Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Mohamed se sentía impotente a la vez que la rabia le dominaba. Rabia contra Laila a la que quería, pero que por su tozudez estaba condenada a morir.

– Es mejor así -continuó diciendo Omar- y no te preocupes, nos ocuparemos de tu primo. Sabemos ser generosos, aunque éste no es un caso que debiéramos resolver nosotros. Ahora no pienses más en ello. Eres un buen creyente, pronto estarás en el Paraíso junto a Alá. ¿No lamentarás lo de tu hermana?

Le hubiera gustado tener valor para decirle que sí, que lamentaba que Laila tuviera que morir, que la quería, que era su hermana, pero Mohamed bajó la mirada al suelo y no respondió a la pregunta.

– ¿Cuándo será? -quiso saber sin que a Omar le pasara inadvertido el tono tenso de su voz.

– Eso lo decidirá tu primo. Él deberá escoger el mejor momento.

– No quiero que sufra -pidió Mohamed.

– Supongo que tu primo sabrá cómo hacerlo sin causar más sufrimiento del necesario -respondió Omar con indiferencia.

Ni Mohamed ni Ali hablaron mucho en el trayecto de regreso a Granada. Ali pensaba en qué hacer los últimos días de su vida, y Mohamed no podía quitarse de la cabeza la sentencia de muerte contra Laila.

34

Raymond se despertó temprano. En realidad, apenas había logrado dormir pensando en Catherine. Temía que una vez saciada su curiosidad ella no quisiera volver a verle y ahora que la había conocido él se sentía incapaz de renunciar a tenerla cerca.

Consciente de que era un viejo y que la soledad le había acompañado desde la infancia, ansiaba compartir los últimos años de su vida con alguien que llenara sus días de alegría. No sabía si Catherine sería capaz de darle felicidad, pero al menos era su hija y el solo hecho de tenerla en el castillo sería una bendición.

Pensó llamarla al Maurice e invitarla a almorzar, pero no se atrevió temiendo la reacción de Catherine. Además debía esperar la visita de Ylena, que podía llegar en cualquier momento.

Telefoneó a su fiel mayordomo, quien le informó de los asuntos cotidianos del castillo, y le pidió que prepara la suite principal, y dispusiera flores por todo el castillo. Si Catherine iba a d' Amis quería que lo sintiera como su hogar, que se enamorara del lugar en el que generaciones de D'Amis habían vivido.

No había terminado la conversación con el mayordomo cuando escuchó el timbre.

Abrió pensando que podía ser Ylena, y se quedó sin saber qué hacer cuando se encontró con Catherine.

– ¿Has desayunado? -preguntó ella a modo de saludo.

– Sí, desayuné muy pronto -respondió Raymond sin saber qué actitud adoptar ante aquella hija decidida a sorprenderle.

– Bueno, pero podemos tomar otro café, ¿te parece bien? ¿Me invitas a pasar o te molesto? -preguntó ella aún en el umbral de la puerta.

– Pasa, la verdad es que no te esperaba -confesó Raymond.

– Yo tampoco esperaba verte hoy, y puede que ni el resto de mi vida, pero aquí estoy.

La invitó a sentarse mientras pedía café al servicio de habitaciones.

– ¿Qué tienes que hacer hoy? -preguntó Catherine.

– ¿Hoy? Bien… bueno… tengo que ver a una persona. En cuanto la vea puede que regrese al castillo. Estoy un poco cansado; ya soy mayor y aún no me he repuesto del viaje a Estados Unidos.

– Debías de habértelo ahorrado. Le dije ami abogado que le dijera al tuyo que no se te ocurriera ir.

– Lo sé, pero creí que era mi deber estar contigo en un momento así.

– ¿Cómo puedes haber creído que yo iba a querer estar contigo mientras enterraba a mi madre? ¡Debes estar loco para haber pensado algo así! Tú eres la última persona que mi madre hubiese querido que asistiera a su entierro.

– Bien, yo hice lo que creí correcto. Tampoco era fácil para mí ir e intentar verte. Fueron unos días agotadores y de mucho sufrimiento -le confesó él.

– ¿Sufrimiento? ¡Es increíble qué hables de sufrimiento! Yo era quien estaba sufriendo, quien sufre por la pérdida de su madre, pero tú… Si la hubieses querido habría renunciado a tus locuras, habrías roto con el loco de tu padre, habrías intentado tener una vida propia junto a ella, pero la sacrificaste, como me sacrificaste a mí.

El tono frío e hiriente de Catherine enmudeció a Raymond.

Temía decir algo más que la contrariara y se levantara dejándole solo.

– Quizá no ha sido una buena idea venir -dijo ella levantándose y dirigiéndose a la puerta cumpliendo así los temores de su padre.

– ¡No, por favor, no te vayas!

Raymond se había levantado colocándose ante ella con la voz y el gesto suplicante.

– En realidad estoy confundida -admitió ella-. No sé si estoy haciendo bien, quizá ha sido una mala idea conocerte.

– Catherine, yo… en fin, creo que deberíamos darnos una oportunidad, que tú deberías darme una oportunidad. No sé… hablemos, conozcámonos, y si luego sigues pensando que soy un monstruo… en fin… no tienes nada que perder.

– No sé si estoy traicionando a mi madre -respondió ella en voz baj a.

– ¿Traicionándola? ¿Por qué?

– A ella no le gustaría verme contigo, eso lo sé.

– ¡Por favor, Catherine, júzgame después de conocerme! Pero hazlo tú, con tu propio criterio. Permíteme decepcionarte directamente.

– Sí, supongo que lo harás.

Unos golpes secos en la puerta interrumpieron la conversación. Raymond temió que fuese Ylena.

Fue a abrir la puerta y efectivamente se encontró con ella.

– Buenos días -dijo mientras entraba en la suite sin esperar a que la invitara a entrar, pero se paró en seco cuando vío a una mujer sentada en el sofá con una taza de café en la mano y mirándola con curiosidad. Se volvió hacia Raymond y le interrogó con los ojos sobre la presencia de aquella desconocida.

– Si no te importa nos podemos ver dentro de un rato; ahora tengo trabajo -le pidió Raymond a su hija.

– Bien, ya nos veremos -respondió Catherine malhumorada.

– ¿Te paso a recoger por el hotel dentro de una hora?

– No.

Raymond temió que Catherine se fuera para no volver, de manera que decidió correr un riesgo que sabía que el Facilitador no le perdonaría si llegara a conocerlo.

– ¿Por qué no me esperas aquí mientras yo hablo con esta señora en el despacho?

– Bueno -aceptó Catherine de mala gana.

Raymond indicó a Ylena que le acompañara al pequeño despacho situado junto a la sala, y se congratuló de que aquella suite del Crillón dispusiera de tanto espacio.

Cuando cerró la puerta y se sintió a salvo de la mirada inquisitiva de su hija tuvo que enfrentarse al ceño fruncido de Ylena.

– ¿Quién es? -preguntó la mujer.

– Es mi hija, no se preocupe.

– Nadie debe verme con usted.

– Yo no sabía cuándo vendría usted y ella se presentó de improviso. ¿No cree que es mejor actuar con naturalidad?

Ylena le miró preocupada. Aquel imprevisto la desazonaba. No le había gustado la hija de Raymond; se había sentido escudriñada de arriba abajo por ella.

Raymond le entregó una cartera con la documentación y el dinero, que ella comprobó con minuciosidad.

– Prometieron dinero para nuestras familias.

– Aquí tiene una parte; el resto lo recibirán en un par de días, ya está todo arreglado. Busque la silla, las armas y los explosivos en la dirección que viene en el sobre. Allí les darán todo el material preparado. ¿Sus acompañantes están dispuestos?

– Lo estamos.

– Bien, entonces no hay mucho más que hablar. Que tenga suerte.

– ¿Suerte? Sabe que voy a morir.

– Lo sé, pero morirá cumpliendo una venganza; será una muerte dulce.

Ylena no respondió. Un ligero ruido la alertó y miró hacia la puerta que separaba el despacho de la sala donde se había quedado Catherine. Raymond observó su gesto e intentó tranquilizarla.

– No se preocupe, nadie nos escucha.

– ¿Está seguro?

– Lo estoy.

Cuando regresaron al salón Catherine hablaba por su teléfono móvil; parecía enfrascada en una conversación con una amiga. Raymond sintió alivio de que así fuera, Ylena apenas la miró.

– ¿Quién era esa chica? -preguntó Catherine apenas hubo salido Ylena.

– No sabía que eras curiosa -respondió él esquivando la respuesta.

– Y no lo soy, sólo que… en fin, no sé mucho de ti y me ha sorprendido ver a una chica tan especial a estas horas de la mañana.

– ¿Especial? ¿Qué tiene de especial?

– Su aspecto; es muy guapa aunque no tenga mucho gusto vistiendo.

– Para satisfacer tu curiosidad te diré que trabaja en el bufete de mi abogado y que me ha traído unos documentos que tenía que firmar. ¿Contenta?

– Bueno, en realidad me da lo mismo. Siento haberte preguntado -se excusó ella.

– Voy a regresar al castillo, ¿quieres venir conmigo?

– ¿Al castillo? ¿Ahora?

– Sí, con la firma de esos papeles ya no me queda nada por hacer en París, de manera que vuelvo a casa. Tú querías conocer eI castillo, ¿no?

– Sí, pero… bueno… no sé si quiero ir ahora.

– Serás bienvenida cuando quieras.

– Entonces, ¿te vas?

– Sí, a no ser que quieras que me quede para estar contigo.

– No, no te necesito para nada.

– Entonces regreso al castillo, tengo obligaciones que atender.

Catherine se levantó y cogió su abrigo y Raymond la miró con pesadumbre y temor. Le costaba entenderla.

Desde que había salido del Crillon dos hombres del Yugoslavo seguían a Ylena sin que ésta se diera cuenta. Tenían órdenes de no perderla de vista y, sobre todo, de comprobar que nadie la siguiera. Uno de los hombres parecía incómodo, no dejaba de mirar de cuando en cuando hacia atrás.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó su colega.

– No sé, pero creo que nos siguen. Había una mujer muy extraña en el vestíbulo del hotel…

– ¡Qué tonterías dices! He estado atento a todos los que entraban y salían y no he visto a nadie sospechoso.

– Puede que tengas razón.

– Este trabajo nuestro termina volviéndonos paranoicos.

– Más vale que no nos equivoquemos o el jefe nos cortará a tiras.

Diez agentes del Centro Antiterrorista seguían los pasos de los dos hombres del Yugoslavo y de aquella mujer alta y delgada que cruzaba con paso rápido la place de la Concorde, buscando la otra orilla del río, donde está la Asamblea Nacional. Estaban en contacto permanente con Lorenzo Panetta, quien les había conminado a no perder de vista ni a la mujer ni a los dos matones. Otro equipo del centro se había puesto en marcha para reforzar a los agentes que ya estaban en la calle. Panetta y Matthew Lucas estaban dispuestos a averiguar qué ocultaba el conde d'Amis; además, cada vez estaban más convencidos de que el padre Aguirre tenía razón y que el conde -como decía aquel jesuita- iba a intentar perpetrar su venganza contra la Iglesia, aunque ambos temían que quizá por seguir a al conde podían estar perdiendo la pista del Círculo. Quizá Hans Wein tenía razón: los malos suelen coincidir en los mismos supermercados de armas, de manera que Karakoz bien podría estar sirviendo al Círculo y al conde indistintamente, pero Panetta había decidido dejarse guiar por su intuición y Matthew Lucas le secundaba. Esperaba no estar cometiendo el primer error de su carrera.

105
{"b":"88104","o":1}