaz de hacerle dudar.
Durante un segundo Mohamed se había dejado envolver por el razonamiento de Laila; se decía que de nada serviría que él se inmolara, que el mundo no sería mejor porque destruyeran los restos de aquella cruz en que había muerto el profeta Isa.
Laila había estremecido su conciencia, pero ya no podía volverse atrás.
– Cálmate, Mohamed -pidió su padre-, y tú, Laila, calla de una vez y no nos pongas en evidencia delante del hijo de mi hermano. Mustafa habla de acuerdo a la tradición que todos debemos respetar. Y ahora deberíamos retirarnos, Mustafa estará cansado del viaje y vuestra madre y Fátima deben poder sentarse a reposar y comer algún bocado.
Mustafa asintió y dio las gracias mientras Mohamed le conducía al pequeño cuarto donde hasta ese momento habían alojado a los hijos de Fátima. Mientras Mustafa estuviera con ellos, los niños compartirían la habitación con Fátima y con Mohamed, lo que suponía un alivio, porque de esa manera tendría otra excusa para no tocarla. No se había quedado embarazada pese a todos los intentos y él sentía cada día más repulsión del cuerpo blando de su mujer, de sus ojos indiferentes que le dejaban hacer sin emitir ningún sonido. Ella estaba tan lejos de allí como él mismo cuando la poseía.
– Mujer, cuando termines ven a acostarte, se te ve cansada.
La mujer asintió sin responder a la orden de su marido que salía de la sala en dirección del dormitorio. Cuando se quedaron solas, hizo una seña a Laila y a Fátima para que la siguieran a la cocina.
– Laila, debes tener cuidado. No me gusta lo que ha dicho tu primo Mustafa.
– Madre, no debes preocuparte, nada puede hacerme.
– Sí puede -murmuró Fátima.
Laila y su madre la miraron expectantes. Fátima se mordió el labio sin decidirse a hablar. Había llegado a apreciar a su suegra, que jamás le había levantado la mano y se mostraba amable y cariñosa con sus hijos. En cuanto a Laila… la admiraba, le hubiera gustado tener el valor de ser como ella. Hasta que la conoció pensaba que su obligación era subordinarse a los hombres, pero ahora… no, no se atrevería a rebelarse contra Mohamed, ni contra el venerable imam Asan al-Jari, del que tenía el honor de ser hija; pero el que no fuera capaz de hacerlo no significaba que no creyera que Laila tenía razón en cuanto decía.