– ¿Sabemos algo de su fuente? -preguntó el sacerdote a Panetta.
– Nos cuenta cosas vagas, sin importancia, pero espero que en algún momento nos sea de utilidad -respondió Panetta.
– Esa persona corre un gran peligro; si el conde descubre que le están espiando puede hacer cualquier cosa -dijo el jesuita con preocupación.
– No se preocupe; cuando alguien se mete en esto, sabe a lo que se arriesga -intervino Matthew Lucas.
– Aun así me preocupa saber que hay alguien en la guarida del lobo -insistió el sacerdote.
– Es un riesgo que tengo que correr -afirmó Panetta-. Es de vital importancia saber qué pasos va dando el conde y eso sólo lo podemos saber si nos lo cuentan desde dentro.
– Si su jefe se entera, ¿qué hará? -quiso saber el sacerdote.
– Mi jefe lo sabe casi todo; sabe que estamos consiguiendo información del entorno del conde, aunque no le he precisado cómo ni quién. Cuando todo esto termine, yo mismo se lo diré, le explicaré todo cuanto he hecho, pero por ahora es mejor que nadie sepa más de lo que necesita saber. Usted es sacerdote y puede guardar el secreto, y Matthew… bueno, creo que a pesar de todo entiende por qué lo he hecho.
El padre Aguirre encendió un Gauloises, había vuelto a fumar. Se reprochaba a sí mismo su debilidad, y se consolaba diciéndose que cuando terminara la pesadilla que estaba viviendo y pudiera regresar a su retiro de Bilbao, nunca más volvería a encender un cigarro.
Lorenzo Panetta también fumaba, y ambos se sentían avergonzados ante las miradas de reprobación del joven Matthew Lucas. Aquella mañana ya se había fumado medio paquete de Gauloises y sentía la garganta seca y áspera.
Sentados ante un panel de monitores a través del cual seguían el recorrido de aquella extraña chica por las calles de París, el viejo sacerdote aprovechaba los momentos de silencio para rezar
– ¿Sabe, padre? Cuesta creer que en pleno siglo XXI un hombre sea capaz de querer atentar contra la Iglesia por algo que sucedió en el siglo XIII, por más que ese fray Julián dejara el encargo de que se vengara la sangre de los cátaros.
Ignacio Aguirre sopesó las palabras de Matthew Lucas antes de responderle. En realidad, llevaba años dando vueltas a esa misma reflexión y aún más desde que el obispo Pelizzoli le mandó llamar a Roma. Y cuanto más respondía a la pregunta, más se daba cuenta de las malas interpretaciones a que daba lugar la crónica de fray Julián.
– Fray Julián no quería que corriera más sangre, y de ningún modo pedía venganza por la cruzada contra los cátaros. Nada más lejos de su propio pensamiento.
– Padre, creo que ya me he leído al menos media docena de veces esa crónica y la frase final es meridianamente clara: «Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes».
– Es lo que fray Julián temía: que ante tanta sangre derramada alguien creyera que la única respuesta fuera la venganza. Fray Julián era un hombre con problemas de conciencia, un clérigo que no compartía lo que estaba haciendo la Iglesia, pero que se sentía incapaz de traicionarla.
– En realidad la traicionó -apuntó Matthew.
– No, no lo hizo. Intentó conciliar todas las lealtades, y creo yo que hasta lo consiguió. Él no se apartó de la Iglesia, no se hizo cátaro, por más que intentó ayudar a que no perecieran aquellas gentes que tenían una visión distinta del cristianismo. Fue leal a doña María, agradecido por cuanto hizo por él, y porque quiso estar a la altura de lo que creyó que era su obligación con la casa de Aínsa, por más que el ser bastardo le dolía en lo más profundo. Protegiendo a doña María cumplió un compromiso de lealtad con su padre, aunque nadie le hubiera pedido que lo hiciera.
»A fray Julián le enfermó la conciencia: vivir la contradicción de ser leal a tan distintas causas. Era un hombre de bien, un hombre que abominaba de la violencia, y también un hombre cuya razón chocó contra el fanatismo inmísericorde de fray Ferrer. No puede aislar la última frase del resto de su vida; además, a mi juicio, también es ésta la interpretación del profesor Arnaud, que en definitiva fue quien nos ha legado el estudio sobre fray Julián, lo que éste teme es que algún día alguien quiera vengar tantas muertes y por ello se derrame más sangre.
– Hace una interpretación muy benévola e interesada de la crónica de ese fraile.
– No, Matthew, no es así. Si ha leído además de la crónica, todas las anotaciones del profesor Arnaud que la acompañan, verá que rengo razón. Y le aseguro quc Ferdinand Arnaud no era un hombre religioso, ni siquiera creyente.
Le llegó a conocer muy bien -aseguró Lorenzo Panetta interviniendo en la conversación.
– Nos vimos dos veces, pero fueron dos ocasiones muy especiales y, por difícil que parezca, a veces se conoce más a un hombre al que has tratado una hora que a alguien a quien ves todos los días.
Después de deambular Ylena se metió en el metro y tomó una línea que paraba cerca de la Gare de Lyon. Los agentes que la seguían la vieron acercarse a la taquilla, comprar un billete y pagar en efectivo. Uno de ellos, tras mostrar una placa de policía al empleado de los ferrocarriles, consiguió averiguar que la mujer había comprado un billete para el Orient Express .
– Va a Estambul -le dijo un cajero que luego estuvo todo el día pensando si había hecho bien en revelar el destino de aquella mujer de mirada perdida al tipo que le había enseñado una placa de policía.
Los agentes informaron nerviosos a Panetta y éste dio la orden de que al menos dos de ellos subieran al tren y no la perdieran de vista. Ya comprarían el billete al revisor; que inventaran lo que les diera la gana para justificar su presencia en el tren, pero se aseguró de que entendieran que no admitiría excusas si se les escapaba aquella misteriosa joven.
– Se va a Estambul -explicó a Matthew y al padre Aguirre, que escuchaban en silencio las órdenes de Panetta.
– Llamaré ahora mismo a mi agencia; tenemos gente allí -aseguró Matthew.
– Hágalo, yo voy a llamar a Hans Wein. Creo que debemos desplazar allí un equipo, aunque también tenemos gente, pero todos los ojos serán pocos.
Estaba hablando con Hans Wein para comunicarle las últimas novedades, cuando un agente destacado en el Crillon le llamó para anunciarle que el conde dejaba el hotel. Panetta no dudó ni un segundo en ordenarle que le siguieran.
– Supongo que no se va a encontrar con la chica, pero hay que seguirle dondequiera que vaya.
El padre Aguirre encendió un cigarro y aspiró el humo asesino que le quemaba la garganta. Lorenzo Panetta le imitó. Matthew Lucas salió de la sala protestando en voz baja.
* * *
La mujer se sobresaltó cuando escuchó la voz de su amante, aunque por aquel número de móvil sólo podía llamarla él. Pero Salim nunca la había localizado en horas de trabajo y eso la alarmó.
– ¿Estás ocupada?
– Sí -murmuró ella sonrojándose.
– Tenemos que vernos.
– ¿Cuándo?
– Ahora.
– ¿Ahora? ¿Dónde estás? No sé si podré…
– ¿Cuánto falta para que salgas a almorzar?
– Quince minutos, pero suelo hacerlo en la cafetería del Centro; no disponemos de mucho tiempo, apenas media hora, ¿no podemos vernos más tarde en mi casa?
– En tú casa no, estará vigilada.
– Entonces…
– ¿Qué ibas a hacer esta tarde?
– Irme a casa.
– Hazlo que has hecho en otras ocasiones: prepárate para salir a correr, sigues haciendo footíng, ¿no?
– Sí.
– Sal a correr; aunque son pequeños, puedes ir a los jardines de la place du Petit Sablon, al lado de tu casa. Nos veremos allí.
Sintió alivio cuando escuchó el clic que indicaba que él había cortado la comunicación. Miró a su alrededor para observar si alguien la miraba, pero nadie parecía hacerlo. Los empleados del Centro aparentaban no preocuparse por las vidas ajenas y no meterse en los asuntos de los demás, pero ella sabía por experiencia propia que todos se sabían al dedillo la vida de los demás. Y ella era una persona especialmente significada, y ahora más que nunca necesitaba volverse invisible.
Apenas almorzó, pero nadie comentó su falta de apetito. Procuró no parecer ansiosa por marcharse, pero en cuanto fue la hora cogió el bolso y dejó la oficina.
Se impuso conducir despacio para llegar a su casa. Una vez allí, se cambió con parsimonia buscando el chándal más favorecedor. No es que tuviera muchas esperanzas de conmoverle, pero al menos lo intentaría. De manera que se retocó el maquillaje, se puso un chándal que creía le sentaba bien y salió como tantas otras tardes a correr por los alrededores de su casa situada en aquel barrio elegante y discreto de Sablon, muy cerca de la place Royale y del Museo de Arte Antiguo. En aquel edificio vivían dos altos funcionarios de la OTAN y, como bien sabía, estaba vigilado. En realidad Bruselas era una ciudad vigilada noche y día donde los servicios de espionaje propios y ajenos no se perdían de vista.
Pasó por delante de las estatuas de los condes de Egmont y de Horn, víctimas siglos atrás de la Corona española, y corrió alrededor de la verja del parque, una verja de hierro forjado decorada con columnas de estilo gótico.
Aquel parque era pequeño pero muy verde, y a aquellas horas había poca gente.
Dejó vagar la mirada buscándole y no tardó en verle caminando distraídamente como quien no tiene prisa y se entretiene paseando. Intentó comportarse con naturalidad mientras se dirigía hacia él.
– Estás corriendo un riesgo muy grande viniendo aquí-le dijo ella.
– Sí, supongo que sí, pero necesitaba verte.
– ¿Sucede algo? -preguntó alarmada.
– Quiero que nos casemos.
Ella sintió que la sangre le subía a la cabeza. La petición de matrimonio de Salim la desconcertaba. ¿Cómo podía querer casarse con ella después de lo sucedido en Roma? Allí la había despreciado hasta hacerla sentir menos que nada, y ahora de repente le pedía que se casara con él.
– Pero ¿por qué? -se atrevió a preguntarle.
– ¿No sabes por qué? Porque te quiero. Siento lo que pasó. Quiero que cambies, que seas como yo, pero deseo que lo hagas porque me quieres tanto como yo te quiero.
En el tono helado de Salim no había ni una pizca de romanticismo, pero ella creyó que él estaba haciendo un gran esfuerzo por mostrarse arrepentido.